Muerte en el quirófano

PACIENTE 7

Se le hacía difícil respirar por las correas que ejercían presión sobre su tórax e intentar mantenerse despierto cuando sentía la consciencia golpeada por la enorme cantidad de drogas que precedían al sueño, por lo general lleno de extrañas imágenes que la intoxicación le imponía.

Ya conocía los horarios en los que la puerta se abría. Después de que perdió la noción del tiempo se había decidido contar los segundos, minutos y horas entre la aparición de uno y otro gorila, y descubrió complacido de que seguían un patrón con el que fiarse para llevar al menos la cuenta de los días de blanca prisión; sin embargo, en ocasiones los sedantes eran tan potentes que se perdía alguna de las rondas y volvía a quedar desorientado hasta que la bandeja con la insípida comida le ayudaba a reacomodar sus horarios.

En su sala solo estaba él. La camilla centrada en la habitación y la luz que rebotaba en las paredes y le hacía molestar los ojos.

A momentos agradecía que le indujeran el sueño, pues permanecer despierto sin poder girar la cabeza era un tormento peor: obligado a fijar la atención en un único punto en el que jamás pasaba algo, con un tic-tac interno que estaba a punto de volverle loco.

Blanco. Todo era blanco.

Hasta él había palidecido por la pobre comida, la falta de sol y algunas extracciones de sangre para «estudios», según las órdenes de Haines.

¡Si lo tuviera en frente!

Había jugado demasiado sucio, y él se dejó engañar por un segundo de la elegante caligrafía, los pesados libros y la maldita de su tía.

Luciana a veces venía a visitarlo. Se quedaba de pie apenas a un metro de la puerta, como si buscara refugio en la cercana salida en caso, solo en caso, de que fuera necesario.

Tomó esas medidas de precaución desde la última ocasión en que tuvo contacto con él, cuando le gruñó apenas alargó la mano para desenredarle el opaco cabello. Lo tenía marcado con letras que hervían en su memoria, ciento veintiún días distaban de aquel suceso y pronto pasaría medio año desde que Rosario le hubiera regalado el tierno pollito con el que compartió unas escasas, pero felices horas. 

Había pedido, incluso llorado —al principio lo fingió, pero después de un tiempo algunas de las lágrimas eran más reales que el resto— para que lo dejaran salir. Rebuscó cualquier excusa con tal de escapar: que le dolía el pecho, que sentía que el corazón estaba a punto de salir corriendo, que no podía respirar, que algo lo veía desde el techo; que tenía miedo, que tenía sed, hambre, que extrañaba a Rosario.

Luego fueron las amenazas, en las que no había ninguna mentira. La voz de su cabeza le advertía que ella disfrutaba de que se volviera diminuto frente a ella, y aunque había momentos en los que parecía a punto de ceder, volvía la dureza a sus facciones y volteaba la mirada a un punto lejano, sin importar que «cuando durmiera, no olvidara asegurar las ventanas y puertas».

¿Qué había hecho de malo? ¿Por qué lo encerraba? Ella no sabía nada, ¡nada!, pero ahí estaba. Hasta antes de enterrarle los dientes en la mano no había mostrado señales de temor o desconfianza, entonces la razón era otra.

Ya no se le ocurría nada más que preguntar sin esperanzas cuándo sería el día que le dieran de alta, sin embargo, siempre sostenía que era por su bien y de inmediato, Serge se cuestionaba si se refería a sí misma o a él.

Por su bien.

Incluso pudo repetirlo al punto de creérselo.

Por su bien.

¿De qué bien hablaba alguien que lo había desechado cuando era un niño?

No le había causado ningún problema mientras estuvo con Rosario, ¿por qué ahora?

Estaba harto de las agujas y de perder los días atrapado sin un verdadero motivo. Cada vez que volvían a inyectarle significaban horas perdidas, atrapado en la jaula que Haines había preparado para él.

Al inicio de su encierro creyó que se merecía «la Caja». Luego de que los gorilas lo separaran de su tía, lo habían llevado a una celda más agradable en la que compartía con otros tres: dos hombres que rondaban los veinticinco años y una chica más o menos de su edad con la que de vez en cuando intercambiaba unas palabras si los otros se aburrían de él.

Había descubierto que se llamaba Soledad, ¡y vaya que le quedaba el nombre de maravilla! Incluso él, que disfrutaba de estar alejado de sus antiguos «hermanos» en el hogar, jamás pensó que pudiera conocer una auténtica ermitaña. Pero era más que un simple deseo de conservar la voz para sí: casi que podría afirmar que le huía a la gente, presa de un extraño temor que solo conocían bien las oscuras bolsas bajo sus ojos y el permanente temblor del labio que se volvía más intenso cuando la engullían sus pensamientos. Por largas horas se desconectaba del mundo y cuando el cable que la sujetaba tiraba de ella, regresaba siempre con lágrimas en los ojos que no cesaban sino hasta entrada la madrugada, cuando se detenían los notorios espasmos a pesar de cubrirse con las sábanas de las camillas.

La única vez que logró vislumbrar su piel desnuda luego del baño de las enfermeras, se sorprendió con el hallazgo de largas cicatrices alrededor de los brazos y los muslos.

Observarla era exquisito, tenía que admitirlo, a fin de cuentas, se trataba de su único medio de entretenimiento.




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