Afortunadamente, mis hijos son muy sociables y no se avergüenzan de la gente desconocida, por lo que en lugar de un incómodo silencio, el interior del coche se llena de sus voces.
- ¿Este es su coche? ¡Qué chulo! - mi hijo examina entusiasmado el interior del coche, mirando por todas partes, presionando su mano contra el vidrio, y yo inmediatamente le regaño, porque el coche de Daniel tiene todas las posibilidades de convertirse en el nuestro en quince minutos. Con manchas en los cristales, pegatinas en los asientos y el tablero. Huellas de zapatos en las puertas.
- ¡Cuando sea grande voy a ganar mucho dinero y también me compraré uno así! - se une mi hija.
- No tenemos un coche así. Mamá, ¿podemos comprar uno igual?
- Pablo, ¿qué estás diciendo? Es caro, mamá no gana tanto.
- ¡Deberíamos crecer más rápido y ganar dinero nosotros mismos!
- Mamá, ¿cuántas botellas necesitamos recoger para poder comprar un coche así?
- Paola, solo pudimos recolectar para un juguete, para uno así necesitaríamos miles de camiones. ¿Miles, mamá? ¿Dices miles?
- Cien es más que mil, - dice Paola indignada.
- ¡Mil es más!
- No, cien.
- Eh, eh, compórtense bien, no están en casa - intento calmar a los niños, porque cuando comienzan a discutir, puede durar para siempre y terminar en lágrimas.
Ambos se ofenden y apartan la mirada. Apuesto a que la discusión continuará en casa.
- Cuidamos el medio ambiente, por eso en casa recolectamos botellas de plástico y vidrio por separado y las llevamos a los centros de reciclaje - explico a Daniel, para que no piense que somos pobres que recogen botellas de la basura para comprar juguetes a los niños.
Me sonrojo hasta las orejas. Seguro que eso pensó. Mis hijos también admiran su coche con tanta sinceridad, como si toda su vida hubieran viajado en una vieja camioneta.
El resto del viaje transcurre en completo silencio. Pablo y Paola están ofendidos el uno con el otro. Yo vuelo en mis pensamientos, Daniel se concentra en la carretera.
Me viene a la mente la idea de que así podría ser nuestra vida cotidiana. Daniel al volante, yo con los niños en el asiento trasero. Juntos vamos al parque a pasear, y luego a casa con canciones alegres y disputas de los niños. Pero eso nunca sucederá. Porque además de que Daniel nunca nos dio una oportunidad, ni siquiera me recuerda.
Sería extraño si ahora intentara decirle que tuve dos hijos suyos.
Algo como: Hola, no me recuerdas, pero hace seis años tuvimos un romance, te fuiste sin dejar ni tu número de teléfono, y yo quedé embarazada. Estos niños que llevas en el coche son tuyos. ¿No lo crees? Podemos hacer una prueba de ADN, no me opongo.
Absurdo total.
Él está de paso aquí, probablemente no se quedará mucho tiempo, se irá de nuevo a su capital o al extranjero, dejando a los niños y a mí con un vacío en el pecho. Enviará regalos y dinero en las festividades, y los llevará consigo una vez al año en vacaciones.
No es la vida que deseo para mis pequeños.
Rápidamente me limpio una lágrima solitaria antes de que alguien lo note.
- Hemos llegado - la voz de Daniel me saca de mis pensamientos y levanto la mirada hacia él.
- Muchas gracias. Tanto por salvar a mis hijos como por llevarnos. Y disculpe las molestias, si acaso - digo torpemente y me apresuro a salir del coche.
Ayudo a los niños a salir del coche. Se despiden de Daniel con la mano, los tomo de la mano y los llevo casi corriendo hacia nuestro edificio de apartamentos. Con cada paso que me alejo de Daniel, me inundan recuerdos del pasado que es imposible olvidar.