Míster problemático

Capítulo 43

¿Por qué será que don problemático siempre se sale con la suya?

Aunque eso no es de ahora, también lo era en el pasado. Allan siempre terminaba haciendo lo que quería. Si no fuese así, nunca se habría marchado como lo hizo, desafiando a su padre. No tengo idea de a donde vamos, pero me da la impresión de que no nos dirigimos hacia ese lugar lleno de gente extraña, de la vez anterior.

―¿Preocupada por el lugar a donde te llevo? ―pregunta casi gritando por la fuerza de la brisa a causa de la velocidad.

Sin embargo, la ha reducido un poco y ya no tengo la impresión de que vamos a estamparnos contra el pavimento.

―¿Debería? ―grito alto para que me escuche.

―Espero que sí ―se mofa y yo le doy golpe en el hombro.

El muy condenado hace una maniobra con la mota que da la impresión de que ahora sí vamos a morir, pero luego se estabiliza dejándome un gran susto y aferrada como lapa a su espalda. Por suerte la vía está poco transitada.

―¿¡Acaso quieres matarnos!? ―me quejo cuando vuelve a reducir la velocidad y el desgraciado solo le ríe.

―Para nada, mi amor ―repone jocoso, y sigue conduciendo hasta que estaciona frente a un restaurante campestre de la orilla de la carretera.

―¿Qué es este lugar? ―cuestiono una vez me he bajado de esa moto.

Alla también se baja luego de apagarla y me quita el caso.

―¿No te gusta? ―pregunta haciendo que levante mi rostro para que suelte el broche.

―No lo sé, no lo conocía.

―Te va a gustar, es perfecto para tomar un almuerzo al aire libre ―dice entregándome el casco para que o lleve y él el suyo.

Después toma mi mano y tira de mí hacia el interior de lo que parece una enorme cabaña. Luego que nos adentramos al lugar y nos llevan hasta una mesa un poco apartada, me fijo en que la vista es bastante natural. Más allá de donde nos sentamos hay un bosque y no se ve nada mal, además que se respira aire fresco. El mesero se marcha luego de dejarnos unos entremeses con dos vasos de té de menta y frutillas, bastante helado.

―No está mal ―digo―, pero eso no te exonera de tu arbitrariedad, además, Suzanne es mi amiga no la tuya ―agrego agarrando el vaso para beber un poco.

―¿Esto te parece muy arbitrario? ―comenta con seriedad, alzando sus cejas.

―Por supuesto, te había dicho que iba a almorzar con ella ―refunfuño mostrándome un poco indignada.

―Entonces estamos a mano, porque así me sentí esta mañana con esa mujer que contrató tu madre para ti ―repone haciendo que abra los ojos.

Después toma tranquilamente de su bebida, con la mirada interrogante. Arrugo el ceño.

―No veo por qué fue arbitrario. Sabías que íbamos a contratar a alguien para ayudarnos en casa.

―Creo que la palabra es: “ayudarte”.

―Lo dices como si pretendieras que yo hiciera todo.

―Pero es lo que has hecho y yo no he opinado nada. La señora Martens casi que adrede, omitió que era tu marido ―farfulla haciendo que me mueva algo incómoda en la silla.

―No creo que lo haya hecho, ella es muy profesional, además que conoce muy bien cuál es mi nuevo estatus de casada.

―Parece que no lo tiene claro.

―¿Y eso te molestó? Que te ignorara.

―Ni al caso, pero quizás esto sirva para que ambos actuemos de forma más condescendiente, y la verdad es que no me importa a quien contrates mientras no se meta en nuestros asuntos. Lo sabes bien.

―Solo es una ama de llaves.

―Y una asistente de la limpieza, una cocinera, el conductor y el jardinero, seguro que ella puede multiplicarse por todos ―arguye haciendo que frunza la boca.

―Son necesarios, y si te preocupa el coste puedo cubrirlo todo.

―Sabes que ese no es el problema. Es otro. Demasiada gente, demasiados oídos ―prosigue provocando que resople.

―¡Bien! ¿Los despido a todos?

―No será necesario ―repone con tanta calma que me descoloca―, pero creo que puedes colocar un horario de lunes a viernes. Eres buena haciendo cronogramas de trabajos para los empleados, seguro que puedes hacerlo ―añade retándome.

No quiero dar mi brazo a torcer, pero en el fondo tiene razón. No yerra cuando dice que todos vienen recomendados por mi madre.

―¡De acuerdo!

Acepto a regañadientes.

―Solo lunes a viernes ―dice y luego levanta la mano cuando voy a protestar―, los fines de semana ninguno debe estar en la casa y eso incluye a esa señora ―agrega ocasionando que resople con fuerza otra vez.

―¿Es todo?

―¿Alguna otra objeción? ―pregunta algo burlón.

―¿Eso no debería preguntarlo yo? Es más que claro que te gusta hacer tu santa voluntad.

―Igual que tú ―repone socarrón. Pongo los ojos en blanco―, ahora dime, ¿Qué sucedió anoche? Creí que estaba claro que íbamos a compartir la misma habitación.

―Solo necesitaba mi espacio.




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