Ash cerró los ojos por un instante. Parecía tener arenilla bajo los párpados.
Hacía ya dos horas que Sooz se había marchado con la pro- mesa de que Ash la anunciaría como la elegida.
El jardín a través del ventanal del laboratorio estaba desier- to, pues a esa hora todos los estudiantes estarían en sus camas. Más tarde, tendría que dar explicaciones al centro de astronautas sobre la razón por la que no había descansado las ocho horas obligatorias.
El Gobierno llevaba tiempo planeando controlar las horas de sueño de la población, como medida preventiva de muchas en- fermedades y problemas de comportamiento. Pero no lograría hacerlo hasta que todos los habitantes llevaran un secbra insta- lado en su cerebro. De momento, tenían que conformarse con otros métodos para controlar las horas de sueño de ciertos gre- mios, como los médicos, los pilotos y, por supuesto, los astro- nautas. Todas aquellas profesiones en las que un mínimo error significara la pérdida de vidas.
Ash, que se había criado entre astronautas, nunca pensó que llegaría a entrenarse como uno. Sin embargo, desde que la des- tinaran a la Tierra, tanto ella como sus compañeros se habían visto forzados a iniciar un entrenamiento básico para astronautas y vivir con el mismo protocolo que estos. Lo que se traducía en un estilo de vida disciplinado, con una dieta y unos horarios muy estrictos.
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No les había resultado difícil adaptarse al protocolo, acostum- brados como estaban al estilo de vida rutinario de Noé. La única queja que había escuchado entre sus compañeros había sido la de tener que irse a la cama temprano. Sobre todo, entre los que sabían que Ash nunca los elegiría, y se estaban preparando para nada.
Por otro lado, valdría la pena la regañina si conseguía enten- der cómo funcionaban los distintos tipos de escudos protectores. De hecho, estaba segura de que dormiría mejor en cuanto logra- ra ponerse al día.
—¿Saltándote las normas? —la sorprendió la voz de Gábor en el silencio del laboratorio.
Era la primera vez que le dirigía la palabra desde que se descu- briera que ella era Lashira Khan, su misterioso ídolo informático.
—Veo que no soy la única —respondió con la mirada fija en la imagen holográfica, intentando mostrarse serena. En realidad, su corazón parecía estar en medio de un concierto de heavy met- al, dando saltos como loco.
De reojo, notó cómo Gábor se acercaba a su mesa con la lan- guidez enmascarada de un guepardo.
—Todos sabemos que yo no voy a ninguna parte, por culpa de ese estúpido castigo —espetó el joven, intentando sonar di- vertido. Pero a Ash no se le escapó el tono envenenado con el que masticó las palabras.
Viajar a la Tierra junto a Lashira Khan era el mayor de sus sueños, incluso cuando ella no hubiera resultado ser lo que él había imaginado durante años.
Gábor se dejó caer sobre el taburete que estaba junto al de Ash.
—Lo siento —dijo, contemplando el perfil de su rostro, mientras que ella se mantenía concienzudamente concentrada
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en la imagen desplegada del ordenador—. De no ser por el cas- tigo lo hubieras tenido muy fácil, pero ahora te ves inmersa en la imposible tarea de sustituirme.
Como respuesta, Ash se limitó a poner los ojos en blanco.
No había echado de menos su arrogancia.
—¿Querías algo? —inquirió, sin importarle que sonara des- cortés. En realidad, estaba enfadada con él. Habían pasado de charlar hasta las tantas en sus balcones y de intercambiar bromas por los pasillos, a ignorarse como completos extraños. ¿Cómo podía ser tan frío? Dejando aparte sus sentimientos por él, había creído por un momento que eran amigos.