Buscó las tijeras perdidas en cada rincón por dos meses antes de rendirse y durante ese tiempo, Serge había mostrado un comportamiento apenas intachable, pero cada vez que se encontraba a solas con él se aseguraba de controlar el naciente temblor que ya solo quedaba en sus dedos.
Muy adentro de sí, Rosario tenía la certeza de que Serge esperaba a que cometiera un desliz que le probara aquello que estuviera buscando.
Miedo, quizá, aunque lo más probable es que la desconfianza bastara para él. Hasta entonces, cada vez que le pedía apoyar la cabeza sobre su falda mientras ella le acariciaba el cabello o que le llevara la cuchara llena de alimento hasta los labios, lo hacía sin rechistar por extrañas que fueran las miradas que los demás niños, en especial aquellos más grandes, le dirigían cuando Serge le ordenaba en público.
Hazlo. Sabes de qué soy capaz.
Procuraba pensar que solo actuaba de esa manera debido a la temprana pérdida que había sufrido, y que aquel trágico recuerdo justificara de alguna forma por qué hacía lo que hacía… Lo necesitaba: la otra explicación le causaba pavor.
Serge levantó un brazo y le tocó la piel reseca del rostro, con la cabeza en su regazo.
«El azul te queda bien, madre», era su manera de pedirle que vistiera de ese color.
—Rosario —dijo con los ojos entreabiertos mientras batallaba contra el sueño.
Le miró desde arriba. Todavía se debatía si la ponía más nerviosa de que la llamara de una u otra manera, pero aun con todo, olvidar la extraña forma de aprecio que había crecido durante largos años era demasiado difícil y cuando le tomaba desprevenida, habría jurado que cumplía sus peticiones con agrado y no con la cabeza embotada de miedos infundidos.
—Dime, querido.
—Prométeme algo. —Hizo una pausa. El toque de Serge estaba para entonces bajo el filoso mentón de su madre—. No quiero que vuelvas a hablar jamás de irme de aquí.
Rosario tuvo la impresión de que se quedaba sin aire, pero se esforzó en forzar la respiración para que luciera normal.
—¿Por qué, Serge?, si estás aquí no puedes salir ni conocer nuevas personas. ¿No te gustaría conocer alguna linda chica? —dijo. Vio que le fruncía el ceño para cuando continuó—. Hay tantas cosas bellas afuera y como… podrás suponer, tu madre no querría que te las perdieras, querido. Aquí dentro…, en estas cuatro paredes, las mismas caras de siempre, hasta yo estoy cada vez más vieja y sé que habrá momentos en los que te cansas de mí y quisieras correr lejos.
Serge suspiró y le quitó la mano de la mejilla.
—No puedes saber lo que mamá quería, ella está…
—Ya lo sé, Serge —interrumpió—, pero si tuviera un hijo tan inteligente como tú, de seguro pensaría algo como eso.
El torcido gesto que hizo con la boca le indicó que aunque parecía disgustarle, tampoco pretendía refutarla por completo. Sintió alivio cuando la calma volvió a su semblante y se acomodó para dejarse adormecer por las caricias, pero apenas logró raspar el inicio del sueño cuando la puerta golpeó la pared al abrirse y vieron el acalorado rostro de una de las huérfanas que se asomaba.
Rosario alzó las cejas hacia la joven para que hablara; sin embargo, antes de que dijera la primera palabra, la larga sombra precedió a su dueña y bajo el marco de madera, se encontró una figura delgada cuya piel revelaba la existencia de varias cirugías, ataviada con telas finas que solo veía al pasar frente a las tiendas de lujo.
—Ah, ya lo hago yo —dijo luego de apartar a la muchacha que le estorbaba el paso.
Rosario nunca había visto a Serge incorporarse tan rápido ni sentarse tan rígido como en ese momento, ni siquiera durante su primera semana en el hogar.
—Tú… —susurró entre dientes.
—Ah, ¡mírate, qué grande estás!
*
—Entonces…, usted me dice que es la familiar de Serge, ¿estoy en lo cierto?
Había echo pasar a Luciana Cavalli a la sala de juntas, una vez la sorpresa fue reemplazada por la desconfianza. Se encontraba frente a ella, separadas por el ancho escritorio sobre el que Rosario inspeccionaba un polvoriento libro con los datos almacenados tras la llegada de Serge al hogar.
Una vez encontró su inscripción, lo puso al frente de Luciana y señaló con un dedo dónde leer.
—Como puede ver, señora, aquí firma un tal Marcos de Román.
—Ah, claro que sí —dijo con voz dura al apartar las amarillentas páginas—, ¿por qué mentiría con algo así? ¿Cree que tengo tiempo para cuidar de niños ajenos? Ese Marcos es mi marido.
Rosario se frotó los ojos con la palma de la mano. La cabeza le punzaba y la dolorosa sensación de una migraña que empezaba a tomar forma le quitaba la poca tranquilidad que le quedaba, entre el cruel juego de Serge y el escándalo que hacía esa mujer.
Serge estaba a su lado mientras escudriñaba la postiza cara de quien decía ser su tía, pero lo conocía lo suficiente como para detectar en él un desdén creciente que ella misma compartía. Volteó hacia el muchacho, que se encogió de hombros y asintió, sin despegarle la mirada de encima a Luciana.
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Editado: 13.06.2024