Hace no pocos años en un sitio incógnito de la antigua Alejandría, la cual colinda con el mar Mediterráneo, estaba un sabio trabajando con fervor adentro de su pequeño cuarto hecho de ladrillos, llevaba largas horas escribiendo en el idioma griego numerosos postulados y axiomas, sus ojos no conocían el sueño desde hace varios días, pero seguía adelante ignorando también el hambre, sed y cansancio.
Cuando el papiro traído desde el mismísimo Nilo se le terminó, comenzó a escribir sobre todas las paredes, no podía detenerse, pues sus descubrimientos eran asuntos de gran interés, con una bonita túnica color escarlata secaba las grandes y múltiples gotas de sudor que invadieron su cara, él ya había revisado minuciosamente cada principio, teorema, recta, circunferencia, etcétera, y todo le pareció estar correcto.
Seguidamente empezó a mirar muy pensativo la obra terminada, es que los trece libros le parecieron muy poco trabajo, sabía que faltaban muchísimos temas; sin embargo no podía hacer más, pues era todo el conocimiento matemático descubierto por los hombres en aquel entonces, lo último que hizo después de pensarlo bastante fue titular aquella célebre obra, y le dio el nombre de: “los elementos”.