Un relámpago abismal hizo retumbar el cielo. El aguacero era torrencial y destructor, pero eso a él no le importó cuando sus lágrimas mojaron el cumulo de tierra que él mismo había agrupado para formar las tumbas, aquellas mismas en las que ahora descansaban los restos de su amada madre y su amado padre.
Las guerras se habían vuelto un acontecimiento imparable, igual que las epidemias y las hambrunas. Había soldados portando ostentosas armaduras, espadas filosas, estandartes blancos y los pobres caballos que eran obligados a trabajar hasta que fallecían.
Un colosal guerrero lloraba amargamente bajo la lluvia pensando en la muerte tan espantosa que habría tenido su familia. Pues mientras él había sido enviado al combate, una horda de soldados enemigos irrumpió en su pequeña casa, sometió a su padre y lo degolló para después reclamar la sangre de su esposa. Quemaron la casa y entonces huyeron, sabiendo que cuando el soldado regresara, lo único que podría encontrar serían los cuerpos calcinados de sus progenitores. Así de cruel era la guerra. Eres enemigo, entonces todo lo que te rodea representa peligro y está en peligro.
Lo que el soldado estaba sintiendo en ese momento, aparte del desgarre de su corazón, eran unas ganas inmensas por tomar su espada, su casco y desollar vivos a los hombres que fueron capaces de cometer semejante atrocidad. Desgraciadamente no tenía ni la menor idea de quienes habían sido los responsables.
Ese mismo mercenario se presentó al amanecer con el resto de sus compañeros. Tenían la intención de atacar un nuevo sector, y lo harían apenas los primeros rayos de sol cruzaran el horizonte. Aquel combate fue horrible; muchos hombres de los dos bandos, cayeron y perecieron ahí mismo, en el campo de batalla. La noche pronto se llegó, y a pesar de las largas horas que llevaban combatiendo, ninguno de ellos se daba por vencido. Había muertos aquí y allá, espadachines decapitados y combatientes atravesados por flechas. El soldado había logrado sobrevivir, pero para su propia desgracia, se encontraba fatalmente herido.
El hombre cayó del caballo cuando una espada le cercenó parte de su estómago, y cuando el adversario que lo había atacado pensó que este estaba muerto, el soldado se arrastró hasta la protección de una enorme roca rodeada de frondosos árboles. Ahí sufrió los terribles dolores que le causaron fiebre, vómito y aterradores escalofríos. Pensó que iba a morir, y ya comenzaba a resignarse cuando de repente, escuchó el galope de un enorme caballo que se le acercaba.
Trató de alejarse, pues no sabía si aquel visitante iba, o a ayudarlo, o a terminar el trabajo de matarlo. Pero cuando el jinete se presentó a la luz de la luna, un espantoso trueno cimbró el suelo y casi de inmediato la lluvia se dejó venir.
—No he venido a matarte —le dijo una voz sombría.
¿Acaso se trataba del hombre montado sobre una verdadera bestia? Y vaya que aquel caballo era uno que el soldado no había visto en toda su vida. Pues ya fuera por las alucinaciones de la fiebre o porque creyó que aquello se trataba de la muerte que venía por él, aquel animal parecía haber sido sacado del mismísimo infierno.
—Termina con lo que tienes ante tus ojos, que el cielo me ampare y Dios me enjuicie por todas las vidas que he arrebatado.
Pero el hombre del caballo pareció burlarse de él y de sus plegarias.
Bajó del animal, se acercó al soldado herido y colocó su mano sobre su frente. El herido quiso imaginarse que aquella sensación se debía a la enorme fiebre que consumía su cuerpo, porque aquel hombre estaba frío como un trozo de hielo.
—¿Qué tanto le temes a la muerte? —le preguntó.
El mercenario se estremeció, y como si estuviese viendo su vida pasar frente a sus ojos, rompió en un estremecedor y potente llanto.
—¡No quiero morir! ¡No quiero morir!
—Tu castigo será ver y sentir la muerte, pero nunca llegar completamente a ella —y entonces lo mordió.
Los truenos silenciaron los gritos del pobre hombre que se revolcaba. Se arañaba el rostro y trataba de arrancarse la lengua con los dientes, y hasta cierto punto creo que lo logró, pues la sangre escurrió de su boca por borbotones y después cesó.
—Ve al horizonte —el desconocido lo señaló con su dedo enguantado por una tela oscura—, en las calles principales de Travonar encontrarás a los mismos hombres que causaron tu dolor al asesinar a tus padres. Los encontrarás atacando a otra familia. Cobra tu venganza, bebe su sangre, transfórmate y regresa, que yo te he de solicitar a mi lado.
El peor de los asesinos hubiese huido de él. Cuando el soldado llegó al lugar indicado por su salvador, halló exactamente lo que él le había dicho. Lleno de una rabia contenida, se lanzó sobre sus enemigos. Los decapitó y se alimentó de su sangre convirtiéndose en una criatura demoniaca; con un apetito voraz por la sangre y las guerras, pues desde aquel día, el soldado de nombre Bruce, se transformaría en la mano derecha del venerado rey de la muerte, Hécate Magnus.
(Aclaración: En esta historia, Samira es Sirmia, para quienes en algun momento la conocierón así)
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Editado: 07.05.2024