Muerte en el quirófano

PACIENTE 19

Aguantó la respiración mientras veía la sangre que fluía empaparle el delicado vestido.

¿Así había acabado todo?

¿Ya estaba, tan simple como eso?

El fuego que tuvo por tanto tiempo dentro de su pecho acababa de enfriarse de repente para arder de nuevo, de una manera distinta.

¿Eso era todo?

Padeció horrores… ¿para que todo acabara tan rápido? De camino había pensado en cuánto tenía por decirle, ¡en todo lo que le haría hasta sentirse satisfecho, con la deuda saldada!

Se sentía ridículo ahora con Luciana inmóvil junto a él. Los senos subían y bajaban con dificultad a medida que la respiración fallaba y se detenía.

Al poco tiempo dejó de luchar contra los brazos de la muerte y en su rostro quedó la sombra de una triste mueca que a Serge se le hacía una mezcla de dolor y burla.

Bajó la mirada hacia sus manos, temblorosas. Del brazo con que sujetaba el arma, un punzante dolor en el hombro le hizo apretar los dientes hasta que temió que se partieran. Sintió el malestar poco después de disparar, pero apenas recobraba la claridad de lo que había hecho y con él, el subidón de adrenalina comenzaba a disiparse.

¿Eso era todo?

No, no podía serlo. De lo contrario…, ¿qué le quedaba a él? ¿Qué tenía?

No podía volver a casa de Fátima y Anna Conti no era opción; se preguntó si sería capaz ella de traicionarlo también, pero prefería no correr riesgos, menos con ese tal Mauro que seguro estaría rondando por ahí, al acecho.

Tampoco lo era su legítima casa por más que su padre hubiera deseado verlo crecer allí.

¿Qué pensaría el buen doctor, Carlo Cavalli, si estuviera presente? Deseó al menos contar con él.

Se arrodilló junto al cuerpo de Luciana y el recuerdo de Rosario llegó inevitable a su cabeza.

De pronto, la semilla de una idea creció hasta inquietarlo: a pesar de la grata sorpresa de que el arma tuviera un silenciador incluido, de seguro cortesía de Mauro, pronto descubrirían el rastro de muerte que había dejado a su paso.

Darían con Fátima primero, puesto que tenía un testigo de sus últimos momentos. Ya debía de estar la pequeña propiedad acordonada para mantener alejados a los curiosos. Estaría Mauro entre los oficiales y diría «sé quién lo hizo, se llama Serge».

Pero para su fortuna, jamás se habían visto.

Puede que contara con un detallado retrato con que Fátima le hubiera provisto en alguna de sus llamadas, pues en lo que a él respectaba, no tenía una sola fotografía suya que no tuviera más de cinco años de antigüedad.

Sin embargo, no podía tranquilizarse.

La idea de sentirse presa de otro la ponía incómodo.

Tenía que hacer algo con él.  

Quizá encontraran el cadáver de Luciana al amanecer, cuando esa vecina se percatara de que había olvidado sus pertenencias o llegaran los miembros de su círculo cercano para disfrutar de la merienda que Luciana disponía para ellos.

Serge rio para sus adentros. Claro, como si fuera tan generosa y obsequiara su dinero para llenar los estómagos de otros semejantes a ella.

—¿Verdad, Luciana? No tienes a nadie.

A nadie, salvo quizá, Marcos.

¿Se habría divorciado de él al final o aquello fue nada más el señuelo con que mantuvo a Haines de su parte hasta que le fue útil?

¿Y Haines? ¿Seguiría en contacto con él?

Cayó en cuenta entonces de que Marcos podría estar en el piso de arriba. Si así fuera, en definitiva lo habría escuchado y estaría ahora con la mano metida bajo el colchón dónde guardaría el viejo revólver que comprara a petición de Luciana, solo por si acaso.

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando cantó el viejo cucú del salón. Eran las nueve. ¿Cuánto tiempo pasó desde que disparó? No se había encendido ni siquiera una luz. Nadie que gritara «¡eh!, la policía viene en camino».

Se puso de cuclillas y se acercó a la puerta para reclamar su cuchillo. Se sentía más seguro con él que dejárselo al primero que tuviera las agallas de acercarse.

Luciana llevaba alrededor de quince minutos muerta y él recorría la casa entera en búsqueda de Marcos, alzando los pies con cuidado cuando se acercaba al cadáver para evitar pisar el pequeño charco de sangre que se le asentaba por debajo de los hombros.

Registró por detrás de los muebles y revisó alrededor del mesón de la cocina. Los baños también se encontraban vacíos y ni una sola sombra se escurría por las escaleras. Solo escuchaba el suave susurro del viento que soplaba fresco a través de la puerta. La mirada se dirigió al segundo piso.

Tuvo especial cuidado al apoyar el pie con cada paso: recordaba que en uno que otro escalón la baldosa se deslizaba y su madre siempre le reñía para que fuera precavido y evitara un accidente.

Lo recibió la habitación que solía ocupar su hermano durante los pocos meses que los acompañó: la luz que entraba del exterior le mostró que la infantil recámara en la que Renata se esforzó tanto se había convertido en un soso salón cuyos grises cuadros de lujoso marco ocupaban casi toda una pared, y Serge creyó que la proporción de la decoración a comparación del diminuto escritorio en el que apenas cabía un manojo de papeles con unos cuantos libros.




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