CAPÍTULO 1: El Sol Radiante.
Soy Sonia Cristina Pérez Olmedo. Llevo 20 años educando y amo con gran pasión desenfrenada mi labor. Este año me asignaron un grupo de solo 10 niños de séptimo grado. Entre todos ellos hay un pequeño genio llamado Samuel, quien, a pesar de ser más chico que los demás, es muy activo y sabe encajar muy bien en el grupo. Siempre toma 10 minutos de su recreo para sentarse a charlar conmigo. Con una sonrisa en su rostro, me cuenta todo lo que sucede a su alrededor. Adoro a ese niño. No había visto algo tan radiante como el sol. Es de una familia acomodada, con su madre ama de casa y su padre un oficinista.
-¡Maestra Sonia!- Aquí llegó el susodicho. En su mano cargaba una manzana y una botella de agua, algo raro puesto que siempre le empacaban sándwiches, galletas, salchichas u otras cosas.
-Hola Sami, ¿cómo estás?- El pequeño, con una sonrisa en su rostro, comenzó a relatarme lo que sucedió en su hogar el viernes. Al parecer, cuando llegó, no había nadie en su casa, y al asomarse por la ventana, estaba totalmente vacía. Me comentó que por un momento se asustó y lloró porque pensó que lo habían abandonado, hasta que su vecina Rocío le dijo que sus papás lo esperaban en la casa de su tía Rosa y su tío César, casa que se encontraba a cuatro cuadras de la suya. Me comentó que estaba muy feliz, puesto que su tía era muy atenta y su tío siempre que salía le llevaba helado.
Nada cambió en los próximos días. Era la misma rutina de siempre. Samuel, con su sonrisa radiante, tomando asiento frente a mí, pero esta vez sin nada en sus manos. Me contaba con una sonrisa que el viernes había ido al cine con sus papás y sus tíos. Mientras el estómago le gruñía, le ofrecí uno de mis sándwiches y un pocillo de chocolate. Luego, otra vez Samuel, con el cabello desaliñado y con una expresión decaída, quien al observarme forzó una sonrisa. Me contó que su mamá ahora ya no se levantaba temprano porque estaba muy cansada. Otra vez más, Samuel, esta vez ya no forzó su sonrisa. Me saludó y se sentó en silencio, con la cabeza cabizbaja. Aunque le preguntaba, era poco lo que me contaba. Y otra vez Samuel, esta vez no se quedó 10 minutos. Salió con los demás y desde lejos lo vi sentarse en los columpios mientras lloraba.
La preocupación me invadió. Al día siguiente, decidí seguirlo de cerca durante el recreo. Lo observé desde la distancia mientras jugaba en el parque con sus amigos. Pero algo en él no era el mismo Samuel alegre y activo de antes. Había perdido su brillo, su chispa. Se había vuelto nervioso, solitario y callado.