La contratación para la organización de eventos había subido considerablemente. Algo normal en una ciudad como Nueva York entre los meses de octubre y marzo. Algunos eran poco significativos. El cumpleaños de alguna niña malcriada, la puesta de largo de la princesita de papá, la graduación del primogénito que, a golpe de talonario, por fin había llegado a graduarse. Pero aunque parezcan celebraciones sin importancia se contaban a millones y nos estaba dando de comer. Me vi obligada a contratar un ayudante. Había jurado, en varias ocasiones, que nunca lo haría. Yo misma podría con todo. Quería que cada trabajo que realizase mi pequeña empresa llevara mi seño personal y, para ello, no hay más remedio que hacerlo tú misma. Era lo que siempre me decía mi abuela. Hija, me decía, si quieres que algo lleve tu sello hazlo tu misma. Pero fue imposible. Los eventos de mayor envergadura, como las bodas, me robaban mucho tiempo y compensaban más que un cumpleaños. Pero no quería empezar a renunciar a nada tan pronto por lo que pudiera pasar en el futuro. Tampoco era plan de morirse de hambre. Así que hace unos meses tuve que empezar con las entrevistas y, lo juro, fue una serie de catastróficas desdichas.
Ginebra me hizo compañía ese día por eso del apoyo moral y para organizar un poco a los candidatos. Era algo así como el filtro de google. Si su ojo clínico no quedaba satisfecho con algún aspecto el candidato, simplemente, no llegaba a sentarse frente a mí. Recuerdo que tuve que pedirle que aflojase un poco. El primer día tenía como veinte candidatos esperando, el trabajo escasea como en cualquier sitio, y solo cinco llegaron a mi mesa.
Lo dejé por imposible. Ginebra podía llegar a ser exasperante.
Me puso cara de corderito pero mis nervios estaban a punto de hacerme explotar como una olla a presión.
No me hizo caso, obviamente, y volvió cada uno de los días que tardé en encontrar a la persona que yo consideraba idónea para el puesto. También se quedó cada noche en las que releía currículos sin parar, agobiada con la imposibilidad de decidirme. Reconozco que la foto era un hándicap importante. No me considero nada superficial, creo que ya me conocéis de sobra, pero estaréis de acuerdo conmigo en que hay que tener cierta imagen para trabajar en este sector si tus principales clientes son depredadores de la elite neoyorquina. Lo bohemio y lo vintage tenían un pase. Estaban muy de moda, sobre todo en Brooklyn, y eso se hacía notar en mis candidatos.
La campanilla de la puerta nos avisó de que alguien nos esperaba al otro lado de la puerta. Ginebra fue la primera en salir con su paso diligente. A veces me hacía dudar de si la dueña era ella o yo.
Me apresuré a asomar la cabeza por la puerta de la trastienda y vi a un chico de espaldas que llevaba unos papeles en la mano. Vestía con unos chinos claros y una rebeca. Un cabello bien poblado de color cobrizo. Se parecía tanto a él que se me cortó la respiración al momento. Aun sabiendo que era técnicamente imposible que fuera él dejé de respirar. Eso disiparía todas las dudas sobre si lo tenía superado.