—Esta es la cuarta vez que regresas, Serge.
Rosario, la casera de la vieja iglesia que servía como centro de adopción escudriñó al recién llegado con una mueca en la cara; nunca un muchacho había dado tantos problemas como aquel, para que fuera devuelto por no una o dos, ¡ya era la cuarta familia! Cada vez que volvía a ingresarlo pensaba que esa sería la última, que las razones no podían empeorar.
Pero siempre hallaba la forma de sorprenderse.
Serge levantó los hombros a modo de respuesta y a Rosario no le quedó más que intentar adivinar qué había ocurrido en aquella ocasión. ¿Acaso golpeó a otro compañero?, ¿o había destrozado el jardín del vecino?
«Quizá se debió a un par de caros jarrones rotos o a alguna reliquia familiar arruinada», pensó al hacer memoria de cuando quisieron cobrarle una colección de costosos libros únicos en el país.
«No puede ser peor», apostó, con el corazón en la boca.
La madre sustituta carraspeó, molesta.
—No puede regresarlo como si se tratara de un animal, Irene.
—¡Usted haría lo mismo si supiera lo que hizo! —Se escandalizó. Rosario resopló exhausta, todavía sin atreverse a tomar la mano de Serge que Irene le largaba—. ¡Téngalo!, ¡ya no lo quiero!
Respiró hondo.
—No puedo aceptarlo sin una buena razón —mintió. Por supuesto que debía de haber razones, pero no quería ni escucharlas.
La principal razón por la que no quería aceptar el regreso de Serge era porque le tenía miedo.
El repentino llanto de Irene la sacó de sus pensamientos, y a pesar de que maldecía en voz baja el instante en que decidió llevarse a Serge a casa, él actuaba como si se tratara de alguien más.
Le contó que aunque la bienvenida fue acogedora e incluso los vecinos habían traído a sus hijos más jóvenes para que conocieran al nuevo niño, no pasaron más de tres semanas para que uno de los padres, a mitad de la noche, golpeara a su puerta con la insistencia de quien corre por una emergencia.
Al abrir, se encontró de frente el enfurecido rostro de uno de los padres de la casa de al frente.
—¡Se me hizo súper, súper extraño! —interrumpió su relato—. A ese hombre nunca se le veía una arruga en la cara, así, de enojo. ¡Pero parecía a punto de querer matar a alguien!
Pasada la conmoción que le traía el recuerdo, continuó:
«¡Su hijo es un monstruo!», le dijo a Irene tan pronto como la puerta dejó suficiente espacio para una cabeza.
«¡¿Disculpe?!»
La cólera le subió tan rápido que el calor que agarró las mejillas y el cuello. ¡Qué atrevimiento venir a su casa a decir semejantes cosas! «¿Sabe al menos quién es mi hijo?», le gritó.
«Por supuesto». La voz fue elevándose, como si no temiera despertar a las personas del vecindario entero. «¡El demonio que recogió la semana pasada! Le recomiendo, Irene, por el aprecio que le mantengo, que lo devuelva del sitio de donde lo cogió. ¡Por su propio bien!»
—Señora Irene, lo siento, pero no llega usted a nada —replicó Rosario con notable cansancio mientras zapateaba repetidas veces el suelo de madera. Estar de pie le daba calambres en las pantorrillas y le hacía sentir como si cargara una tonelada de peso en cada pierna.
—Escúcheme, Rosarito —insistió. La dueña del hogar inclinó la cabeza en señal de resignación. Apenas le dio el permiso de continuar, el rostro volvió a contraerse en una mueca.
«¿Qué quiere decir?», atinó a decir. Las palabras de su vecino comenzaron a mezclarse unas con otras sin filtro alguno ni intención de detenerse e Irene, con la bilis en la garganta, solo podía limitarse a escuchar el relato.
Al finalizar su versión se le quedó viendo directo a los ojos, llena de vergüenza por la posibilidad de que todo aquello fuera real. Si era cierto eso, entonces…
«Por favor, lléveme».
Tomó las llaves de la propiedad y un abrigo antes de salir de su hogar, y caminó a prisa hasta la casa del frente; toda la calle estaba en silencio, por lo que escuchar los acelerados latidos de su corazón era sencillo.
«Por aquí», señaló el hombre. «Incluso tomé una fotografía con el celular de mi mujer. Disculpe que no baje, simplemente no puede ver lo que el demonio de su hijo hizo».
Otra vez con esa horripilante acusación, refunfuñó en silencio con una pizca de esperanza antes de adentrarse a la vivienda. Entonces lo supo.
El vomitivo hedor de la sangre llenaba el recinto.
Y en el suelo, yacía cubierto un pequeño bulto que alguien se había esmerado por cubrir.
«Por favor, Serge no pudo hacer eso, ¡es solo un niño!», siseó.
El hombre le entregó el viejo celular a Irene. No había duda.
Decía la verdad.
Serge se encontraba de cuclillas, con el bisturí —que creía haber perdido poco después de su llegada— en una mano y la otra, en el interior de las entrañas del pobre perro de la casa.
Lo había abierto en canal, un tajo profundo que abarcaba desde poco más abajo del pescuezo hasta la mitad del vientre.
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Editado: 13.06.2024