Muerte en el quirófano

PACIENTE 18

 

—¿Serge? 

Las palabras de quien lo llamaba se escuchaban como si se encontraran bajo el agua y apenas lograba imaginar el movimiento de los labios sobre el pálido rostro de Anna Conti al toparse con una puerta abierta y la casa en total oscuridad.

Se preguntó si había alcanzado a escuchar los gritos o a sí mismo amenazar a Fátima. Deseó que no fuera el caso. La dulce Anna Conti era demasiado buena y su alegría por el regreso de Fátima le sabía genuino como para soportar el atroz panorama de su muerte.

Tiró el cuchillo al suelo. El metal repiqueteó un par de veces hasta que se detuvo.

Con el silencio percibía un extraño zumbido dentro de los oídos que amenazaba con volverlo loco, por suerte solo audible para él.

Conocía esa extraña sensación aunque distaba de los duros días del psiquiátrico; sin embargo, otra vez temía estar a punto de perder la cabeza.

—¡Serge!

Escuchaba a Anna Conti cercana. Seguro habría ido a su habitación, temerosa de… ¿qué? ¿Qué hubieran sido víctimas de algún ladrón? ¿Que el culpable de la desaparición de Fátima volviera tras ella, arrepentido por algún motivo?

Tal vez no se alejaba mucho de la realidad.

Miró sus manos empapadas de la sangre de Fátima Costa, la mujer que lo había cuidado hasta después de la muerte de sus padres y los dedos le temblaron, luego el estremecimiento subió a sus brazos, los hombros y notó el fastidioso cosquilleo trepársele por el cuello hasta las mejillas.

Protegido por las sombras se arrastró hasta el teléfono de Fátima. La llamada había sido terminada y tal vez ese tal Mauro ahora estaba de camino.

Mierda.

Mierda.

Dentro de poco estaría atrapado, sin escapatoria y si ese hombre venía preparado, muerto. ¡Podía escabullirse de Anna y la pobre jamás sospecharía!, pero Mauro era otra historia distinta por completo.

Dio un nuevo vistazo a Fátima, escondida por el oscuro manto de la noche, pero solo si se le veía superficialmente. No era una opción acabar como ella: no estaba listo para unirse a su madre ni a Rosario. Todavía tenía pendientes entre los vivos.

En algún momento del forcejeo la puerta se había cerrado casi en su totalidad. Serge se estiró y tomó con cuidado de no hacer ruido, el arma que yacía cerca del cadáver; no pudo evitar un suspiro de alivio.

Al menos ya se encontraba en ventaja si… ¿Sería capaz? Si Anna decidía abrir la puerta y adentrarse en la habitación bastaría un par de pasos para que se tropezara con el cuerpo. Entonces, ¿qué? Solo estaba él en la escena del crimen. Con un largo cuchillo de cocina en el regazo y la pistola en las manos.

Deseó que Anna se marchara, que el ruido de la calle terminara por asustarla como un pequeño pajarito y corriera hasta la seguridad de su casa. De verdad le agradaba su compañía y ella jamás le perdonaría lo que había hecho.

Sus preocupaciones aumentaron con el paso de los minutos. Se quedaba sin tiempo.

Cuando se asomó una vez más en la rendija que daba al pasillo, vio la silueta de las piernas de Anna. Se dirigía a la cocina y no supo qué la atrajo hasta que le caló el aroma de algo que se quemaba.

Ese era el instante que había esperado.

Trastabilló y a tientas se metió en los bolsillos del pantalón del uniforme el teléfono de Fátima, algo del escaso dinero que le quedaba y ambas armas cuyas huellas estaban por todas partes.

No habrían pasado más de quince o si tenía suerte, diez minutos desde que irrumpió en la recámara contra su antigua nana. A lo mejor una de sus madres lo cuidaba desde muerte, porque ese hombre debía de vivir lo suficientemente lejos como para que decidieran mantener contacto por teléfono en vez que encontrarse en persona para cambiar información.

Se las arregló para envolver el cuchillo en una blusa para evitar cortarse con él. Palmeó los bolsillos. No necesitaba más y de todas formas, no quería dar cabida a que su situación desmejorara.

Ahora debía huir.

Dio un nuevo vistazo. Libre, pero no por mucho. Anna no tardaría en regresar y peor aún en tal vez, registrar las habitaciones. Casi tuvo el impulso de salir ante la urgencia de su llamado y decirle y asegurarle que estaba bien. Que él lo estaba.

Se escabulló a través de la puerta que daba al exterior y apenas pudo ocultarse entre los hierbajos que crecían altos a lado y lado de la escalera antes de que Anna rasgara la tranquila noche con un grito que enfrió la sangre de Serge.

Ahí la vio.

El pecho se le expandía con violencia y sus ojos eran presa de un pánico distinguible incluso en la penumbra. Cuando pasó apenas a una palma de distancia alcanzó a aspirar el suave perfume floral de la mañana; tan solo un respiro y cinco segundos después, la menuda figura de Anna se fundió con el paisaje para luego desaparecer.

—Adiós para siempre, Anna.

Y se permitió un minuto entero para poder apropiarse del último recuerdo de lo único bueno que había encontrado desde hacía años y después, él mismo se convirtió en una sombra más entre la maleza ocho minutos antes de que el cuerpo inerte de Fátima fuera descubierto por segunda vez.




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