Muerte en el quirófano

PACIENTE 29

Parecía que Haines llevaba una eternidad esperando su visita, pues cuando se puso frente a él, con ambas manos en su campo de visión para desviarle la mirada de los papeles en los que estaba sumergido, no pudo esconder la mueca que precedió al largo suspiro.

—Buen día, Serge —dijo mientras se sacaba las gafas y limpiaba el cristal—. Así que… hoy es el día.

Serge asintió sin decir una sola palabra.

A partir de ese momento, confiaba en la buena voluntad de su carcelero, maestro y cuidador de los últimos años.

El silencio se prolongó y Serge temió que Haines riera al final y revelara que la policía venía en camino. Se mordió la lengua y bajó la cabeza para evitar hablar primero, debía escuchar lo que él tuviera por decir.

En cambio, en vez de la burla en su voz, Haines acortó la distancia y le apretó entre sus brazos.

—Feliz cumpleaños, muchacho. Te has vuelto ya todo un hombre —y luego añadió la frase que había dicho por lo menos una vez a la semana en el último año, pero aun así no pudo guardar las lágrimas y su rostro se empapó por ellas—. Tu padre estaría orgulloso.

Sin pensárselo, le regresó el gesto y estrechó el flaco cuerpo de Haines.

—No lo hubiera hecho sin ti, gracias.

La tos de Haines, más frecuente que antes, los interrumpió. Secó la saliva con el pañuelo que cargaba en su bolsillo y le dio la espalda para tender la bata en el perchero a su lado. Hacía poco había dejado la silla de ruedas por un elegante bastón que le restauraba la apariencia de manera significativa.

—Te tengo un regalo.

Aquello llamó la atención de Serge. A pesar de no ser el primer cumpleaños que pasaba con Haines, era el primero en el que tenía algo para él.

Giró el pomo de la puerta y le hizo una señal para que lo siguiera.

»Vamos a dar un paseo.

Serge dudó un momento. ¿Paseo?

¿Afuera?

Dio un paso hacia atrás. Se había mentalizado durante semanas a la idea de él en el exterior; sin embargo, la inmediatez con la que Haines lo proponía se salía de sus planes.

Pero no iba a parecer un cobarde en su decimoctavo cumpleaños. Carraspeó la garganta y se ajustó el cuello de la camisa blanca, abotonada por completo. Tomó aire y como si le hubiera dicho que era hora de la cena, esbozó una sonrisa.

—Claro, ¿por qué no?

Había visto la luz del sol.

Claro, un centenar de veces.

Al fin y al cabo, había estado bajo ella cuando quiso la mayor parte de su vida y no significaba demasiado.

Pero notó la calidez en su cuerpo como si acabara de descubrir su existencia, a pesar de que ya había acabado el verano meses atrás. Pasó los dedos con cuidado sobre cada centímetro de piel que era tocado por los rayos, casi temeroso de que volviera a escapársele.

Apretó los labios y cerró los ojos con fuerza. ¡Qué diferencia, en comparación con la dureza del interior del hospital, siempre frío por el peso de las miserables historias de sus huéspedes.

Haines le daba su espacio y permanecía a varios metros de distancia, sentado en una de las bancas que habían instalado hacía poco en la entrada del hospital.

Sabía que lo necesitaba.

No se había dado cuenta de cuánto lo necesitaba.

El inmenso deseo de salir corriendo de un lado a otro, aspirar el olor de las hojas secas, la madera, la humedad de la tierra. ¡¿Por qué no había notado todo aquello cuando era libre?!

Giró hacia Haines, y este le sonrió una vez más. Serge interpretó aquello como la señal de que quitaba de él las cadenas que ambos habían puesto en el otro por sus pecados y tuvo la certeza de que permanecería de su lado. No tenía motivo para desconfiar del viejo hombre tras el escritorio.

Ensimismado por tantas sensaciones renovadas que se mezclaban unas con otras, volvió sobre sus pasos y se sentó al lado de Haines, que ya había limpiado el asiento de las hojas secas que cayeron en la noche.

—Es el mejor regalo que he recibido en años, Haines.

Sus palabras hicieron eco en su mente.

¿Cuándo fue la última vez que alguien había tenido un gesto como aquel? Trató de hacer memoria hasta que la cabeza le palpitó. Más allá del pequeño pollito que le dio Rosario, no recordaba demasiado e hizo un esfuerzo por evadir la densa niebla que amenazó por opacar el sol de otoño.

—Este no es precisamente el regalo, Serge. —Haines le sacó de sus pensamientos. Quizá notó la desazón en su rostro, porque de inmediato comenzó a meter las manos dentro de su abrigo. Sacó un sobre de sello de cera azul con un grabado en oro por encima. Cuando habló, apenas tuvo aire para terminar—. Es tuyo, sorpresa.

Lo tomó con ambas manos, con cuidado de no arrugarlo por accidente. Miró a Haines boquiabierto, y este le instó con un gesto a que lo abriera, antes de que la tos le hiciera girar la cabeza.

Era un envoltorio sencillo y habría pasado desapercibido, si no fuera por el elegante diseño del Bastón de Asclepio de la que no podía quitar los ojos de encima.




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