My sad life

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Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de  
viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía  
mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que  
reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquél era el principio de  
una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía  
entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella  
tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su pro- 
funda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus  
sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir  
aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en  
cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en  
que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.  
-Es el olor del demonio -dijo ella.  
-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades  
sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.  
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero  
Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para  
siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.  
El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y  
coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y  
angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según  
las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas  
cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las  
fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los  
procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación  
de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio  
Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus  
monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogile. Úrsula  
cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José  
Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre,  
oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino  
hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro  
magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales  
planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en  
manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un  
chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.  
Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero  
la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo  
un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba  
la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a  
la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado,  
con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto,  
sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba  
terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando  
Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por  
un instante un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años  
anteriores y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud  
restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades  
habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano  
le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y  
prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia;  
sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día  
dando vueltas por la casa. «En el mundo están ocurriendo cosas increíbles -le decía a Úrsula-. Ahí  
mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos  
viviendo como los burros.» Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se  
asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.



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En el texto hay: soledad y sobre la vida misma

Editado: 26.04.2021

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