Muerte en el quirófano

PACIENTE 22

La puerta volvió a abrirse.

Esta vez había pasado más de diez días desde que Serge vio un rostro conocido, a pesar de que se tratara de Haines.

El Dr. Hoffmann traía una vieja carpeta café que apenas sostenía los papeles en su lugar con la delgada cuerda que le daba varias vueltas alrededor. Para sorpresa de Serge, los usuales escoltas no se encontraban a la vista; sin embargo, era consciente de que siempre llegaban a él como una sombra. Junto a la puerta, ahí debían de estar, a la espera de las órdenes del médico.

Arrastró la silla de ruedas hasta la mesita que unos días atrás habían instalado y puso ambos pies en el suelo. Al contrario de lo que supuso cuando lo vio al regresar al hospital psiquiátrico, Haines todavía podía dar unos cuantos pasos, y caminar otro tanto si tenía apoyo; y aunque se tambaleaba y parecía estar a punto de caer, la dureza de su mirada le aseguraba, por si se atrevía a olvidarlo, que no era un hombre indefenso.

Eso lo tenía bien claro.

—No has probado el desayuno, Serge.

Serge siguió los pasos de Haines. Con cada visita notó que en cuanto ponía un pie al interior de su pequeña celda, se esforzaba por evitar el uso de la silla de ruedas.

Él también procuraba no mostrar debilidad.

—Hoy amanecí sin hambre.

Cuando tomó asiento en el destartalado sillón que decoraba su habitación, le hizo un gesto a Serge para que se pusiera cómodo.

—Muy bien, muchacho, como quieras —respondió, sin darle mayor importancia—, pásame entonces el agua, esto tomará tiempo.

Serge dejó salir el aire y le pasó un vaso con agua de la que había probado tan solo un sorbo.

»¿Te sientes enfermo? ¿Por qué la falta de apetito?

Se encogió de hombros en respuesta.

»Bien. —Tomó un largo trago y suspiró mientras pasaba los dedos por las hojas, agrupadas con largos ganchos, y hojeaba el contenido de la carpeta—. Aquí. Ten.

Cogió un paquete de hojas amarillentas, cuyo texto estaba escrito a mano. Para su sorpresa, reconoció de inmediato los trazos de su madre: si bien las líneas parecían temblar y la tinta se corría más allá de los renglones, era ella.

Los ojos le ardieron un segundo antes de que la garganta se le cerrara y notó que por poco sus labios le traicionaban, y enterró las uñas en su carne y en silencio, llenó los pulmones de aire y enarcó ambas cejas.

—Es de Renata.

—¿Renata? —Haines sonrió—. Puedes llamarla mamá.

Serge volvió a encogerse de hombros.

—Está bien, apenas la recuerdo.

Haines le observó por encima de las gafas un instante mientras los dedos pasaban ágiles entre los demás folios.

—Interesante. Ahora, por favor, revisa el material que te entregué. Hay información muy distinta, pero sí, tienes razón, todo ese paquete pertenece a la señora Renata Cavalli.

—Ya.

Serge bostezó.

Necesitaba apagar el incendio que se extendía dentro de su cuerpo.

—¿No te interesa saber por qué tengo esas hojas? Por favor, lee la que está marcada —indicó con un gesto una esquina señalada con rojo—, esa. Léela para mí.

Serge simuló una apretada sonrisa y dio un rápido vistazo a las primeras líneas de lo que era en apariencia una carta muy antigua. La fecha indicaba que era de unos siete meses antes de su muerte.

—Estimado Haines. —Alzó ambas cejas—. Cada noche tengo la misma pesadilla. Sé perfectamente que no son reales, como hemos tratado en estas últimas semanas, pero no dejo de pensar en ellas. Me atormentan día tras día y me vuelven demasiado torpe. He tratado de ocultarlo de mi querido esposo porque no quiero preocuparlo con mis tontas fantasías, y aunque intente con tanto esmero ser la feliz esposa y madre que él y mi hijo adoran, siempre miro por encima del hombro cuando camino a su lado. Siento que algo me sigue, una oscura presencia, como un fantasma. Sé que se trata de algo malo y tengo tanto, tanto miedo, en especial cuando estoy con mi pequeño Serge. Me aterra pensar que no seré capaz de cuidarlo y algo le haga daño. Tengo problemas para dormir y comer. No me gustan las visitas…

Serge alzó la cabeza y tiró las hojas en su regazo.

»¿Y? Mamá no está loca, si es lo que piensa. Nunca me hizo daño. ¡¿Por qué hablaba con usted en primer lugar?! —Cuando se dio cuenta, estaba de pie frente a Haines con las uñas enterradas en las palmas de las manos y con los dientes doliéndole por la fuerza con que apretaba la mandíbula.

Haines se quitó las gafas con dedos temblorosos y limpió el cristal, sucio por diminutas gotas de saliva; recogió un folio que había caído al suelo y suspiró mientras ordenaba por quinta vez los documentos.

Volvió a hurgar entre la carpeta y sacó otro paquete que le tendió a Serge.

—Mira, niño.

Serge le sostuvo la mirada un buen tiempo hasta que tomó de mala gana los papeles.

Era una carta como la anterior, de apenas unas semanas de diferencia de su fallecimiento. Le acompañaban varias copias de exámenes y anotaciones que supuso, se trataban del mismo Haines.




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