Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
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III
El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de nacido. Úrsula
lo admitió de mala gana, vencida una vez más por la terquedad de su marido que no pudo tolerar
la idea de que un retoño de su sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condición
de que se ocultara al niño su verdadera identidad. Aunque recibió el nombre de José Arcadio,
terminaron por llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones. Había por aquella época
tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la casa, que el cuidado de los niños quedó
relegado a un nivel secundario. Se los encomendaron a Visitación, una india guajira que llegó al
pueblo con un hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía
varios años. Ambos eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de ellos para que la
ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira
antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de arañas sin
que Úrsula se diera cuenta, porque andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de
animalitos de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula
divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga, de
modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un pueblo activo, con
tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio permanente por donde llegaran los
primeros árabes de pantuflas y argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por
guacamayas. José Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad
inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación, perdió
todo interés por el laboratorio de alquimia, puso a descansar la materia extenuada por largos
meses de manipulación, y volvió a ser el hombre emprendedor de los primeros tiempos que
decidía el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara
de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se
echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él quien
dirigiera la repartición de la tierra. Cuando volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria
ambulante transformada en un gigantesco establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron
recibidos con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio
no volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el único que podría darles
razón de su hijo, así que no se les permitió a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo
en el futuro, porque se los consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José
Arcadio Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de Melquíades,
que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea can su milenaria sabiduría y sus fabulosos
inventos, encontraría siempre las puertas abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron
los trotamundos, había sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los limites del
conocimiento humano.
Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía
impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una
licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con
sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos
preciosos relojes de madera labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y que José
Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora el pueblo se alegraba con
los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la culminación de un mediodía exacto
y unánime con el valse completo. Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años
que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin
revelarlos nunca las métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue
un campamento de casas de madera y techos de cinc, todavía perduraban en las calles más
antiguas los almendros rotos y polvorientas, aunque nadie sabía entonces quién los había
sembrado. Mientras su padre ponía en arden el pueblo y su madre consolidaba el patrimonio
doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salíanCien años de soledad
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de la casa ensartadas en palos de balso, Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio
abandonada, aprendiendo por pura investigación el arte de la platería. Se había estirado tanto,
que en poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar la de
su padre, pero fue necesario que Visitación les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las
pantalones, porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las otras. La adolescencia le
había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta silencioso y definitivamente solitario, pero en
cambio le había restituido la expresión intensa que tuvo en los ajos al nacer. Estaba tan
concentrado en sus experimentos de platería que apenas si abandonaba el laboratorio para
comer. Preocupada por su ensimismamiento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un
poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en
ácida muriático para preparar agua regia y embelleció las llaves con un baño de oro. Sus
exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya habían empezada a
mudar los dientes y todavía andaban agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en
su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte -le decía
Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y mientras se lamentaba de su
mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran alga tan espantosa coma
una cola de cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la envolvió en un ámbito de
incertidumbre.
-Alguien va a venir -le dijo.
Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de desalentaría can su lógica
casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin
suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica,
Aureliano estaba seguro de su presagio.
-No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.
El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje
desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con
una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién
era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de
la ropa un pequeño mecedor de madera can florecitas de calores pintadas a mano y un talego de
lona que hacía un permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La
carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas por alguien que lo
seguía queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por un
elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada,
que era prima de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio
Buendía, aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor
Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas
restas adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los nombres
mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio Buendía
ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara
cama el remitente y mucha menos en la remota población de Manaure. A través de la niña fue
imposible obtener ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó
a chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todas con sus grandes ajos espantados, sin que
diera señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un traje de diagonal teñido de
negro, gastada por el uso, y unas desconchadas botines de charol. Tenía el cabello sostenido
detrás de las orejas can moñas de cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes barradas
por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montada en un soporte de
cobre cama amuleto contra el mal de ajo. Su piel verde, su vientre redondo y tenso como un
tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejas que ella misma, pera cuando le dieran
de comer se quedó can el plato en las piernas sin probarla. Se llegó inclusive a creer que era
sordomuda, hasta que los indios le preguntaran en su lengua si quería un poco de agua y ella
movió los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si can la cabeza.
Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieran llamarla Rebeca, que de
acuerda con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente
a ella todo el santoral y no logró que reaccionara can ningún nombre. Como en aquel tiempo no
había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerta nadie, conservaron la talega
con los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultarías, y durante mucho
tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se suponía, siempre con suCien años de soledad
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cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la
vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más apartado de la
casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música de los relojes, que cada media hora buscaba
con ajos asustados, como si esperara encontrarla en algún lugar del aire. No lograron que
comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había muerta de hambre, hasta que los
indígenas, que se daban cuenta de todo porque recorrían la casa sin cesar can sus pies sigilosos,
descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal
que arrancaba de las paredes con las uñas. Era evidente que sus padres, o quienquiera que la
hubiese criado, la habían reprendido por ese hábito, pues lo practicaba a escondidas y con
conciencia de culpa, procurando trasponer las raciones para comerlas cuando nadie la viera.
Desde entonces la sometieron a una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y
untaban ají picante en las paredes, creyendo derrotar con esos métodos su vicio perniciosa, pero
ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra, que Úrsula se vio forzada a
emplear recursos más drásticas. Ponía jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al
serena toda la noche, y le daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho
que aquél era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba que cualquier sustancia
amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al hígado. Rebeca era tan rebelde y tan
fuerte a pesar de su raquitismo, que tenían que barbearía como a un becerro para que tragara la
medicina, y apenas si podían reprimir sus pataletas y soportar los enrevesados jeroglíficos que
ella alternaba con mordiscas y escupitajos, y que según decían las escandalizadas indígenas eran
las obscenidades más gruesas que se podían concebir en su idioma. Cuando Úrsula lo supo,
complementó el tratamiento con correazos. No se estableció nunca si lo que surtió efecto fue el
ruibarbo a las tollinas, o las dos cosas combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas
Rebeca empezó a dar muestras de restablecimiento. Participó en los juegos de Arcadio y
Amaranta, que la recibieron coma una hermana mayor, y comió con apetito sirviéndose bien de
los cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el castellano con tanta fluidez cama la lengua de los
indios, que tenía una habilidad notable para los oficias manuales y que cantaba el valse de los
relojes con una letra muy graciosa que ella misma había inventado. No tardaron en considerarla
como un miembro más de la familia. Era con Úrsula más afectuosa que nunca lo fueron sus
propios hijos, y llamaba hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a José
Arcadio Buendía. De modo que terminó por merecer tanto como los otros el nombre de Rebeca
Buendía, el único que tuvo siempre y que llevó can dignidad hasta la muerte.
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue llevada a dormir
en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con ellos despertó par casualidad y oyó un
extraño ruido intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que había entrada un
animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos
alumbrados como los de un gato en la oscuridad.
Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitación reconoció en esos ojos
los síntomas de la enfermedad cuya amenaza los había obligada, a ella y a su hermano, a
desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del
insomnio.
Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque su corazón fatalista le
indicaba que la dolencia letal había de perseguiría de todos modos hasta el último rincón de la
tierra. Nadie entendió la alarma de Visitación. «Si no volvemos a dormir, mejor -decía José
Arcadio Buendía, de buen humor-. Así nos rendirá más la vida.» Pero la india les explicó que lo
más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no
sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el
olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a
borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y
por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una
especie de idiotez sin pasado. José Arcadio Buendía, muerta de risa, consideró que se trataba de
una de tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso,
tomó la precaución de separar a Rebeca de los otros niños.
Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitación parecía aplacado, José Arcadio
Buendía se encontró una noche dando vueltas en la cama sin poder dormir. Úrsula, que también
había despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le contestó:Cien años de soledad
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«Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar.» No durmieron un minuto, pero al día
siguiente se sentían tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó
asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda la
noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cum-
pleaños. No se alarmaran hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin
sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.
-Los niños también están despiertos -dijo la india con su convicción fatalista-. Una vez que
entra en la casa, nadie escapa a la peste.
Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había aprendido de su
madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero
no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estada de
alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las
imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en
su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido
de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de aro, le llevaba una rama de
rosas. Lo acompañaba una mujer de manas delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña
en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque
hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto.
Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de
caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban
encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio
y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto
a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque
entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto,
que pronto no tuvieran nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los
brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relajes. Los que querían
dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos
agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismas
chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un
juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón,
y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que
si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador
decía que no les había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se
quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía
irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba
por noches enteras.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadida el pueblo, reunió a
las jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se
acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga.
Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas
y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas
de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo
recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos
supieran que estaba sano. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no
había duda de que la enfermedad sólo sé transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de
beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al
perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de
emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su
ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las
evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de
las primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el
pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo
dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del
yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella Cien años de soledad
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la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero
pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del
laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la
inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta
los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un
hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca,
malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de
que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se
recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era
una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar
contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y
a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron
viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que
había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro
más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrita claves
para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta
fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por
ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien
más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en
las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a
vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se
recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y
donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el
laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces
construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los
maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida.
Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar
mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció par el
camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando
una maleta ventruda amarrada can cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue
directamente a la casa de Jasé Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo,
ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del
olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada par la incertidumbre y
sus manas parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venían del mundo
donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado
en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negra, mientras leía can atención
compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto,
temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su
falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más
cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces
comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín
con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la
luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en
una sala absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes
tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante
resplandor de alegría. Era Melquíades.
Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y
Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el
pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresada porque no pudo soportar la
soledad. Repudiada par su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su Cien años de soledad
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fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la
muerte, dedicada a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no
había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su familia
plasmadas en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor.
De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo
erizada y ceniciento, el acartonada cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y una
expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como «un general
asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en
que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poca a poca a
medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre,
fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus
antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca
permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería
quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus rapas mejores, les
empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran
permanecer absolutamente inmóviles durante casi das minutos frente a la aparatosa cámara de
Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de
terciopelo negra, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada
clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no
había sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga
por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de
Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el
gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y
cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y
traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen juicio can que
administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que
Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un
hambre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.
Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi doscientos años
que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas par él mismo. En
ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos
de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un
recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le pagaba das centavos para que lo
incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre par pura
casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su
hijo José Arcadio. Francisca el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de
improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo
durante la peste del insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de
Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. En esa
ocasión llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un
mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado que la protegía del sol con un
paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarme. Encontró a Francisco el Hombre, como
un camaleón monolítico, sentado en medio de un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su
vieja voz descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló Sir Walter
Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies caminadores agrietados
por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde entraban y salían algunos hombres, estaba
sentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino, can una rosa de fieltro en la
oreja, vendía a la concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión para
acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía. Hacia la media noche el calor era
insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesara
a su familia. Se disponía a regresar a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.
-Entra tú también -le dijo-. Sólo cuesta veinte centavos. Aureliano echó una moneda en la
alcancía que la matrona tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata
adolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche,
sesenta y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y amasado en sudores y
suspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quitó la sábana
empapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. LaCien años de soledad
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exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la
estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara
nunca. Conocía la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del desaliento
de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía resistir a la urgencia de
expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se
desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara
veinte centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su ofuscación.
«Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca más», dijo suavemente.
Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez
no resistía la comparación can su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se sintió
cada vez más indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz de-
solada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo
pegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes,
muy lejos de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el
fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde
entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse
el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez
años de setenta hombres por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y
alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona
tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el
deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y
conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado
por el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des-
potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta
hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se
había ido del pueblo.
El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se
refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza
de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era
plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio
Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios.
Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la
casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner
término de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las
interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de su descolorido
chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión, cuyas
sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche creyó encontrar una predicción sobre
el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba
ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una equivocación -tronó José Arcadio Buendía-.
No serán casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía, por los
siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sentido
común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía
toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y
bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a
una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez más activa. Tan
ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio,
mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosas
bardando en bastidor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado
el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de color
parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo es-
perarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos
mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era
un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.
Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se
había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a
leer y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus
hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por faltaCien años de soledad
Gabriel García Márquez
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exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la
estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara
nunca. Conocía la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del desaliento
de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía resistir a la urgencia de
expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se
desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara
veinte centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su ofuscación.
«Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca más», dijo suavemente.
Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez
no resistía la comparación can su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se sintió
cada vez más indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz de-
solada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo
pegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes,
muy lejos de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el
fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde
entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse
el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez
años de setenta hombres por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y
alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona
tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el
deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y
conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado
por el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des-
potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta
hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se
había ido del pueblo.
El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se
refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza
de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era
plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio
Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios.
Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la
casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner
término de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las
interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de su descolorido
chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión, cuyas
sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche creyó encontrar una predicción sobre
el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba
ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una equivocación -tronó José Arcadio Buendía-.
No serán casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía, por los
siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sentido
común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía
toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y
bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a
una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez más activa. Tan
ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio,
mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosas
bardando en bastidor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado
el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de color
parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo es-
perarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos
mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era
un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.
Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se
había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a
leer y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus
hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por faltaCien años de soledad
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de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años de dura labor, adquirió
compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera
una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para
una mesa de doce puestas donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios
con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un
jardín de rasas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias.
Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos, destruir el viejo granero donde Pilar
Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que nunca
faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño
para las mujeres y otra para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero
alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los cuatro vientos para que se
instalaran a su gusta los pájaros sin rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros,
como si hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz
y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva
construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de obreros agobiados por
el sudar, que le pedían a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes
estorbaban, exasperados por el talego de huesas humanos que los perseguía por todas partes
can su sorda cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán,
nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo la casa más
grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el
ámbito de la ciénaga. José Arcadio Buendía, tratando de sorprender a la Divina Providencia en
medio del cataclismo, fue quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando
Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada de
azul, y no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición oficial escrita en un papel. José
Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.
-¿Quién es este tipo? -preguntó.
-El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una autoridad que mandó el gobierno.
Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo sin hacer ruido. Se bajó en el
Hotel de Jacob -instalado por uno de los primeras árabes que llegaron haciendo cambalache de
chucherías por guacamayas- y al día siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos
cuadras de la casa de los Buendía. Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la
pared un escudo de la república que había traído consigo, y pintó en la puerta el letrero: Co-
rregidor. Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar
el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la
mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgada en el escueto despacho.
«¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, tímido, de
complexión sanguínea, contestó que sí. «¿Can qué derecho?», volvió a preguntar José Arcadio
Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido
nombrada corregidor de este pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.
-En este pueblo no mandamos con papeles -dijo sin perder la calma-. Y para que lo sepa de
una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.
Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizada
recuento de cómo habían fundado la aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto los
caminos e introducido las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado
a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. «Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos
muerto de muerte natural -dijo-. Ya ve que todavía no tenemos cementerio.» No se dolió de que
el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces las hubiera
dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellas no habían fundado un
pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscote
se había puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones, sin perder en ningún momento la
pureza de sus ademanes.
-De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadana común y corriente, sea
muy bienvenido -concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando
a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque
mi casa ha de ser blanca como una paloma.
Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con
una cierta aflicción:Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
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-Quiero advertirle que estoy armado.
José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos la fuerza juvenil con
que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote par la solapa y lo levantó a la altura de
sus ajos.
-Esto lo hago -le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir cargándolo muerto
por el resto de mi vida.
Así la llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo puso sobre sus
das pies en el camino de la ciénaga. Una semana después estaba de regreso con seis soldados
descalzos y harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su
mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaran otras das carretas con los muebles, los baúles y los
utensilios domésticas. Instaló la familia en el Hotel de Jacob, mientras conseguía una casa, y
volvió a abrir el despacho protegido por los soldados. Los fundadores de Macondo, resueltos a
expulsar a los invasores, fueron can sus hijas mayores a ponerse a disposición de José Arcadio
Buendía. Pera él se opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto can su mujer
y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia. Así que decidió
arreglar la situación por las buenas.
Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a cultivar el bigote negro de puntas
engomadas, y tenía la voz un poco estentórea que había de caracterizarlo en la guerra.
Desarmadas, sin hacer caso de la guardia, entraron al despacho del corregidor. Don Apolinar
Moscote no perdió la serenidad. Les presentó a dos de sus hijas que se encontraban allí por
casualidad: Amparo, de dieciséis años, morena como su madre, y Remedios, de apenas nueve
años, una preciosa niña can piel de lirio y ojos verdes. Eran graciosas y bien educadas. Tan
pronto cama ellos entraron, antes de ser presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran.
Pera ambas permanecieron de pie.
-Muy bien, amiga -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga en la
puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas.
Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio tiempo de replicar.
«Sólo le ponemos das condiciones -agregó-. La primera: que cada quien pinta su casa del color
que le dé la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el
orden.» El corregidor levantó la mano derecha can todas los dedos extendidos.
-¿Palabra de honor?
-Palabra de enemigo -dijo José Arcadio Buendía. Y añadió en un tono amargo-: Porque una
cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigas.
Esa misma tarde se fueran los soldados. Pacos días después José Arcadio Buendía le consiguió
una casa a la familia del corregidor. Todo el mundo quedó en paz, menos Aureliano. La imagen de
Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó
doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensación física que casi le molestaba para caminar,
como una piedrecita en el zapato.