Jamás cruzó por mi mente que alguna vez tendría el placer de asistir al concierto de alguna banda o cantante, menos aún de un grupo que puede robarme la consciencia con la intensidad de sus letras. Ni aunque ahorrara todo un año trabajando, podría pagarme un boleto y un viaje a las ciudades donde se presentan; siempre están demasiado lejos. Pero ahora, en menos de una hora, podré verlos en persona. Estoy a nada de presenciar el primer concierto de mi vida. ¡Qué nervios!
La cola es inmensa, tanto que hay personas desde hace días formadas y acampando afuera del estadio. Zachary dijo que conocía al dueño y las personas que administran el evento, así que ya había arreglado absolutamente todo para cuando estacionamos el auto cerca del lugar. Con bolso en mano, los pases colgando de nuestros cuellos, las cuerdas vocales listas para ser rotas y la emoción envolviendo nuestros cuerpos, ingresamos a los controles de seguridad. Los gritos, llantos, abrazos y carteles surgen por doquier, envolviéndonos en la misma atmósfera que al resto de fanáticos.
Sin embargo, no todo es bonito en la entrada al presunto cielo del fanatismo por Coldplay. A unos metros de nosotros, logro captar un murmullo y señalamientos acusadores. Un par de chicas nos observan saltarnos la fila, enseñando nuestros pases y recibiendo un trato más afectivo de quienes registran nuestras pertenencias. Las escucho hacer conjeturas, burlarse de mi ropa, criticar mi débil postura y mencionar teorías sobre mi vida. No me gusta, me molesta tener que escuchar sus horribles opiniones, pero eso ocurre en todos lados y bajo cualquier tipo de situación.
Volteo a verlas, enfrentando sus miradas juiciosas y retándolas a continuar. Papá siempre decía que no era necesario usar la violencia bajo ciertas circunstancias, sólo con hacerles saber que tú sí tenías la capacidad de enfrentarlas, era suficiente. Tal vez siguieran comentando en cuanto voltearas, pero habrías ganado la batalla y podrías marcharte dignamente. Y lo hago, porque ellas se silencian y desvían la mirada.
Lo próximo es caminar, caminar y caminar los metros y asientos faltantes hasta nuestra fila. El lugar es tan grande que, al levantar la mirada, mi cuello cruje hacia cada dirección que tomo. Zachary parece igual de emocionado que yo, mirando cada cartel y grupo de personas entrando al lugar, recorriendo un camino como el nuestro y ocupando sus lugares. Se puede percibir la alegría en el mismísimo aire.
Los momentos previos a su aparición son eternos y tan llenos de nerviosismo que no puedo mantenerme quieta en mi lugar. Doy pequeños saltos, muerdo mis uñas, arreglo mi cabello múltiples veces y no dejo de revisar la hora y la batería de mi teléfono. Zachary sólo me observa divertido, tomándome un par de fotos y otras más a los objetos del lugar. Yo no entiendo cómo puede aparentar estar tan calmado, pero trae la apariencia de cargarse con toda la calma y serenidad que le falta a todos los de aquí.
Lo próximo son gritos, cantar, bailar, saltar y llorar de la emoción. Me olvido del mundo, dejo de pensar en que aún estoy enferma y me sumerjo en las melodías que ellos hacen sonar. Las voces, las guitarras, los pianos, los aplausos rítmicos y los coros me dejan la piel de gallina. Siento latigazos de adrenalina recorrerme el cuerpo una y otra vez, tanto que cierro los ojos para disfrutarlo aún más. Siento que el mundo se detiene, da miles de vueltas en un segundo y vuelve a bajar mis pies al suelo; es mágico.
Comienza a escucharse su canción titulada Magic resonando en cada rincón el estadio, envolviendo mi cuerpo y alma hasta sumergirme en la letra. Abro los ojos y enfrento a Zachary, quien voltea a verme con una enorme sonrisa pintada en sus labios. Todo lo que hablé con mamá se viene a mi mente, tan rápido que me agobio de pensamientos. Quiero dejarme llevar, soltarme tanto como lo hizo mi cuerpo a la música. Necesito quitarme las cadenas que aprisionan mi pecho para poder respirar correctamente.
El confeti explota desde el escenario, volando sobre nuestras cabezas y creando una lluvia colorida a nuestro alrededor. Diversos colores y tamaños del papel se mezclan ante mis ojos, cubriendo unos segundos mi vista y evitando que pueda ver completamente el rostro de Zachary. Siento que está lejos, tanto que se distorsiona a mi vista, así que camino un par de pasos en su dirección. Pero todo se vuelve demasiado real, desde la incapacidad para respirar correctamente hasta mi vista que se oscurece a la velocidad de mi caída. Y esta vez la sensación vertiginosa es real, no un sueño o un efecto colateral de los medicamentos. Todo se apaga mientras un pitido resuena en mis oídos.
***
Apenas recupero la consciencia, el silencio y la oscuridad es lo que me rodea. Intento abrir los ojos, pero me pesan demasiado y los siento demasiado irritados. El cuerpo lo traigo tan pesado que no puedo moverlo y sólo respiro calmadamente. Me siento ligeramente atrapada, como si me hubieran metido dentro de una caja y sellado cada pequeña salida para evitar que vea la luz del sol. Aún así, me encuentro calmada, porque ya he pasado por esto antes. Sé cómo se siente y lo que es, así que sólo debo estar lo más calmada posible y esperar a que la fuerza vuelva a mi cuerpo.
Pasan los minutos, no estoy muy segura de cuánto tiempo específicamente, pero el suficiente para comenzar a sentir un hormigueo en todo mi cuerpo. Es similar a la sensación que se propaga por una extremidad que está sufriendo falta de oxigenación por encontrarse presionada o en una mala posición que dificulta el recorrido sanguíneo. Recuerdo sentirla cuando hacía demasiada actividad física o cuando pasaba mucho tiempo en cuclillas; era mayormente molesto, no tan doloroso como puede sonar.
Al prestar más atención, percibo el roce de hojas de papel. El sonido es pausado, casi inexistente por lo bajo que suena y tan constante como mi respiración. Vuelvo a escucharlo y quiero saber lo que es, así que trato nuevamente de abrir mis ojos. Es difícil porque la sensación de traerlos llenos de arena es persistente, tanto que debo parpadear muchas veces antes de que mi vista se aclare. El blanco me rodea, el olor a fármacos envuelve mi olfato y me obliga a estornudar. El pecho me arde ante esa acción y formo una mueca, causando que alguien se mueva en la habitación.