Lily.
Veo la expresión de ese hombre. Un reflejo de la de mi hermana.
Pero no de la mía. Nunca de la mía.
La ira ya está aquí. El odio, más pesado que de costumbre. Más destructor. Me ahoga con fuerza, como si viera las olas gigantes viniendo en mi dirección más y más cerca, y no pudiera hacer nada para quitarme del camino. Como si no quisiera hacer nada más que recibir el impacto.
Él no puede hablar, abre la boca, pero nada sale de ella.
María se suelta de su mano y corre hasta estamparse contra mis piernas, abrazándome como lo hizo la última vez que nos vimos.
Pero no puedo moverme. No puedo devolverle el gesto.
Ahora su toque me duele. La simple vista de ella. De ellos.
Mi padre puede leerlo en mis ojos.
―María ―su voz es apenas audible―. Ven aquí, hija.
Y es esa palabra, pequeña e inofensiva, la que hace que Nicole se rompa en mil pedazos. Los sonidos que salen de ella, un llanto completamente descontrolado que me hace darme cuenta de que nunca había conocido una dimensión real del odio que puedo guardar dentro de mí.
Creí que lo sabía.
Pero eso no es nada en comparación con lo que siento ahora.
María lo escucha, alejándose de mí y de Nicole.
―Lo siento ―nuestro padre murmura.
Lo siento.
Como si esas palabras hicieran que todo se arreglara. Como si solo con eso pudiera olvidar el dolor y terror con los que hemos vivido durante tanto tiempo.
Mi sonrisa es cínica cuando hablo.
―Vete al demonio ―digo, dejando que la crueldad en mi interior salga un poco―. Vete al maldito demonio.
Parece que le he dado un puñetazo en la cara.
―Lo siento ―repite.
Benjamín interviene antes de que yo pueda abrir la boca―. ¿Qué está pasando? ―pregunta. Un niño listo.
El hombre a su lado no responde, y ciertamente yo tampoco estoy inclinada a hacerlo.
―¿Por qué? ―Nicole rompe el terrible ambiente en el que nos hemos asentado.
Mi hermana llora mientras habla, sin importarle que la gente a nuestro alrededor se nos queda viendo como si fuéramos una especie de acto. Un mero entretenimiento.
―¿Por qué? ―vuelve a preguntar.
Nuestro padre niega con la cabeza, como si las palabras fueran algo imposible para él.
Me enfurezco, porque al menos nos debe esto. Le debe esto a Nicole.
―Respóndele ―me encuentro exigiendo.
Él no hace tal cosa.
―Por favor ―él susurra, y las lágrimas ya están en sus mejillas―. Lo siento.
No es suficiente.
―Los elegiste ―digo, y sé muy bien lo que estoy haciendo―. Ahora vive con ello.
Alcanzo a Nicole, y ella se aferra a mí tan fuerte que me duele. Dejo que él vea eso también. Que se dé cuenta de lo que hizo. No necesita que complete la oración. En sus ojos, veo que ya lo ha hecho.
Elegiste a unos niños que no son nada tuyo, en lugar de las que son todo de ti.
Los elegiste por encima de nosotras.
***
No soporto ver a mi hermana de este modo. Acurrucada, como un cachorro herido y pateado en la calle.
Mi corazón se rompe cada vez que ella se sacude, luchando por controlar sus sollozos. Me siento una inútil cuando no puedo hacer otra cosa más que sostenerla, acunarla y tratar de calentar el frío en su corazón.
Ni siquiera me importa estar aquí, en esta casa que es ajena a mí. No me importó toparme con Helen y lidiar con su insistente preocupación.
―¿Quieres que llame a Fernando? ―le pregunto, bajito, para no sobresaltarla―. ¿A Mauro?
Nicole solo niega con su cabeza, sin que las lágrimas le dejen hablar.
―Dime que hacer ―le pido, sintiendo la horrible desesperación que conozco tan bien treparme por la espalda―. Por favor, Nic.
Pero ella solo sigue llorando.
***
Por fin, Nicole se ha quedado dormida. Pero incluso en sus sueños, su expresión es de una profunda tristeza.
Salgo de su habitación, en silencio. No me sorprendo de encontrar a Helen recargada en la pared, tan solo esperando.