Serge entró en el cuartito que le pertenecía a la jefe Bere varios minutos después de que la última de las enfermeras saliera; Milena, al igual que ellas, ya debía de encontrarse camino a casa: él mismo le había pedido un taxi y vigilado que entrara en él luego de darle claras instrucciones al conductor de enviarla a la dirección registrada en sus documentos.
Bere aguardaba en su cómoda silla giratoria. A su lado tenía los archivos de los pacientes que tenía a su cargo; revisaba las solicitudes pendientes cuando el seco golpe de la puerta al cerrar le indicó que Serge estaba dentro.
—¿Hay necesidad de cerrar la puerta? Hace un calor infernal.
—Sí, jefe.
La enfermera echó mano de una botellita con agua hasta la mitad que yacía junto a las carpetas y bebió hasta el fondo. Reclinó la silla hacia atrás y le dio vía libre a Serge para le contara aquello por lo que había pedido reunirse con ella. Le notaba ansioso. Se frotaba los pulgares y se estiraba la corbata como si le incomodara para respirar. Sin embargo; Serge desvió la mirada al folio de Fabito que tenía bajo el brazo y apoyó la espalda en la pared
—¿Cree posible una reubicación…?
—¿Para Fabito?
Serge movió la cabeza a los lados.
—Para mí.
La jefe Bere se irguió y cruzó las manos frente a ella.
—¿Por qué, doctor? —Quiso decir «la paga no es mucha, pero se puede vivir bien». Apenas llevaba un par de meses, si no es que menos, y necesitaría de una lista de contactos si quería trasladarse a otro hospital—. ¿Para dónde?
—Lejos de Italia.
—¡Lejos…! —ahogó un grito. «¿Por qué de repente?»— Su padre no era… ¿conocido? Me suena el apellido. Debe tener amigos influyentes.
Serge apretó los dientes. Una vena se brotó en su frente. ¡Ahí! ¡Ahí, otra vez!; cuando se dio cuenta ya tenía los puños apretados y a la jefe con un gesto de sorpresa. Se obligó volver a la calma, no podía permitirse perder los cabos así. Ya no era así. Por eso necesitaba marcharse, lo había pensado lo suficiente: era la única salida para dejar a un lado su pasado y sus pecados.
Estaba decidido, salvo por una cosa: Anna.
—Intenté llamar esta mañana a unos cuantos, pero ninguno respondió —mintió—. Me preguntaba si usted sabía de alguien.
—¿Yo? —La jefe aguantó la risa—. ¿Qué hay de sus excompañeros?
Volvió a negarse. No podía correr el riesgo de que se acordaran de él, por si el caso de Lorena seguía abierto.
—No sé cómo contactarlos.
—¿No se llevaba bien con ellos? Ningún amigo… ¿o novia? Aunque es cierto que no lo he visto con nadie…
Serge tensó los músculos bajo la bata al percatarse del leve movimiento de Bere al alzar una ceja. ¿Le creía? ¿Sabía que mentía? Era momento de cambiar el hilo de la conversación o su inocente curiosidad la haría escarbar donde no debía. Se acercó a ella y leyó la hoja tendida sobre la mesa.
—¿Siempre quiso ser enfermera?
Bere alzó la mirada un momento: Serge le observaba desde arriba y un diminuto escalofrío le erizó los brazos cuando se percató de la sonrisa, casi imperceptible. Tragó saliva con dificultad y tuvo la impresión de verse atrapada.
—Sí. —Titubeó al responder y centró la atención en el pomo de la puerta. El cerrojo estaba puesto y quitarlo le costaría un segundo o dos. Sacudió la cabeza. ¿Por qué pensaba en cosas sin sentido? Relajó los hombros y bebió otro sorbo de agua.
—Se nota que ama su trabajo. Dígame, ¿tiene familia?
—¿A qué viene la pregunta, doctor? —Serge volteó hacia ella y Bere se apresuró a añadir—: Disculpe si sueno grosera, es solo que nunca se había interesado en saber nada de nadie.
—Ah, ¿es así? Jefe, no diga esas cosas. Me hace ver como alguien… extraño.
La mirada de Bere se deslizó de nuevo hacia la salida. El corazón empezaba a martillearle y podía escuchar cada latido con claridad.
»¿Tiene prisa? —Serge estaba a pocos centímetros. Una sonrisa se formó lenta, forzada en su rostro.
Pum, pum.
Se arrellanó en el asiento y tamborileó con los dedos el escritorio de madera.
—Anoche doblé turno. Mi esposo debe estar preocupado porque no lo llamé en el almuerzo.
Serge se retiró.
—¿Hace mucho que se casó? No sabía que tuviera marido.
—Tres años. Tuvimos a nuestra niña el año pasado.
—Me imagino que se muere por verla.
Al escucharlo, Bere soltó una breve risita. ¡Vaya elección de palabras! Ocultó el tic nervioso de su párpado simulando que se frotaba los ojos y aprovechó para bostezar.
—Claro, doctor.
Estuvo a punto de preguntarle si tenía familia, pero el haber mencionado a sus amistades hizo que el ambiente de la salita se pusiera tenso, lo había notado. Algo en todo aquello no le terminaba de encajar y quería corresponder a su intuición. Necesitaba marcharse pronto.
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Editado: 13.06.2024