Tuve la intención de conversar personalmente con el doctor Cullen, para agradecerle por la atención brindada aquella noche. Podría haber ido al hospital de Rochester, donde seguramente estaría, pero en lugar de ello, me dirigí directamente a la residencia Cullen, a sabiendas de que me encontraría con quien realmente deseaba ver: Emmett.
Empecinada y con paso firme, llegué hasta la gran casa que mantenía sus cortinas frontales cerradas. Mi primer pensamiento fue que nadie estaba allí, pero de todas formas tomé la elegante aldaba de bronce entre mis manos y golpeé la puerta dos veces; y mi deseo se cumplió.
Se dejaba entrever la mirada cabizbaja de Emmett cuando apoyó una mano en la puerta a medio abrir, en las sombras. Sus ojos extraños parecían esquivarme, y apretaba los labios con fuerza el uno con el otro, incómodo del encuentro y apurando la situación con una pose impaciente. No me saludó, sólo se quedó allí, esperando que yo hablara.
Pensé en marcharme sin decirle nada, ofendida por su actitud, como si yo fuese un huésped indeseado. ¡Qué menosprecio a mi presencia!
-¿Está el doctor Cullen? – Alcé ambas cejas, exigiendo una respuesta inmediata.
-No. Deberías buscar en el hospital.- Y se dispuso a cerrar la puerta pero antepuse mi mano envuelta en aquel guante de encaje blanco. -¿Sí? –Volvió a abrir la puerta donde estaba antes y me lanzó una mirada irónica.
-Eres un grosero Emmett Cullen. –Lancé sin más tapujos, olvidando el protocolo de tratarlo por "usted".
-Oh vaya. La señorita Rosalie Hale se enojó. –Inclinó su cabeza para dejar ver una torcida sonrisa, la cual terminaba en un hoyuelo. -¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?
Rodé los ojos y bufé ante su sarcasmo.
-Idiota.- Murmuré cuando me di vuelta, tan bajo que era imposible que me haya oído. Pero lo hizo.
-Y ahora soy un idiota. –Soltó una carcajada demostrando ofensa. Sorprendida por su excelente oído y por el tono que había tomado la charla, giré nuevamente y la puerta se encontraba abierta hasta atrás. Emmett ya no estaba.
Miré a mi alrededor, pensando en la mala broma que me estaba jugando; me asomé un poco dentro de la casa, asombrada en el primer instante por el sobrio lujo y no ostentoso, de la decoración interior.
-¿Emme…? –No alcancé a terminar su nombre cuando apareció frente a mí por detrás de la puerta, muy relajado y silencioso. Del susto me sobresalté un poco y fue en vano ocultarlo; Emmett ya simulaba su sonrisa burlona.
-Entra. El sol está… radiante.
Él cerró la puerta y se adentró hacia la sala de estar, la cual, a pesar de tener sus cortinas cerradas, no parecía lúgubre en absoluto; un par de lámparas bien posicionadas fueron suficientes para iluminar el lugar. ¡Oh, el lugar! Qué elegancia. Ni la familia de Royce podría haber tenido tanto detalle en un pequeño salón, sin que pareciera aparatoso. Los sillones, sin duda, tallados a mano en una pieza y perfectamente distribuidos. Sobre éstos, una lámpara de lágrima que parecía tener diamantes colgando –y quizás lo eran.
Y entre todos los detalles me percaté de un piano de cola en la sala contigua.
-Toma asiento por favor. –Su tono de voz cambió de forma radical, pasando de ser 'el idiota', al caballero.
Con recelo, me senté en un sillón y Emmett me siguió, frente a mí. Me saqué los guantes, colocándolos en la mesa de centro, y mi vendaje salió a la luz, descubriendo también el tema pendiente. Un silencio se apoderó del salón, y Emmett no dejaba de ver mi herida a través de la tela; su ceño se frunció al punto de retorno, despejando sus marcas faciales como si nunca hubiesen estado allí.
-¿Qué ocurrió esa noche? –Finalmente pregunté, aunque el corazón me palpitaba tan fuerte que todo Rochester podría oírlo.
-Le tengo cierto asco a la sangre. No puedo verla u olerla sin desmayarme. –Explicó naturalmente, como si fuese la respuesta más obvia. –Edward conoce mi situación y afortunadamente estaba cerca para sacarme de allí.
-No, no lo estaba. – Repliqué.
-Sí. Estaba cerca, señorita Rosalie. Quizás bebió demás esa noche y los eventos son confusos para usted. –Su voz calmada no se alteraba ante mi incredulidad.
-No estaba ebria, Emmett. –Murmuré avergonzada.
-¿Acaso no fue champagne lo que tenía la copa que terminó en mi camisa?
La victoria había sido suya momentáneamente, pero yo sabía perfectamente que: No estaba pasada de copas, y que Edward no estaba cerca de nosotros. Pero ¿cómo podría probarlo? Emmett se levantó de su puesto y con una pose cordial, inclinó su cabeza.
-¿Algo más, señorita Hale? –Apuró mi visita, mostrando ansias de mi partida.
-Sí. Y por cierto ¿me está sacando ya? –Refuté su actitud. –Sigue siendo un grosero.
Me levanté de mi asiento, olvidando mis guantes. Me encaminé a la puerta y Emmett me siguió con ellos; los tomé con impaciencia y me dispuse a salir de aquella elegante casa, pero no sin antes decirle lo que pensaba.
-Algo oculta. No me creo aquello de la sangre. –Y eso bastó para colerizar al tranquilo Emmett Cullen; cerró la puerta que yo había comenzado a abrir y se mantuvo frente a ésta, inmóvil, sin decir nada. Se volteó para por fin, mirarme directamente.
En el momento que Emmett me miró, clavando sus ojos negros sobre los míos, supe que algo distinto había en él. Algo oscuro.
Tuve miedo.
-Quiero irme. –Susurré, apenas audible, pero suficiente para captar su atención. Una mueca de dolor de apoderó de su rostro perfecto, guardando un silencio eterno.
-Puedes irte. –Respondió.
Su postura era resignada, aceptando mi libre albedrío, pero afligido por la decisión. No obtuve ningún 'detente', más bien un pase de libertad, y sin más, abandoné el salón de la casa Cullen. Pero antes de que la puerta llegase a su tope, volví a entrar, guiada absolutamente por una fuerza mayor que mí, apoyé mi mano vendada sobre su hombro y lo besé en la boca, sin mucho entusiasmo, sólo juntar nuestros labios por unos breves segundos para el reloj, pero eternos para mis sentidos. Debía probar que tanto mi cercanía le era molesta, pero más allá de eso, en lo más profundo de mi ser, deseaba hacer eso desde la primera vez que le vi.