Samira se había cansado de tanto llorar, pero se vio obligada a levantar la mirada cuando escuchó un par de pasos que se acercaban a su calabozo. Uno de aquellos guardias fortachones quitó el candado de la reja y se hizo a un lado para que una impresionante figura oscura entrase.
Magnus la observó en silencio, quieto y reservándose sus propios pensamientos para él mismo.
—¿Dónde está Bruce? —preguntó la sirena.
—Dentro de cinco minutos vendrán dos guardias a buscarte y te llevarán de vuelta a tu tierra.
—Te pregunté en dónde está Bruce.
El vampiro le sonrió; se sentía desafiado y aquello solo podría traerle malas consecuencias.
—Si sabes, que cuando un soldado abandona su nación en medio de una rebelión como la que tu padre nos causó, ¿implica el pago con la muerte?
Los ojos de la mujer se pusieron morados, y aquello causó tal estremecimiento en el Mandato de la muerte que tuvo que dar dos sutiles pasos hacia atrás. Magnus sabía quién era Samira, y por lo tanto sabía la enorme destrucción que su poder podría traerle a Mortum si aquella bonita bomba de cabello negro y piel rosada decidía estallar. El que fuera una mujer joven no implicaba que Hécate no la fuese a respetar.
—¿Lo piensas condenar?
—No necesito tus opiniones, Samira, pero estate tranquila, que él ya ha recibido su castigo de una forma en la que no desperdicie su gran talento al matarlo.
—¿Qué le has hecho?
—Lo que haga, o deje de hacer con los soldados de mi reino, es asunto muy mío y de mi tierra. Vendrán dos guardias por ti y te llevarán de vuelta a tu palacio. Esa es mi última palabra.
—Magnus —la mujer intentó lanzarse contra él, pero los dos centinelas se lo impidieron—. ¡No me regreses! ¡Magnus! ¡No quiero ir a Alta Marea!
—Olvídalo, Samira, no quiero provocar otra guerra entre tu tierra y la mía —el rey levantó su mano a modo de despedida, y entonces se fue.
Hécate no le diría nada sobre la orden que le había dado a Bruce ni mucho menos que le había dado la libertad y sugerencia de irse a Alta Marea. Pues con todo lo cabrón que Magnus podía llegar a ser, estaba dispuesto a dejar que Bruce hiciese su propia elección.
Cualquiera hubiese pensado que Bruce se marcharía de Mortum; quizá iría al mundo de los gernardos, o tal vez podría ir a Alta Marea y buscar a su princesa, pero lo cierto fue que no. El vampiro decidió quedarse a vivir en una de las pequeñas y modestas casitas del pueblo como uno más de los habitantes, decidió que utilizaría ese año para limpiar su nombre y enmendar sus errores, lo que provocó dos historias totalmente memorables: la de un soldado que tuvo que escapar, dejando a su pueblo y rey para poderse salvar; y la segunda, la historia de romance entre un vampiro y una sirena. Esta última más un mito que una realidad.
La brisa salobre del mar le golpeó en la cara, sus ojos seguían oscuros, y aunque su corazón roto había comenzado a repararse, Samira seguía esperando a que él la buscara, que volviera y le dijera todas esas tiernas palabras que sus labios pronunciaron cuando él la sostenía entre sus brazos. Desgraciadamente eso nunca pasó, el vampiro jamás volvió, y un día, la reina simplemente dejó de esperarlo.
Los gritos atrajeron su atención. La reina de Alta Marea estaba apoyada en el barandal de su balcón, a su lado estaban sus damas, cuatro preciosas mujeres que la acompañaban, guiaban y arreglaban todos los días.
—¿No se le hace que es un poco… cruel, la manera de tratarla, majestad? —le susurró una de sus acompañantes.
Como reina, Samira no era una tirana, todo lo contrario, era amable, benévola, tierna y procuraba eliminar las injusticias en su palacio, pues al final de cuentas, había prometido que nunca sería como su padre, y estaba sosteniendo su palabra. Sin embargo, aquel día, cuando bajó la mirada, vio a seis guardias, impresionantes tritones que arrastraban con una cuerda a una horrible mujer de aspecto cacarizo y andrajos como ropa.
—No —respondió—. Ellas no tuvieron piedad conmigo, entonces yo no las tendré con ellas.
Uno de sus guardias se asomó, trató de mantenerse firme y entonces exclamó:
—Hemos capturado a la última de las Kilfadas, majestad.
—Me alegra escuchar eso —los ojos de la reina se oscurecieron un poco más—. Ya saben qué hacer; que le arranquen la piel y que la quemen como a las demás.
—Entendido, mi reina.
Las Kilfadas pagaron por sus actos, y con un poco de suerte, no volverían a existir en el Otro Mundo. Ahora sí se quedarían como un mito.
El tiempo pasó, las estaciones cambiaron, las constelaciones giraron, y cuando menos se dio cuenta, los dos años habían terminado. Su exilio había llegado a su fin y ahora Bruce debía tomar una decisión; seguir con la vida que hasta ahora había logrado sostener, o regresar al castillo.
Magnus se palpó el cuello de la camisa, estaba tan acostumbrado a realizar ese gesto en los días más importantes y saber que su botón de oro estaba ahí, que cuando no lo sintió, una parte de él murió junto con el pasado. El Mandato, rey y emperador de la muerte estaba listo. Se había ataviado con un ostentoso traje blanco, una capa de seda, porque ¿qué era de Hécate Magnus si no utilizaba sus capas? Se preparó para salir, cuando sintió un par de ojos curiosos que le observaban.
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Editado: 07.05.2024