My sad life

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Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos  
testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un  
mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos  
tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste,  
antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la  
capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo  
tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su  
invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la  
guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se  
lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba  
convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos  
mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una  
apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera  
servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de  
lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara  
sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció  
noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una  
insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo  
experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió  
navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres  
espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito  
de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se  
partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama  
y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida  
por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en  
voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin,  
un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento.  
Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se  
sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el  
encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.  
-La tierra es redonda como una naranja.  
Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo -gritó-. Pero no trates de  
inculcar a los niños tus ideas de gitano.» José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar  
por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el  
suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías  
que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida  
navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio  
Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en  
público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido  
una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y  
como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia  
terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.  
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros  
viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendia. Pero mientras éste conservaba su  
fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano  
parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras  
enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó  
a José Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas  
partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de  
cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en  
Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón,  
a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el  
estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un  
hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro  
lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y  
un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa  
sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo



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En el texto hay: soledad y sobre la vida misma

Editado: 26.04.2021

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