My sad life

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Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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III  
El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de nacido. Úrsula  
lo admitió de mala gana, vencida una vez más por la terquedad de su marido que no pudo tolerar  
la idea de que un retoño de su sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condición  
de que se ocultara al niño su verdadera identidad. Aunque recibió el nombre de José Arcadio,  
terminaron por llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones. Había por aquella época  
tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la casa, que el cuidado de los niños quedó  
relegado a un nivel secundario. Se los encomendaron a Visitación, una india guajira que llegó al  
pueblo con un hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía  
varios años. Ambos eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de ellos para que la  
ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira  
antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de arañas sin  
que Úrsula se diera cuenta, porque andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de  
animalitos de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula  
divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga, de  
modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un pueblo activo, con  
tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio permanente por donde llegaran los  
primeros árabes de pantuflas y argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por  
guacamayas. José Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad  
inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación, perdió  
todo interés por el laboratorio de alquimia, puso a descansar la materia extenuada por largos  
meses de manipulación, y volvió a ser el hombre emprendedor de los primeros tiempos que  
decidía el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara  
de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se  
echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él quien  
dirigiera la repartición de la tierra. Cuando volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria  
ambulante transformada en un gigantesco establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron  
recibidos con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio  
no volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el único que podría darles  
razón de su hijo, así que no se les permitió a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo  
en el futuro, porque se los consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José  
Arcadio Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de Melquíades,  
que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea can su milenaria sabiduría y sus fabulosos  
inventos, encontraría siempre las puertas abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron  
los trotamundos, había sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los limites del  
conocimiento humano.  
Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía  
impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una  
licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con  
sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos  
preciosos relojes de madera labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y que José  
Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora el pueblo se alegraba con  
los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la culminación de un mediodía exacto  
y unánime con el valse completo. Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años  
que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin  
revelarlos nunca las métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue  
un campamento de casas de madera y techos de cinc, todavía perduraban en las calles más  
antiguas los almendros rotos y polvorientas, aunque nadie sabía entonces quién los había  
sembrado. Mientras su padre ponía en arden el pueblo y su madre consolidaba el patrimonio  
doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salíanCien años de soledad  
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de la casa ensartadas en palos de balso, Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio  
abandonada, aprendiendo por pura investigación el arte de la platería. Se había estirado tanto,  
que en poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar la de  
su padre, pero fue necesario que Visitación les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las  
pantalones, porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las otras. La adolescencia le  
había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta silencioso y definitivamente solitario, pero en  
cambio le había restituido la expresión intensa que tuvo en los ajos al nacer. Estaba tan  
concentrado en sus experimentos de platería que apenas si abandonaba el laboratorio para  
comer. Preocupada por su ensimismamiento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un  
poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en  
ácida muriático para preparar agua regia y embelleció las llaves con un baño de oro. Sus  
exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya habían empezada a  
mudar los dientes y todavía andaban agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en  
su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte -le decía  
Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y mientras se lamentaba de su  
mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran alga tan espantosa coma  
una cola de cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la envolvió en un ámbito de  
incertidumbre.  
-Alguien va a venir -le dijo.  
Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de desalentaría can su lógica  
casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin  
suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica,  
Aureliano estaba seguro de su presagio.  
-No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.  
El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje  
desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con  
una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién  
era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de  
la ropa un pequeño mecedor de madera can florecitas de calores pintadas a mano y un talego de  
lona que hacía un permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La  
carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas por alguien que lo  
seguía queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por un  
elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada,  
que era prima de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio  
Buendía, aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor  
Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas  
restas adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los nombres  
mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio Buendía  
ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara  
cama el remitente y mucha menos en la remota población de Manaure. A través de la niña fue  
imposible obtener ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó  
a chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todas con sus grandes ajos espantados, sin que  
diera señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un traje de diagonal teñido de  
negro, gastada por el uso, y unas desconchadas botines de charol. Tenía el cabello sostenido  
detrás de las orejas can moñas de cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes barradas  
por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montada en un soporte de  
cobre cama amuleto contra el mal de ajo. Su piel verde, su vientre redondo y tenso como un  
tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejas que ella misma, pera cuando le dieran  
de comer se quedó can el plato en las piernas sin probarla. Se llegó inclusive a creer que era  
sordomuda, hasta que los indios le preguntaran en su lengua si quería un poco de agua y ella  
movió los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si can la cabeza.  
Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieran llamarla Rebeca, que de  
acuerda con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente  
a ella todo el santoral y no logró que reaccionara can ningún nombre. Como en aquel tiempo no  
había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerta nadie, conservaron la talega  
con los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultarías, y durante mucho  
tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se suponía, siempre con suCien años de soledad  
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cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la  
vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más apartado de la  
casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música de los relojes, que cada media hora buscaba  
con ajos asustados, como si esperara encontrarla en algún lugar del aire. No lograron que  
comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había muerta de hambre, hasta que los  
indígenas, que se daban cuenta de todo porque recorrían la casa sin cesar can sus pies sigilosos,  
descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal  
que arrancaba de las paredes con las uñas. Era evidente que sus padres, o quienquiera que la  
hubiese criado, la habían reprendido por ese hábito, pues lo practicaba a escondidas y con  
conciencia de culpa, procurando trasponer las raciones para comerlas cuando nadie la viera.  
Desde entonces la sometieron a una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y  
untaban ají picante en las paredes, creyendo derrotar con esos métodos su vicio perniciosa, pero  
ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra, que Úrsula se vio forzada a  
emplear recursos más drásticas. Ponía jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al  
serena toda la noche, y le daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho  
que aquél era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba que cualquier sustancia  
amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al hígado. Rebeca era tan rebelde y tan  
fuerte a pesar de su raquitismo, que tenían que barbearía como a un becerro para que tragara la  
medicina, y apenas si podían reprimir sus pataletas y soportar los enrevesados jeroglíficos que  
ella alternaba con mordiscas y escupitajos, y que según decían las escandalizadas indígenas eran  
las obscenidades más gruesas que se podían concebir en su idioma. Cuando Úrsula lo supo,  
complementó el tratamiento con correazos. No se estableció nunca si lo que surtió efecto fue el  
ruibarbo a las tollinas, o las dos cosas combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas  
Rebeca empezó a dar muestras de restablecimiento. Participó en los juegos de Arcadio y  
Amaranta, que la recibieron coma una hermana mayor, y comió con apetito sirviéndose bien de  
los cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el castellano con tanta fluidez cama la lengua de los  
indios, que tenía una habilidad notable para los oficias manuales y que cantaba el valse de los  
relojes con una letra muy graciosa que ella misma había inventado. No tardaron en considerarla  
como un miembro más de la familia. Era con Úrsula más afectuosa que nunca lo fueron sus  
propios hijos, y llamaba hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a José  
Arcadio Buendía. De modo que terminó por merecer tanto como los otros el nombre de Rebeca  
Buendía, el único que tuvo siempre y que llevó can dignidad hasta la muerte.  
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue llevada a dormir  
en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con ellos despertó par casualidad y oyó un  
extraño ruido intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que había entrada un  
animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos  
alumbrados como los de un gato en la oscuridad.  
Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitación reconoció en esos ojos  
los síntomas de la enfermedad cuya amenaza los había obligada, a ella y a su hermano, a  
desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del  
insomnio.  
Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque su corazón fatalista le  
indicaba que la dolencia letal había de perseguiría de todos modos hasta el último rincón de la  
tierra. Nadie entendió la alarma de Visitación. «Si no volvemos a dormir, mejor -decía José  
Arcadio Buendía, de buen humor-. Así nos rendirá más la vida.» Pero la india les explicó que lo  
más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no  
sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el  
olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a  
borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y  
por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una  
especie de idiotez sin pasado. José Arcadio Buendía, muerta de risa, consideró que se trataba de  
una de tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso,  
tomó la precaución de separar a Rebeca de los otros niños.  
Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitación parecía aplacado, José Arcadio  
Buendía se encontró una noche dando vueltas en la cama sin poder dormir. Úrsula, que también  
había despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le contestó:Cien años de soledad  
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«Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar.» No durmieron un minuto, pero al día  
siguiente se sentían tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó  
asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda la  
noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cum- 
pleaños. No se alarmaran hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin  
sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.  
-Los niños también están despiertos -dijo la india con su convicción fatalista-. Una vez que  
entra en la casa, nadie escapa a la peste.  
Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había aprendido de su  
madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero  
no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estada de  
alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las  
imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en  
su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido  
de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de aro, le llevaba una rama de  
rosas. Lo acompañaba una mujer de manas delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña  
en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque  
hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto.  
Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de  
caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban  
encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio  
y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto  
a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque  
entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto,  
que pronto no tuvieran nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los  
brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relajes. Los que querían  
dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos  
agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismas  
chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un  
juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón,  
y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que  
si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador  
decía que no les había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento  
del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se  
quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía  
irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les  
contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba  
por noches enteras.  
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadida el pueblo, reunió a  
las jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se  
acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga.  
Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas  
y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas  
de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo  
recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos  
supieran que estaba sano. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no  
había duda de que la enfermedad sólo sé transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de  
beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al  
perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de  
emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su  
ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.  
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las  
evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de  
las primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el  
pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo  
dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del  
yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella Cien años de soledad  
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la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero  
pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del  
laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la  
inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta  
los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio  
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un  
hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,  
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca,  
malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de  
que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se  
recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era  
una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar  
contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y  
a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron  
viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que  
había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.  
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro  
más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrita claves  
para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta  
fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por  
ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien  
más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en  
las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a  
vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se  
recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se  
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y  
donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el  
laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces  
construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los  
maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las  
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida.  
Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar  
mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más  
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció par el  
camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando  
una maleta ventruda amarrada can cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue  
directamente a la casa de Jasé Arcadio Buendía.  
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo,  
ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del  
olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada par la incertidumbre y  
sus manas parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venían del mundo  
donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado  
en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negra, mientras leía can atención  
compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto,  
temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su  
falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más  
cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces  
comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín  
con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la  
luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en  
una sala absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes  
tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante  
resplandor de alegría. Era Melquíades.  
Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y  
Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el  
pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresada porque no pudo soportar la  
soledad. Repudiada par su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su Cien años de soledad  
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fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la  
muerte, dedicada a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no  
había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su familia  
plasmadas en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor.  
De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo  
erizada y ceniciento, el acartonada cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y una  
expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como «un general  
asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en  
que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poca a poca a  
medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre,  
fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus  
antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca  
permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería  
quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus rapas mejores, les  
empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran  
permanecer absolutamente inmóviles durante casi das minutos frente a la aparatosa cámara de  
Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de  
terciopelo negra, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada  
clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no  
había sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga  
por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de  
Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el  
gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y  
cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y  
traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen juicio can que  
administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que  
Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un  
hambre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.  
Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi doscientos años  
que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas par él mismo. En  
ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos  
de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un  
recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le pagaba das centavos para que lo  
incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre par pura  
casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su  
hijo José Arcadio. Francisca el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de  
improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo  
durante la peste del insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de  
Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. En esa  
ocasión llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un  
mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado que la protegía del sol con un  
paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarme. Encontró a Francisco el Hombre, como  
un camaleón monolítico, sentado en medio de un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su  
vieja voz descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló Sir Walter  
Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies caminadores agrietados  
por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde entraban y salían algunos hombres, estaba  
sentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino, can una rosa de fieltro en la  
oreja, vendía a la concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión para  
acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía. Hacia la media noche el calor era  
insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesara  
a su familia. Se disponía a regresar a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.  
-Entra tú también -le dijo-. Sólo cuesta veinte centavos. Aureliano echó una moneda en la  
alcancía que la matrona tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata  
adolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche,  
sesenta y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y amasado en sudores y  
suspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quitó la sábana  
empapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. LaCien años de soledad  
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exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la  
estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara  
nunca. Conocía la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del desaliento  
de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía resistir a la urgencia de  
expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se  
desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara  
veinte centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su ofuscación.  
«Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca más», dijo suavemente.  
Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez  
no resistía la comparación can su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se sintió  
cada vez más indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz de- 
solada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo  
pegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes,  
muy lejos de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el  
fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde  
entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse  
el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez  
años de setenta hombres por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y  
alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona  
tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el  
deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y  
conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado  
por el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des- 
potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta  
hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se  
había ido del pueblo.  
El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se  
refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza  
de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era  
plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio  
Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios.  
Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la  
casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner  
término de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las  
interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de su descolorido  
chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión, cuyas  
sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche creyó encontrar una predicción sobre  
el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba  
ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una equivocación -tronó José Arcadio Buendía-.  
No serán casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía, por los  
siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sentido  
común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía  
toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y  
bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a  
una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez más activa. Tan  
ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio,  
mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosas  
bardando en bastidor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado  
el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de color  
parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo es- 
perarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos  
mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era  
un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.  
Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se  
había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a  
leer y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus  
hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por faltaCien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la  
estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara  
nunca. Conocía la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del desaliento  
de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía resistir a la urgencia de  
expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se  
desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara  
veinte centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su ofuscación.  
«Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca más», dijo suavemente.  
Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez  
no resistía la comparación can su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se sintió  
cada vez más indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz de- 
solada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo  
pegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes,  
muy lejos de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el  
fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde  
entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse  
el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez  
años de setenta hombres por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y  
alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona  
tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el  
deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y  
conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado  
por el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des- 
potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta  
hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se  
había ido del pueblo.  
El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se  
refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza  
de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era  
plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio  
Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios.  
Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la  
casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner  
término de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las  
interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de su descolorido  
chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión, cuyas  
sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche creyó encontrar una predicción sobre  
el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba  
ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una equivocación -tronó José Arcadio Buendía-.  
No serán casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía, por los  
siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sentido  
común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía  
toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y  
bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a  
una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez más activa. Tan  
ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio,  
mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosas  
bardando en bastidor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado  
el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de color  
parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo es- 
perarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos  
mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era  
un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.  
Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se  
había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a  
leer y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus  
hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por faltaCien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años de dura labor, adquirió  
compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera  
una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para  
una mesa de doce puestas donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios  
con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un  
jardín de rasas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias.  
Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos, destruir el viejo granero donde Pilar  
Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que nunca  
faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño  
para las mujeres y otra para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero  
alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los cuatro vientos para que se  
instalaran a su gusta los pájaros sin rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros,  
como si hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz  
y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva  
construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de obreros agobiados por  
el sudar, que le pedían a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes  
estorbaban, exasperados por el talego de huesas humanos que los perseguía por todas partes  
can su sorda cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán,  
nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo la casa más  
grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el  
ámbito de la ciénaga. José Arcadio Buendía, tratando de sorprender a la Divina Providencia en  
medio del cataclismo, fue quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando  
Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada de  
azul, y no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición oficial escrita en un papel. José  
Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.  
-¿Quién es este tipo? -preguntó.  
-El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una autoridad que mandó el gobierno.  
Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo sin hacer ruido. Se bajó en el  
Hotel de Jacob -instalado por uno de los primeras árabes que llegaron haciendo cambalache de  
chucherías por guacamayas- y al día siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos  
cuadras de la casa de los Buendía. Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la  
pared un escudo de la república que había traído consigo, y pintó en la puerta el letrero: Co- 
rregidor. Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar  
el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la  
mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgada en el escueto despacho.  
«¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, tímido, de  
complexión sanguínea, contestó que sí. «¿Can qué derecho?», volvió a preguntar José Arcadio  
Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido  
nombrada corregidor de este pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.  
-En este pueblo no mandamos con papeles -dijo sin perder la calma-. Y para que lo sepa de  
una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.  
Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizada  
recuento de cómo habían fundado la aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto los  
caminos e introducido las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado  
a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. «Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos  
muerto de muerte natural -dijo-. Ya ve que todavía no tenemos cementerio.» No se dolió de que  
el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces las hubiera  
dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellas no habían fundado un  
pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscote  
se había puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones, sin perder en ningún momento la  
pureza de sus ademanes.  
-De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadana común y corriente, sea  
muy bienvenido -concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando  
a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque  
mi casa ha de ser blanca como una paloma.  
Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con  
una cierta aflicción:Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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-Quiero advertirle que estoy armado.  
José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos la fuerza juvenil con  
que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote par la solapa y lo levantó a la altura de  
sus ajos.  
-Esto lo hago -le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir cargándolo muerto  
por el resto de mi vida.  
Así la llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo puso sobre sus  
das pies en el camino de la ciénaga. Una semana después estaba de regreso con seis soldados  
descalzos y harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su  
mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaran otras das carretas con los muebles, los baúles y los  
utensilios domésticas. Instaló la familia en el Hotel de Jacob, mientras conseguía una casa, y  
volvió a abrir el despacho protegido por los soldados. Los fundadores de Macondo, resueltos a  
expulsar a los invasores, fueron can sus hijas mayores a ponerse a disposición de José Arcadio  
Buendía. Pera él se opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto can su mujer  
y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia. Así que decidió  
arreglar la situación por las buenas.  
Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a cultivar el bigote negro de puntas  
engomadas, y tenía la voz un poco estentórea que había de caracterizarlo en la guerra.  
Desarmadas, sin hacer caso de la guardia, entraron al despacho del corregidor. Don Apolinar  
Moscote no perdió la serenidad. Les presentó a dos de sus hijas que se encontraban allí por  
casualidad: Amparo, de dieciséis años, morena como su madre, y Remedios, de apenas nueve  
años, una preciosa niña can piel de lirio y ojos verdes. Eran graciosas y bien educadas. Tan  
pronto cama ellos entraron, antes de ser presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran.  
Pera ambas permanecieron de pie.  
-Muy bien, amiga -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga en la  
puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas.  
Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio tiempo de replicar.  
«Sólo le ponemos das condiciones -agregó-. La primera: que cada quien pinta su casa del color  
que le dé la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el  
orden.» El corregidor levantó la mano derecha can todas los dedos extendidos.  
-¿Palabra de honor?  
-Palabra de enemigo -dijo José Arcadio Buendía. Y añadió en un tono amargo-: Porque una  
cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigas.  
Esa misma tarde se fueran los soldados. Pacos días después José Arcadio Buendía le consiguió  
una casa a la familia del corregidor. Todo el mundo quedó en paz, menos Aureliano. La imagen de  
Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó  
doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensación física que casi le molestaba para caminar,  
como una piedrecita en el zapato.



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En el texto hay: soledad y sobre la vida misma

Editado: 26.04.2021

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