My sad life

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Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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inicial, y experimentó más miedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él  
estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no seria capaz de ir. Pero esa noche, en la  
cama ardiente, comprendió que tenía que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se vistió a tientas,  
oyendo en la oscuridad la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su padre en el  
cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos, el bombo de su  
corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no había advertido hasta entonces, y salió a la  
calle dormido. Deseaba de todo corazón que la puerta estuviera atrancada, y no simplemente  
ajustada, como ella le había prometido. Pero estaba abierta. La empujó con la punta de los dedos  
y los goznes soltaron un quejido lúgubre y articulado que tuvo una resonancia helada en sus  
entrañas. Desde el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer ruido, sintió el  
olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos de la mujer colgaban las hamacas en  
posiciones que él ignoraba y que no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba  
atravesarla a tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal modo que no fuera  
a equivocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de las hamacas, que estaban más  
bajas de lo que él había supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvió en el  
sueño y dijo con una especie de desilusión: «Era miércoles.» Cuando empujó la puerta del  
dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad absoluta,  
comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente desorientado. En la  
estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez  
no lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda la casa, tan  
engañoso y al mismo tiempo tan definido como había estado siempre en su pellejo. Permaneció  
inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de  
desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le  
tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se  
confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin  
formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al  
derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no  
olía más a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se  
encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que  
desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado  
que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde es- 
taban los pies v dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no  
podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia  
atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y  
aquella soledad espantosa.  
Se llamaba Pilar Ternera. Había formado parte del éxodo que culminó con la fundación de  
Macondo, arrastrada por su familia para separarla del hombre que la violó a los catorce años y  
siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca se decidió a hacer pública la situación  
porque era un hombre ajeno. Le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más tarde,  
cuando arreglara sus asuntos, y ella se había cansado de esperarlo identificándolo siempre con  
los hombres altos y bajos, rubios y morenos, que las barajas le prometían por los caminos de la  
tierra y los caminos del mar, para dentro de tres días, tres meses o tres años. Había perdido en la  
espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba  
intacta la locura del corazón, Trastornado por aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó su  
rastro todas las noches a través del laberinto del cuarto. En cierta ocasión encontró la puerta  
atrancada, y tocó varias veces, sabiendo que si había tenido el arresto de tocar la primera vez  
tenía que tocar hasta la última, y al cabo de una espera interminable ella le abrió la puerta.  
Durante el día, derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche  
anterior. Pero cuando ella entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía que  
hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa explosiva  
espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar  
hacia dentro y a controlar los golpes del corazón, y le había permitido entender por qué los  
hombres le tienen miedo a la muerte. Estaba tan ensimismado que ni siquiera comprendió la  
alegría de todos cuando su padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían  
logrado vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula.  
En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo habían conseguido. Úrsula estaba  
feliz, y hasta dio gracias a Dios por la invención de la alquimia, mientras la gente de la aldea se

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apretujaba en el laboratorio, y les servían dulce de guayaba con galletitas para celebrar el  
prodigio, y José Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado, como si acabara de  
inventarío. De tanto mostrarlo, terminó frente a su hijo mayor, que en los últimos tiempos  
apenas se asomaba por el laboratorio. Puso frente a sus ojos el mazacote seco y amarillento, y le  
preguntó: «¿Qué te parece?» José Arcadio, sinceramente, contestó:  
-Mierda de perro.  
Su padre le dio con el revés de la mano un violento golpe en la boca que le hizo saltar la  
sangre y las lágrimas. Esa noche Pilar Ternera le puso compresas de árnica en la hinchazón,  
adivinando el frasco y los algodones en la oscuridad, y le hizo todo lo que quiso sin que él se  
molestara, para amarlo sin lastimarlo Lograron tal estado de intimidad que un momento después,  
sin darse cuenta, estaban hablando en murmullos.  
-Quiero estar solo contigo -decía él-. Un día de estos le cuento todo a todo el mundo y se  
acaban los escondrijos.  
Ella no trató de apaciguarlo.  
-Sería muy bueno -dijo-. Si estamos solos, dejamos la lámpara encendida para vernos bien, y  
yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y tú me dices en la oreja  
todas las porquerías que se te ocurran.  
Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su padre, y la inminente posibilidad  
del amor desaforado, le inspiraron una serena valentía. De un modo espontáneo, sin ninguna  
preparación, le contó todo a su hermano.  
Al principio el pequeño Aureliano sólo comprendía el riesgo, la inmensa posibilidad de peligro  
que implicaban las aventuras de su hermano, pero no lograba concebir la fascinación del objetivo.  
Poco a poco se fue contaminando de ansiedad. Se hacía contar las minuciosas peripecias, se  
identificaba con el sufrimiento y el gozo del hermano, se sentía asustado y feliz. Lo esperaba  
despierto hasta el amanecer, en la cama solitaria que parecía tener una estera de brasas, y  
seguían hablando sin sueño hasta la hora de levantarse, de modo que muy pronto padecieron  
ambos la misma somnolencia, sintieron el mismo desprecio por la alquimia y la sabiduría de su  
padre, y se refugiaron en la soledad. «Estos niños andan como zurumbáticos -decía Úrsula-.  
Deben tener lombrices.» Les preparó una repugnante pócima de paico machacado, que ambos  
bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus bacinillas once veces  
en un solo día, y expulsaron unos parásitos rosados que mostraron a todos con gran júbilo,  
porque les permitieron desorientar a Úrsula en cuanto al origen de sus distraimientos y  
languideces. Aureliano no sólo podía entonces entender, sino que podía vivir como cosa propia las  
experiencias de su hermano, porque en una ocasión en que éste explicaba con muchos  
pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpió para preguntarle: «¿Qué se siente?» José  
Arcadio le dio una respuesta inmediata:  
-Es como un temblor de tierra.  
Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, nació Amaranta. Antes de que nadie entrara  
en el cuarto, Úrsula la examinó minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero  
todas sus partes eran humanas, Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando sintió la  
casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de su hermano, que no estaba en la  
cama desde las once, y fue una decisión tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse  
cómo haría para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas,  
silbando claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su  
madre, jugando con la hermanita recién nacida y con una cara que se le caía de inocencia,  
encontró a José Arcadio.  
Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran  
los mismos saltimbanquis y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de  
Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino  
mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de su  
utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple curiosidad de circo. Esta vez, entre  
muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un  
aporte fundamental al desarrollo del transporte, como un objeto de recreo. La gente, desde  
luego, desenterró sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas  
de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden colectivo, José Arcadio y Pilar  
vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron  
a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad deCien años de soledad  
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saforada pero momentánea de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió el encanto.  
Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía, equivocó la forma  
y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. «Ahora si eres un hombre», le dijo. Y  
corno él no entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó letra por letra:  
-Vas a tener un hijo.  
José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la  
risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los ar- 
tefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con  
alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin  
emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al  
nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que  
hacían alegres saludos con la mano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la miró. «Déjenlos que  
sueñen -dijo-. Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable  
sobrecamas.» A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los podere5 del huevo  
filosófico, que simplemente le parecía un frasco mal hecho. No lograba escapar de su  
preocupación. Perdió el apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su padre ante el  
fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía lo  
relevó de los deberes en el laboratorio creyendo que había tomado la alquimia demasiado a  
pecho. Aureliano, por supuesto, comprendió que la aflicción del hermano no tenía origen en la  
búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle una confidencia. Rabia perdido su  
antigua espontaneidad. De cómplice y comunicativo se hizo hermético y hostil. Ansioso de  
soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama como de  
costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la feria.  
Después de deambular por entre toda suerte de máquinas de artificio, Sin interesarse por  
ninguna, se fijó en algo que no estaba en juego; una gitana muy joven, casi una niña, agobiada  
de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud  
que presenciaba el triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a  
sus padres.  
José Arcadio no puso atención. Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombre- 
víbora, se había abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la  
gitana, y se había detenido detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas. La muchacha trató de  
separarse, pero José Arcadio se apretó con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo  
sintió. Se quedó inmóvil contra él, temblando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la  
evidencia, y por último volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos  
gitanos metieron al hombre-víbora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda. El gitano que  
dirigía el espectáculo anunció:  
-Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que tendrá que  
ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, como castigo por  
haber visto lo que no debía.  
José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde  
se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo  
de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil  
corsé alambrado, de su carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada. Era una  
ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los  
brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidad. Sin  
embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por  
donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se  
demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La lámpara colgada en la vara central  
iluminaba todo el ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la  
cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana de carnes  
espléndidas entró poco después acompañada de un hombre que no hacia parte de la farándula,  
pero que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin  
proponérselo, la mujer miró a José Arcadio y examinó con una especie de fervor patético su  
magnifico animal en reposo.  
-Muchacho -exclamó-, que Dios te la conserve.  
La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el  Cien años de soledad  
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La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la  
muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de  
dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su  
cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una  
firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo  
hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de  
obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por la boca  
traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en  
la cabeza y se fue con los gitanos.  
Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por toda la aldea. En el desmantelado  
campamento de los gitanos no había más que un reguero de desperdicios entre las cenizas  
todavía humeantes de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando abalorios  
entre la basura le dijo a Úrsula que la noche anterior había visto a su hijo en el tumulto de la fa- 
rándula, empujando una carretilla con la jaula del hombre-víbora. «¡Se metió de gitano!», le gritó  
ella a su marido, quien no había dado la menor señal de alarma ante la desaparición.  
-Ojalá fuera cierto -dijo José Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia mil veces  
machacada y recalentada y vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre.  
Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le  
indicaron, y creyendo que todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la aldea,  
hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en regresar. José Arcadio Buendía  
no descubrió la falta de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dejó la materia  
recalentándose en una cama de estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que  
estaba ronca de llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien equipados, puso a  
Amaranta en manos de una mujer que se ofreció para amamantaría, y se perdió por senderos  
invisibles en pos de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores indígenas, cuya lengua  
desconocían, les indicaron por señas al amanecer que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de  
tres días de búsqueda inútil, regresaron a la aldea.  
Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó vencer por la consternación. Se  
ocupaba como una madre de la pequeña Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a  
ser amamantada cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche las canciones que Úrsula  
nunca supo cantar. En cierta ocasión, Pilar Ternera se ofreció para hacer los oficios de la casa  
mientras regresaba Úrsula. Aureliano, cuya misteriosa intuición se había sensibilizado en la  
desdicha, experimentó un fulgor de clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de algún  
modo inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente desaparición de  
su madre, y la acosó de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió  
a la casa.  
El tiempo puso las cosas en su puesto. José Arcadio Buendía y su hijo no supieron en qué  
momento estaban otra vez en el laboratorio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor,  
entregados una vez más a la paciente manipulación de la materia dormida desde hacía varios  
meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una canastilla de mimbre,  
observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido  
por los vapores del mercurio. En cierta ocasión, meses después de la partida de Úrsula, em- 
pezaron a suceder cosas extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en  
un armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua colocada en la  
mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio  
Buendía y su hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin lograr explicárselos,  
pero interpretándolos como anuncios de la materia. Un día la canastilla de Amaranta empezó a  
moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternación de  
Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró. Puso la canastilla en su  
puesto y la amarró a la pata de una mesa, convencido de que el acontecimiento esperado era  
inminente. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:  
-Si no temes a Dios, témele a los metales.  
De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada,  
rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendía  
apenas si pudo resistir el impacto. «¡Era esto -gritaba-. Yo sabia que iba a ocurrir.» Y lo creía de  
veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo  
de su corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación
suelo, muy cerca de la cama.Cien años de soledad  
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del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras  
de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su  
alborozo. Le dio un beso convencional, como si no hubiera estado ausente más de una hora, y le  
dijo:  
-Asómate a la puerta.  
José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse la perplejidad cuando salió a la  
calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos  
lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían  
mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos,  
puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la  
realidad cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había  
pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no  
había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su  
frustrada búsqueda de los grandes inventos.



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En el texto hay: soledad y sobre la vida misma

Editado: 26.04.2021

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