Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
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V
Aureliano Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante el altar que el
padre Nicanor Reyna hizo construir en la sala de visitas. Fue la culminación de cuatro semanas de
sobresaltos en casa de los Moscote, pues la pequeña Remedios llegó a la pubertad antes de
superar los hábitos de la infancia. A pesar de que la madre la había aleccionado sobre los cambios
de la adolescencia, una tarde de febrero irrumpió dando gritos de alarma en la sala donde sus
hermanas conversaban con Aureliano, y les mostró el calzón embadurnado de una pasta
achocolatada. Se fijó un mes para la boda. Apenas si hubo tiempo de enseñarla a lavarse, a
vestirse sola, a comprender los asuntos elementales de un hogar. La pusieron a orinar en ladrillos
calientes para corregirle el hábito de mojar la cama. Costó trabajo convencerla de la inviolabilidad
del secreto conyugal, porque Remedios estaba tan aturdida y al mismo tiempo tan maravillada
con la revelación, que quería comentar con todo el mundo los pormenores de la noche de bodas.
Fue un esfuerzo agotador, pero en la fecha prevista para la ceremonia la niña era tan diestra en
las cosas del mundo como cualquiera de sus hermanas. Don Apolinar Moscote la llevó del brazo
por la calle adornada con flores y guirnaldas, entre el estampido de los cohetes y la música de
varias bandas, y ella saludaba con la mano y daba las gracias con una sonrisa a quienes le
deseaban buena suerte desde las ventanas. Aureliano, vestido de paño negro, con los mismos
botines de charol con ganchos metálicos que había de llevar pocos años después frente al pelotón
de fusilamiento, tenía una palidez intensa y una bola dura en la garganta cuando recibió a su
novia en la puerta de la casa y la llevó al altar. Ella se comportó con tanta naturalidad, con tanta
discreción, que no perdió la compostura ni siquiera cuando Aureliano dejó caer el anillo al tratar
de ponérselo. En medio del murmullo y el principio de confusión de los convidados, ella mantuvo
en alto el brazo con el mitón de encaje y permaneció con el anular dispuesto, hasta que su novio
logró parar el anillo con el botín para que no siguiera rodando hasta la puerta, y regresó
ruborizado al altar. Su madre y sus hermanas sufrieron tanto con el temor de que la niña hiciera
una incorrección durante la ceremonia, que al final fueron ellas quienes cometieron la
impertinencia de cargarla para darle un beso. Desde aquel día se reveló el sentido de res-
ponsabilidad, la gracia natural, el reposado dominio que siempre había de tener Remedios ante
las circunstancias adversas. Fue ella quien de su propia iniciativa puso aparte la mejor porción
que cortó del pastel de bodas y se la llevó en un plato con un tenedor a José Arcadio Buendía.
Amarrado al tronco del castaño, encogido en un banquito de madera bajo el cobertizo de palmas,
el enorme anciano descolorido por el sol y la lluvia hizo una vaga sonrisa de gratitud y se comió
el pastel con los dedos masticando un salmo ininteligible. La única persona infeliz en aquella
celebración estrepitosa, que se prolongó hasta el amanecer del lunes, fue Rebeca Buendía. Era su
fiesta frustrada. Por acuerdo de Úrsula, su matrimonio debía celebrarse en la misma fecha, pero
Pietro Crespi recibió el viernes una carta con el anuncio de la muerte inminente de su madre. La
boda se aplazó. Pietro Crespi se fue para la capital de la provincia una hora después de recibir la
carta, y en el camino se cruzó con su madre que llegó puntual la noche del sábado y cantó en la
boda de Aureliano el aria triste que había preparado para la boda de su hijo. Pietro Crespi regresó
a la media noche del domingo a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco
caballos en el camino tratando de estar en tiempo para su boda. Nunca se averiguó quién escribió
la carta. Atormentada por Úrsula, Amaranta lloró de indignación y juró su inocencia frente al altar
que los carpinteros no habían acabado de desarmar.
El padre Nicanor Reyna -a quien don Apolinar Moscote había llevado de la ciénaga para que
oficiara la boda- era un anciano endurecido por la ingratitud de su ministerio. Tenía la piel triste,
casi en los puros huesos, y el vientre pronunciado y redondo y una expresión de ángel viejo que
era más de inocencia que de bondad. Llevaba el propósito de regresar a su parroquia después de
la boda, pero se espantó con la aridez de los habitantes de Macondo, que prosperaban en el
escándalo, sujetos a la ley natural, sin bautizar a los hijos ni santificar las fiestas. Pensando que a
ninguna tierra le hacía tanta falta la simiente de Dios, decidió quedarse una semana más para
cristianizar a circuncisos y gentiles, legalizar concubinarios y sacramentar moribundos. Pero nadieCien años de soledad
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le prestó atención. Le contestaban que durante muchos años habían estado sin cura, arreglando
negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal. Cansado
de predicar en el desierto, el padre Nicanor se dispuso a emprender la construcción de un templo,
el más grande del mundo con santos de tamaño natural y vidrios de colores en las paredes, para
que fuera gente desde Roma a honrar a Dios en el centro de la impiedad. Andaba por todas
partes pidiendo limosnas con un platillo de cobre. Le daban mucho, pero él quería más, porque el
templo debía tener una campana cuyo clamor sacara a flote a los ahogados. Suplicó tanto, que
perdió la voz. Sus huesos empezaron a llenarse de ruidos. Un sábado, no habiendo recogido ni
siquiera el valor de las puertas, se dejó confundir por la desesperación. Improvisó un altar en la
plaza y el domingo recorrió el pueblo con una campanita, como en los tiempos del insomnio,
convocando a la misa campal. Muchos fueron por curiosidad. Otros por nostalgia. Otros para que
Dios no fuera a tomar como agravio personal el desprecio a su intermediario. Así que a las ocho
de la mañana estaba medio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cantó los evangelios con
voz lacerada por la súplica. Al final, cuando los asistentes empezaron a desbandarse, levantó los
brazos en señal de atención.
-Un momento -dijo-. Ahora vamos a presenciar una prueba irrebatible del infinito poder de
Dios.
El muchacho que había ayudado a misa le llevó una taza de chocolate espeso y humeante que
él se tomó sin respirar. Luego se limpió los labios con un pañuelo que sacó de la manga, extendió
los brazos y cerró los ojos. Entonces el padre Nicanor se elevó doce centímetros sobre el nivel del
suelo. Fue un recurso convincente. Anduvo varios días por entre las casas, repitiendo la prueba
de la levitación mediante el estímulo del chocolate, mientras el monaguillo recogía tanto dinero
en un talego, que en menos de un mes emprendió la construcción del templo. Nadie puso en
duda el origen divino de la demostración, salvo José Arcadio Buendía, que observó sin inmutarse
el tropel de gente que una mañana se reunió en torno al castaño para asistir una vez más a la
revelación. Apenas se estiró un poco en el banquillo y se encogió de hombros cuando el padre
Nicanor empezó a levantarse del suelo junto con la silla en que estaba sentado.
-Hoc est simplicisimun -dijo José Arcadio Buendía-: homo iste statum quartum materiae
invenit.
El padre Nicanor levantó la mano y las cuatro patas de la silla se posaron en tierra al mismo
tiempo.
-Nego -dijo-. Factum hoc existentiam Dei probat sine dubio.
Fue así como se supo que era latín la endiablada jerga de José Arcadio Buendía. El padre
Nicanor aprovechó la circunstancia de ser la única persona que había podido comunicarse con él,
para tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. Todas las tardes se sentaba junto al
castaño, predicando en latín, pero José Arcadio Buendía se empecinó en no admitir vericuetos
retóricos ni transmutaciones de chocolate, y exigió como única prueba el daguerrotipo de Dios. El
padre Nicanor le llevó entonces medallas y estampitas y hasta una reproducción del paño de la
Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin fundamento cien-
tífico. Era tan terco, que el padre Nicanor renunció a sus propósitos de evangelización y siguió
visitándolo por sentimientos humanitarios. Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien tomó la
iniciativa y trató de quebrantar la fe del cura con martingalas racionalistas. En cierta ocasión en
que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las
damas, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de
una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor,
que jamás había visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más
asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuvieran
amarrado de un árbol.
-Hoc est simplicisimun -contestó él-: porque estoy loco. Desde entonces, preocupado por su
propia fe, el cura no volvió a visitarlo, y se dedicó por completo a apresurar la construcción del
templo. Rebeca sintió renacer la esperanza. Su porvenir estaba condicionado a la terminación de
la obra, desde un domingo en que el padre Nicanor almorzaba en la casa y toda la familia sentada
a la mesa habló de la solemnidad y el esplendor que tendrían los actos religiosos cuando se
construyera el templo. «La más afortunada será Rebeca», dijo Amaranta. Y como Rebeca no
entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó con una sonrisa inocente:
-Te va a tocar inaugurar la iglesia con tu boda.Cien años de soledad
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Rebeca trató de anticiparse a cualquier comentario. Al paso que llevaba la construcción, el
templo no estaría terminado antes de diez años. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la
creciente generosidad de los fieles permitía hacer cálculos más optimistas. Ante la sorda
indignación de Rebeca, que no pudo terminar el almuerzo, Úrsula celebró la idea de Amaranta y
contribuyó con un aporte considerable para que se apresuraran los trabajos. El padre Nicanor
consideró que con otro auxilio como ese el templo estaría listo en tres años. A partir de entonces
Rebeca no volvió a dirigirle la palabra a Amaranta, convencida de que su iniciativa no había
tenido la inocencia que ella supo aparentar. «Era lo menos grave que podía hacer -le replicó
Amaranta en la virulenta discusión que tuvieron aquella noche-. Así no tendré que matarte en los
próximos tres años.» Rebeca aceptó el reto.
Cuando Pietro Crespi se enteró del nuevo aplazamiento, sufrió una crisis de desilusión, pero
Rebeca le dio una prueba definitiva de lealtad. «Nos fugaremos cuando tú lo dispongas», le dijo.
Pietro Crespi, sin embargo, no era hombre de aventuras. Carecía del carácter impulsivo de su
novia, y consideraba el respeto a la palabra empeñada como un capital que no se podía dilapidar.
Entonces Rebeca recurrió a métodos más audaces. Un viento misterioso apagaba las lámparas de
la sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Pietro Crespi le daba
explicaciones atolondradas sobre la mala calidad de las modernas lámparas de alquitrán y hasta
ayudaba a instalar en la sala sistemas de iluminación más seguros. Pero otra vez fallaba el
combustible o se atascaban las mechas, y Úrsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas del
novio. Terminó por no aceptar ninguna explicación. Depositó en la india la responsabilidad de la
panadería y se sentó en un mecedor a vigilar la visita de los novios, dispuesta a no dejarse
derrotar por maniobras que ya eran viejas en su juventud. «Pobre mamá -decía Rebeca con
burlona indignación, viendo bostezar a Úrsula en el sopor de las visitas-. Cuando se muera saldrá
penando en ese mecedor.» Al cabo de tres meses de amores vigilados, aburrido con la lentitud de
la construcción que pasaba a inspeccionar todos los días, Pietro Crespi resolvió darle al padre
Nicanor el dinero que le hacía falta para terminar el templo. Amaranta no se impacientó. Mientras
conversaba con las amigas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor, trataba de
concebir nuevas triquiñuelas. Un error de cálculo echó a perder la que consideró más eficaz:
quitar las bolitas de naftalina que Rebeca había puesto a su vestido de novia antes de guardarlo
en la cómoda del dormitorio. Lo hizo cuando faltaban menos de dos meses para la terminación
del templo. Pero Rebeca estaba tan impaciente ante la proximidad de la boda, que quiso preparar
el vestido con más anticipación de lo que había previsto Amaranta. Al abrir la cómoda y
desenvolver primero los papeles y luego el lienzo protector, encontró el raso del vestido y el
punto del velo y hasta la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque estaba segura
de haber puesto en el envoltorio dos puñados de bolitas de naftalina, el desastre parecía tan
accidental que no se atrevió a culpar a Amaranta. Faltaba menos de un mes para la boda, pero
Amparo Moscote se comprometió a coser un nuevo vestido en una semana. Amaranta se sintió
desfallecer el mediodía lluvioso en que Amparo entró a la casa envuelta en una espumarada de
punto para hacerle a Rebeca la última prueba del vestido. Perdió la voz y un hilo de sudor helado
descendió por el cauce de su espina dorsal. Durante largos meses había temblado de pavor
esperando aquella hora, porque si no concebía el obstáculo definitivo para la boda de Rebeca,
estaba segura de que en el último instante, cuando hubieran fallado todos los recursos de su
imaginación, tendría valor para envenenaría. Esa tarde, mientras Rebeca se ahogaba de calor
dentro de la coraza de raso que Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de
alfileres y una paciencia infinita, Amaranta equivocó varias veces los puntos del crochet y se
pinchó el dedo con la aguja, pero decidió con espantosa frialdad que la fecha sería el último
viernes antes de la boda, y el modo sería un chorro de láudano en el café.
Un obstáculo mayor, tan insalvable como imprevisto, obligó a un nuevo e indefinido
aplazamiento. Una semana antes de la fecha fijada para la boda, la pequeña Remedios despertó a
media noche empapada en un caldo caliente que exploté en sus entrañas con una especie de
eructo desgarrador, y murió tres días después envenenada por su propia sangre con un par de
gemelos atravesados en el vientre. Amaranta sufrió una crisis de conciencia. Había suplicado a
Dios con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a Rebeca, que se
sintió culpable por la muerte de Remedios. No era ese el obstáculo por el que tanto había
suplicado. Remedios había llevado a la casa un soplo de alegría. Se había instalado con su esposo
en una alcoba cercana al taller, que decoró con las muñecas y juguetes de su infancia reciente, y
su alegre vitalidad desbordaba las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un ventarrón deCien años de soledad
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buena salud por el corredor de las begonias. Cantaba desde el amanecer. Fue ella la única
persona que se atrevió a mediar en las disputas de Rebeca y Amaranta. Se echó encima la
dispendiosa tarea de atender a José Arcadio Buendía. Le llevaba los alimentos, lo asistía en sus
necesidades cotidianas, lo lavaba con jabón y estropajo, le mantenía limpio de piojos y liendres
los cabellos y la barba, conservaba en buen estado el cobertizo de palma y lo reforzaba con lonas
impermeables en tiempos de tormenta. En sus últimos meses había logrado comunicarse con él
en frases de latín rudimentario. Cuando nació el hijo de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a
la casa y bautizado en ceremonia íntima con el nombre de Aureliano José, Remedios decidió que
fuera considerado como su lujo mayor. Su instinto maternal sorprendió a Úrsula. Aureliano, por
su parte, encontró en ella la justificación que le hacía falta para vivir. Trabajaba todo el día en el
taller y Remedios le llevaba a media mañana un tazón de café sin azúcar. Ambos visitaban todas
las noches a los Moscote. Aureliano jugaba con el suegro interminables partidos de dominó,
mientras Remedios conversaba con sus hermanas o trataba con su madre asuntos de gente
mayor. El vínculo con los Buendía consolidó en el pueblo la autoridad de don Apolinar Moscote. En
frecuentes viajes a la capital de la provincia consiguió que el gobierno construyera una escuela
para que la atendiera Arcadio, que había heredado el entusiasmo didáctico del abuelo. Logró por
medio de la persuasión que la mayoría de las casas fueran pintadas de azul para la fiesta de la
independencia nacional. A instancias del padre Nicanor dispuso el traslado de la tienda de
Catarino a una calle apartada, y clausuró varios lugares de escándalo que prosperaban en el
centro de la población. Una vez regresó con seis policías armados de fusiles a quienes encomendó
el mantenimiento del orden, sin que nadie se acordara del compromiso original de no tener gente
armada en el pueblo. Aureliano se complacía de la eficacia de su suegro. «Te vas a poner tan
gordo como él», le decían sus amigos. Pero el sedentarismo que acentuó sus pómulos y
concentró el fulgor de sus ojos, no aumentó su peso ni alteró la parsimonia de su carácter, y por
el contrario endureció en sus labios la línea recta de la meditación solitaria y la decisión
implacable. Tan hondo era el cariño que él y su esposa habían logrado despertar en la familia de
ambos, que cuando Remedios anunció que iba a tener un hijo, hasta Rebeca y Amaranta hicieron
una tregua para tejer en lana azul, por si nacía varón, y en lana rosada, por si nacía mujer. Fue
ella la última persona en que pensó Arcadio, pocos años después, frente al pelotón de
fusilamiento.
Úrsula dispuso un duelo de puertas y ventanas cerradas, sin entrada ni salida para nadie como
no fuera para asuntos indispensables; prohibió hablar en voz alta durante un ano, y puso el
daguerrotipo de Remedios en el lugar en que se veló el cadáver, con una cinta negra terciada y
una lámpara de aceite encendida para siempre. Las generaciones futuras, que nunca dejaron
extinguir la lámpara, habían de desconcertarse ante aquella niña de faldas rizadas, botitas
blancas y lazo de organdí en la cabeza, que no lograban hacer coincidir con la imagen académica
de una bisabuela. Amaranta se hizo cargo de Aureliano José. Lo adoptó como un hijo que había
de compartir su soledad, y aliviarla del láudano involuntario que echaron sus súplicas desatinadas
en el café de Remedios. Pietro Crespi entraba en puntillas al anochecer, con una cinta negra en el
sombrero, y hacía una visita silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dentro del vestido
negro con mangas hasta los puños. Habría sido tan irreverente la sola idea de pensar en una
nueva fecha para la boda, que el noviazgo se convirtió en una relación eterna, un amor de
cansancio que nadie volvió a cuidar, como si los enamorados que en otros días descomponían las
lámparas para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la muerte. Perdido el rumbo,
completamente desmoralizada, Rebeca volvió a comer tierra.
De pronto cuando el duelo llevaba tanto tiempo que ya se habían reanudado las sesiones de
punto de cruz- alguien empujó la puerta de la calle a las dos de la tarde, en el silencio mortal del
calor, y los horcones se estremecieron con tal fuerza en los cimientos, que Amaranta y sus
amigas bordando en el corredor, Rebeca chupándose el dedo en el dormitorio, Úrsula en la
cocina, Aureliano en el taller y hasta José Arcadio Buendía bajo el castaño solitario, tuvieron la
impresión de que un temblor de tierra estaba desquiciando la casa. Llegaba un hombre
descomunal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de la
Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho completamente
bordados de tatuajes crípticos, y en la muñeca derecha la apretada esclava de cobre de los niños-
en-cruz. Tenía el cuero curtido por la sal de la intemperie, el pelo corto y parado como las crines
de un mulo, las mandíbulas férreas y la mirada triste. Tenía un cinturón dos veces más grueso
que la cincha de un caballo, botas con polainas y espuelas y con los tacones herrados, y suCien años de soledad
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presencia daba la impresión trepidatoria de un sacudimiento sísmico. Atravesó la sala de visitas y
la sala de estar, llevando en la mano unas alforjas medio desbaratadas, y apareció como un
trueno en el corredor de las begonias, donde Amaranta y sus amigas estaban paralizadas con las
agujas en el aire. «Buenas», les dijo él con la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa de labor
y pasó de largo hacia el fondo de la casa. «Buenas», le dijo a la asustada Rebeca que lo vio pasar
por la puerta de su dormitorio. «Buenas», le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sentidos
alertas en el mesón de orfebrería. No se entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y allí
se paró por primera vez en el término de un viaje que había empezado al otro lado del mundo.
«Buenas», dijo. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abierta, lo miró a los ojos,
lanzó un grito y saltó a su cuello gritando y llorando de alegría. Era José Arcadio. Regresaba tan
pobre como se fue, hasta el extremo de que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el
alquiler del caballo. Hablaba el español cruzado con jerga de marineros. Le preguntaron dónde
había estado, y contestó: «Por ahí.» Colgó la hamaca en el cuarto que le asignaron y durmió tres
días. Cuando despertó, y después de tomarse dieciséis huevos crudos, salió directamente hacia la
tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental provocó un pánico de curiosidad entre las
mujeres. Ordenó música y aguardiente para todos por su cuenta. Hizo apuestas de pulso con
cinco hombres al mismo tiempo. «Es imposible», decían, al convencerse de que no lograban
moverle el brazo. «Tiene niños-en-cruz.» Catarino, que no creía en artificios de fuerza, apostó
doce pesos a que no movía el mostrador. José Arcadio lo arrancó de su sitio, lo levantó en vilo
sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron once hombres para meterlo. En el calor de la
fiesta exhibió sobre el mostrador su masculinidad inverosímil, enteramente tatuada con una
maraña azul y roja de letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia
les preguntó quién pagaba más. La que tenía más ofreció veinte pesos. Entonces él propuso
rifarse entre todas a diez pesos el número. Era un precio desorbitado, porque la mujer más
solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas aceptaron. Escribieron sus nombres en
catorce papeletas que metieron en un sombrero, y cada mujer sacó una. Cuando sólo faltaban
por sacar dos papeletas, se estableció a quiénes correspondían.
-Cinco pesos más cada una -propuso José Arcadio- y me reparto entre ambas.
De eso vivía. Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una
tripulación de marineros apátridas. Las mujeres que se acostaron con él aquella noche en la
tienda de Catarino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que no tenía un
milímetro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dedos
de los pies. No lograba incorporarse a la familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio
de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a
la mesa, dio muestras de una simpatía radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en
países remotos. Había naufragado y permanecido dos semanas a la deriva en el mar del Japón,
alimentándose con el cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación, cuya carne salada y
vuelta a salar y cocinada al sol tenía un sabor granuloso y dulce. En un mediodía radiante del
Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco,
las hebillas y las armas de un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario de
Víctor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida
por cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe. Úrsula lloraba en la
mesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadio
sus hazañas y desventuras. «Y tanta casa aquí, hijo mío -sollozaba-. ¡Y tanta comida tirada a los
puercos» Pero en el fondo no podía concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera el
mismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban
flores. Algo similar le ocurría al resto de la familia. Amaranta no podía disimular la repugnancia
que le producían en la mesa sus eructos bestiales. Arcadio, que nunca conoció el secreto de su
filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evidente de
conquistar sus afectos. Aureliano trató de revivir los tiempos en que dormían en el mismo cuarto,
procuró restaurar la complicidad de la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque la
vida del mar le saturó la memoria con demasiadas cosas que recordar. Sólo Rebeca sucumbió al
primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era
un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en
toda la casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio la
miró el cuerpo con una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita.» Rebeca
perdió el dominio de sí misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otrosCien años de soledad
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días, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le formó un callo en el pulgar. Vomitó un
líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra
el delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con el regreso de José Arcadio al amanecer.
Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en
calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de
amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de
retroceder. «Perdone -se excusó-. No sabía que estaba aquí.» Pero apagó la voz para no
despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando
hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los
tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay,
hermanita: ay, hermanita.» Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando
una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su
intimidad con tres zarpazos y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por
haber nacido, antes de perder la conciencia el placer inconcebible de aquel dolor insoportable,
chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la
explosión de su sangre.
Tres días después se casaron en la misa de cinco. José Arcadio había ido el día anterior a la
tienda de Pietro Crespi. Lo había encontrado dictando una lección de cítara y no lo llevó aparte
para hablarle. «Me caso con Rebeca», le dijo. Pietro Crespi se puso pálido, le entregó la cítara a
uno de los discípulos, y dio la clase por terminada. Cuando quedaron solos en el salón atiborrado
de instrumentos músicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo:
-Es su hermana.
-No me importa -replicó José Arcadio.
Pietro Crespi se enjugó la frente con el pañuelo impregnado de espliego.
-Es contra natura -explicó- y, además, la ley lo prohibe. José Arcadio se impacientó no tanto
con la argumentación como con la palidez de Pietro Crespi.
-Me cago dos veces en natura -dijo-. Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de
ir a preguntarle nada a Rebeca.
Pero su comportamiento brutal se quebrantó al ver que a Pietro Crespi se le humedecían los
ojos.
-Ahora -le dijo en otro tono-, que si lo que le gusta es la familia, ahí le queda Amaranta.
El padre Nicanor reveló en el sermón del domingo que José Arcadio y Rebeca no eran
hermanos. Úrsula no perdonó nunca lo que consideró como una inconcebible falta de respeto, y
cuando regresaron de la iglesia prohibió a los recién casados que volvieran a pisar la casa. Para
ella era como si hubieran muerto. Así que alquilaron una casita frente al cementerio y se
instalaron en ella sin más muebles que la hamaca de José Arcadio. La noche de bodas a Rebeca le
mordió el pie un alacrán que se había metido en su pantufla. Se le adormeció la lengua, pero eso
no impidió que pasaran una luna de miel escandalosa. Los vecinos se asustaban con los gritos
que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta,
y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.
Aureliano fue el único que se preocupó por ellos. Les compró algunos muebles y les
proporcionó dinero, hasta que José Arcadio recuperó el sentido de la realidad y empezó a trabajar
las tierras de nadie que colindaban con el patio de la casa. Amaranta, en cambio, no logró
superar jamás su rencor contra Rebeca, aunque la vida le ofreció una satisfacción con que no
había soñado: por iniciativa de Úrsula, que no sabía cómo re-parar la vergüenza, Pietro Crespi
siguió almorzando los martes en la casa, sobrepuesto al fracaso con una serena dignidad.
Conservó la cinta negra en el sombrero como una muestra de aprecio por la familia, y se
complacía en demostrar su afecto a Úrsula llevándole regalos exóticos: sardinas portuguesas,
mermelada de rosas turcas y, en cierta ocasión, un primoroso mande Manila. Amaranta lo atendía
con una cariñosa diligencia.
Adivinaba sus gustos, le arrancaba los hilos descosidos en los puños de la camisa, y bordó una
docena de pañuelos con sus iniciales para el día de su cumpleaños. Los martes, después del
almuerzo, mientras ella bordaba en el corredor, él le hacía una alegre compañía. Para Pietro
Crespi, aquella mujer que siempre consideró y trató como una niña, fue una revelación. Aunque
su tipo carecía de gracia, tenía una rara sensibilidad para apreciar las cosas del mundo, y una
ternura secreta. Un martes, cuando nadie dudaba de que tarde o temprano tenía que ocurrir,Cien años de soledad
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Pietro Crespi le pidió que se casara con él. Ella no interrumpió su labor. Esperó a que pasara el
caliente rubor de sus orejas e imprimió a su voz un sereno énfasis de madurez.
-Por supuesto, Crespi -dijo-, pero cuando uno se conozca mejor. Nunca es bueno precipitar las
cosas.
Úrsula se ofuscó. A pesar del aprecio que le tenía a Pietro Crespi, no lograba establecer si su
decisión era buena o mala desde el punto de vista moral, después del prolongado y ruidoso
noviazgo con Rebeca. Pero terminó por aceptarlo como un hecho sin calificación, porque nadie
compartió sus dudas. Aureliano, que era el hombre de la casa, la confundió más con su
enigmática y terminante opinión:
-Éstas no son horas de andar pensando en matrimonios.
Aquella opinión que Úrsula sólo comprendió algunos meses después era la única sincera que
podía expresar Aureliano en ese momento, no sólo con respecto al matrimonio, sino a cualquier
asunto que no fuera la guerra. Él mismo, frente al pelotón de fusilamiento, no había de entender
muy bien cómo se fue encadenando la serie de sutiles pero irrevocables casualidades que lo
llevaron hasta ese punto. La muerte de Remedios no le produjo la conmoción que temía. Fue más
bien un sordo sentimiento de rabia que paulatinamente se disolvió en una frustración solitaria y
pasiva, semejante a la que experimentó en los tiempos en que estaba resignado a vivir sin mujer.
Volvió a hundirse en el trabajo, pero conservó la costumbre de jugar dominó con su suegro. En
una casa amordazada por el luto, las conversaciones nocturnas consolidaron la amistad de los dos
hombres. «Vuelve a casarte, Aurelito -le decía el suegro-. Tengo seis hijas para escoger.» En
cierta ocasión, en vísperas de las elecciones, don Apolinar Moscote regresó de uno de sus
frecuentes viajes, preocupado por la situación política del país. Los liberales estaban decididos a
lanzarse a la guerra. Como Aureliano tenía en esa época nociones muy confusas sobre las
diferencias entre conservadores y liberales, su suegro le daba lecciones esquemáticas. Los
liberales, le decía, eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de im-
plantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a
los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal que despojara de poderes a la
autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de
Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de
la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera
descuartizado en entidades autónomas. Por sentimientos humanitarios, Aureliano simpatizaba
con la actitud liberal respecto de los derechos de los hijos naturales, pero de todos modos no en-
tendía cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían tocarse con las
manos. Le pareció una exageración que su suegro se hiciera enviar para las elecciones seis
soldados armados con fusiles, al mando de un sargento, en un pueblo sin pasiones políticas. No
sólo llegaron, sino que fueron de casa en casa decomisando armas de cacería, machetes y hasta
cuchillos de cocina, antes de repartir entre los hombres mayores de veintiún años las papeletas
azules con los nombres de los candidatos conservadores, y las papeletas rojas con los nombres
de los candidatos liberales. La víspera de las elecciones el propio don Apolinar Moscote leyó un
bando que prohibía desde la medianoche del sábado, y por cuarenta y ocho horas, la venta de
bebidas alcohólicas y la reunión de más de tres personas que no fueran de la misma familia. Las
elecciones transcurrieron sin incidentes. Desde las ocho de la mañana del domingo se instaló en
la plaza la urna de madera custodiada por los seis soldados. Se votó con entera libertad, como
pudo comprobarlo el propio Aureliano, que estuvo casi todo el día con su suegro vigilando que
nadie votara más de una vez. A las cuatro de la tarde, un repique de redoblante en la plaza
anunció el término de la jornada, y don Apolinar Moscote selló la urna con una etiqueta cruzada
con su firma. Esa noche, mientras jugaba dominó con Aureliano, le ordenó al sargento romper la
etiqueta para contar los votos. Había casi tantas papeletas rojas como azules, pero el sargento
sólo dejó diez rojas y completó la diferencia con azules. Luego volvieron a sellar la urna con una
etiqueta nueva y al día siguiente a primera hora se la llevaron para la capital de la provincia. «Los
liberales irán a la guerra», dijo Aureliano. Don Apolinar no desatendió sus fichas de dominó. «Si
lo dices por los cambios de papeletas, no irán -dijo-. Se dejan algunas rojas para que no haya
reclamos.» Aureliano comprendió las desventajas de la oposición. «Si yo fuera liberal -dijo- iría a
la guerra por esto de las papeletas.» Su suegro lo miró por encima del marco de los anteojos.
-Ay, Aurelito -dijo-, si tú fueras liberal, aunque fueras mi yerno, no hubieras visto el cambio de Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
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Lo que en realidad causó indignación en el pueblo no fue el resultado de las elecciones, sino el
hecho de que los soldados no hubieran devuelto las armas. Un grupo de mujeres habló con
Aureliano para que consiguiera con su suegro la restitución de los cuchillos de cocina. Don
Apolinar Moscote le explicó, en estricta reserva, que los soldados se habían llevado las armas
decomisadas como prueba de que los liberales se estaban preparando para la guerra. Lo alarmó
el cinismo de la declaración. No hizo ningún comentario, pero cierta noche en que Gerineldo
Márquez y Magnífico Visbal hablaban con otros amigos del incidente de los cuchillos, le
preguntaron si era liberal o conservador. Aureliano no vaciló:
-Si hay que ser algo, seria liberal -dijo-, porque los conservadores son unos tramposos.
Al día siguiente, a instancias de sus amigos, fue a visitar al doctor Alirio Noguera para que le
tratara un supuesto dolor en el hígado. Ni siquiera sabía cuál era el sentido de la patraña. El
doctor Alirio Noguera había llegado a Macondo pocos años antes con un botiquín de globulitos sin
sabor y una divisa médica que no convenció a nadie: Un Clavo saca otro clavo. En realidad era un
farsante. Detrás de su inocente fachada de médico sin prestigio se escondía un terrorista que
tapaba con unas cáligas de media pierna las cicatrices que dejaron en sus tobillos cinco años de
cepo. Capturado en la primera aventura federalista, logró escapar a Curazao disfrazado con el
traje que más detestaba en este mundo: una sotana. Al cabo de un prolongado destierro,
embullado por las exaltadas noticias que llevaban a Curazao los exiliados de todo el Caribe, se
embarcó en una goleta de contrabandistas y apareció en Riohacha con los frasquitos de glóbulos
que no eran más que de azúcar refinada, y un diploma de la Universidad de Leipzig falsificado por
él mismo. Lloró de desencanto. El fervor federalista, que los exiliados definían como un polvorín a
punto de estallar, se había disuelto en una vaga ilusión electoral. Amargado por el fracaso,
ansioso de un lugar seguro donde esperar la vejez, el falso homeópata se refugió en Macondo. En
el estrecho cuartito atiborrado de frascos vacíos que alquiló a un lado de la plaza vivió varios años
de los enfermos sin esperanzas que después de haber probado todo se consolaban con glóbulos
de azúcar. Sus instintos de agitador permanecieron en reposo mientras don Apolinar Moscote fue
una autoridad decorativa. El tiempo se le iba en recordar y en luchar contra el asma. La
proximidad de las elecciones fue el hilo que le permitió encontrar de nuevo la madeja de la
subversión. Estableció contacto con la gente joven del pueblo, que carecía de formación política,
y se empeñó en una sigilosa campaña de instigación. Las numerosas papeletas rojas que
aparecieron en la urna, y que fueron atribuidas por don Apolinar Moscote a la novelería propia de
la juventud, eran parte de su plan: obligó a sus discípulos a votar para convencerlos de que las
elecciones eran una farsa. «Lo único eficaz -decía- es la violencia.» La mayoría de los amigos de
Aureliano andaban entusiasmados con la idea de liquidar el orden conservador, pero nadie se
había atrevido a incluirlo en los planes, no sólo por sus vínculos con el corregidor, sino por su
carácter solitario y evasivo. Se sabía, además, que había votado azul por indicación del suegro.
Así que fue una simple casualidad que revelara sus sentimientos políticos, y fue un puro golpe de
curiosidad el que lo metió en la ventolera de visitar al médico para tratarse un dolor que no tenía.
En el cuchitril oloroso a telaraña alcanforada se encontró con una especie de iguana polvorienta
cuyos pulmones silbaban al respirar. Antes de hacerle ninguna pregunta el doctor lo llevó a la
ventana y le examinó por dentro el párpado inferior. «No es ahí», dijo Aureliano, según le habían
indicado. Se hundió el hígado con la punta de los dedos, y agregó: «Es aquí donde tengo el dolor
que no me deja dormir.» Entonces el doctor Noguera cerró la ventana con el pretexto de que
había mucho sol, y le explicó en términos simples por qué era un deber patriótico asesinar a los
conservadores. Durante varios días llevó Aureliano un frasquito en el bolsillo de la camisa. Lo
sacaba cada dos horas, ponía tres globulitos en la palma de la mano y se los echaba de golpe en
la boca para disolverlos lentamente en la lengua. Don Apolinar Moscote se burló de su fe en la
homeopatía, pero quienes estaban en el complot re-conocieron en él a uno más de los suyos.
Casi todos los hijos de los fundadores estaban implicados, aunque ninguno sabía concretamente
en qué consistía la acción que ellos mismos tramaban. Sin embargo, el día en que el médico le
reveló el secreto a Aureliano, éste le sacó el cuerpo a la conspiración. Aunque entonces estaba
convencido de la urgencia de liquidar al régimen conservador, el plan lo horrorizó. El doctor
Noguera era un místico del atentado personal. Su sistema se reducía a coordinar una serie de
acciones individuales que en un golpe maestro de alcance nacional liquidara a los funcionarios del
régimen con sus respectivas familias, sobre todo a los niños, para exterminar el conservatismo en
la semilla. Don Apolinar Moscote, su esposa y sus seis hijas, por supuesto, estaban en la lista.
las papeletas.Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
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-Usted no es liberal ni es nada -le dijo Aureliano sin alterarse-. Usted no es más que un
matarife.
-En ese caso -replicó el doctor con igual calma- devuélveme el frasquito. Ya no te hace falta.
Sólo seis meses después supo Aureliano que el doctor lo había desahuciado como hombre de
acción, por ser un sentimental sin porvenir, con un carácter pasivo y una definida vocación
solitaria. Trataron de cercarlo temiendo que denunciara la conspiración. Aureliano los tranquilizó:
no diría una palabra, pero la noche en que fueran a asesinar a la familia Moscote lo encontrarían
a él defendiendo la puerta. Demostró una decisión tan convincente, que el plan se aplazó para
una fecha indefinida. Fue por esos días que Úrsula consultó su opinión sobre el matrimonio de
Pietro Crespi y Amaranta, y él contestó que las tiempos no estaban para pensar en eso. Desde
hacía una semana llevaba bajo la camisa una pistola arcaica. Vigilaba a sus amigos. Iba par las
tardes a tomar el café con José Arcadio y Rebeca, que empezaban a ordenar su casa, y desde las
siete jugaba dominó con el suegro. A la hora del almuerzo conversaba con Arcadio, que era ya un
adolescente monumental, y lo encontraba cada vez más exaltado can la inminencia de la guerra.
En la escuela, donde Arcadio tenía alumnos mayores que él revueltos can niños que apenas em-
pezaban a hablar, había prendido la fiebre liberal. Se hablaba de fusilar al padre Nicanor, de
convertir el templo en escuela, de implantar el amor libre. Aureliano procuró atemperar sus
ímpetus. Le recomendó discreción y prudencia. Sordo a su razonamiento sereno, a su sentido de
la realidad, Arcadio le reprochó en público su debilidad de carácter, Aureliano esperó. Par fin, a
principios de diciembre, Úrsula irrumpió trastornada en el taller.
-¡Estalló la guerra!
En efecto, había estallado desde hacía tres meses. La ley marcial imperaba en todo el país. El
único que la supo a tiempo fue don Apolinar Moscote, pero no le dio la noticia ni a su mujer,
mientras llegaba el pelotón del ejército que había de ocupar el pueblo por sorpresa. Entraron sin
ruido antes del amanecer, can das piezas de artillería ligera tiradas por mulas, y establecieron el
cuartel en la escuela. Se impuso el toque de queda a las seis de la tarde. Se hizo una requisa más
drástica que la anterior, casa por casa, y esta vez se llevaron hasta las herramientas de labranza.
Sacaron a rastras al doctor Noguera, la amarraron a un árbol de la plaza y la fusilaron sin fórmula
de juicio. El padre Nicanor trató de impresionar a las autoridades militares can el milagro de la
levitación, y un soldado lo descalabró de un culatazo. La exaltación liberal se apagó en un terror
silencioso. Aureliano, pálido, hermético, siguió jugando dominó con su suegro. Comprendió que a
pesar de su título actual de jefe civil y militar de la plaza, don Apolinar Moscote era otra vez una
autoridad decorativa. Las decisiones las tomaba un capitán del ejército que todas las mañanas re-
caudaba una manlieva extraordinaria para la defensa del orden público. Cuatro soldados al
mando suyo arrebataron a su familia una mujer que había sido mordida por un perro rabioso y la
mataron a culatazos en plena calle. Un domingo, dos semanas después de la ocupación, Aureliano
entró en la casa de Gerineldo Márquez y con su parsimonia habitual pidió un tazón de café sin
azúcar. Cuando los dos quedaron solos en la cocina, Aureliano imprimió a su voz una autoridad
que nunca se le había conocido. «Prepara los muchachos -dijo-. Nos vamos a la guerra.»
Gerineldo Márquez no lo creyó.
-¿Con qué armas? -preguntó.
-Con las de ellos -contestó Aureliano.
El martes a medianoche, en una operación descabellada, veintiún hombres menores de treinta
años al mando de Aureliano Buendía, armados con cuchillos de mesa y hierros afilados, tomaron
por sorpresa la guarnición, se apoderaron de las armas y fusilaron en el patio al capitán y los
cuatro soldados que habían asesinado a la mujer.
Esa misma noche, mientras se escuchaban las descargas del pelotón de fusilamiento, Arcadio
fue nombrado jefe civil y militar de la plaza. Los rebeldes casados apenas tuvieron tiempo de
despedirse de sus esposas, a quienes abandonaron a sus propios recursos. Se fueron al
amanecer, aclamados por la población liberada del terror, para unirse a las fuerzas del general
revolucionario Victorio Medina, que según las últimas noticias andaba por el rumbo de Manaure.
Antes de irse, Aureliano sacó a don Apolinar Moscote de un armario. «Usted se queda tranquilo,
suegro -le dijo-. El nuevo gobierno garantiza, bajo palabra de honor, su seguridad personal y la
de su familia.» Don Apolinar Moscote tuvo dificultades para identificar aquel conspirador de botas
altas y fusil terciado a la espalda con quien había jugado dominó hasta las nueve de la noche.
-Esto es un disparate, Aurelito -exclamó.Cien años de soledad
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-Usted no es liberal ni es nada -le dijo Aureliano sin alterarse-. Usted no es más que un
matarife.
-En ese caso -replicó el doctor con igual calma- devuélveme el frasquito. Ya no te hace falta.
Sólo seis meses después supo Aureliano que el doctor lo había desahuciado como hombre de
acción, por ser un sentimental sin porvenir, con un carácter pasivo y una definida vocación
solitaria. Trataron de cercarlo temiendo que denunciara la conspiración. Aureliano los tranquilizó:
no diría una palabra, pero la noche en que fueran a asesinar a la familia Moscote lo encontrarían
a él defendiendo la puerta. Demostró una decisión tan convincente, que el plan se aplazó para
una fecha indefinida. Fue por esos días que Úrsula consultó su opinión sobre el matrimonio de
Pietro Crespi y Amaranta, y él contestó que las tiempos no estaban para pensar en eso. Desde
hacía una semana llevaba bajo la camisa una pistola arcaica. Vigilaba a sus amigos. Iba par las
tardes a tomar el café con José Arcadio y Rebeca, que empezaban a ordenar su casa, y desde las
siete jugaba dominó con el suegro. A la hora del almuerzo conversaba con Arcadio, que era ya un
adolescente monumental, y lo encontraba cada vez más exaltado can la inminencia de la guerra.
En la escuela, donde Arcadio tenía alumnos mayores que él revueltos can niños que apenas em-
pezaban a hablar, había prendido la fiebre liberal. Se hablaba de fusilar al padre Nicanor, de
convertir el templo en escuela, de implantar el amor libre. Aureliano procuró atemperar sus
ímpetus. Le recomendó discreción y prudencia. Sordo a su razonamiento sereno, a su sentido de
la realidad, Arcadio le reprochó en público su debilidad de carácter, Aureliano esperó. Par fin, a
principios de diciembre, Úrsula irrumpió trastornada en el taller.
-¡Estalló la guerra!
En efecto, había estallado desde hacía tres meses. La ley marcial imperaba en todo el país. El
único que la supo a tiempo fue don Apolinar Moscote, pero no le dio la noticia ni a su mujer,
mientras llegaba el pelotón del ejército que había de ocupar el pueblo por sorpresa. Entraron sin
ruido antes del amanecer, can das piezas de artillería ligera tiradas por mulas, y establecieron el
cuartel en la escuela. Se impuso el toque de queda a las seis de la tarde. Se hizo una requisa más
drástica que la anterior, casa por casa, y esta vez se llevaron hasta las herramientas de labranza.
Sacaron a rastras al doctor Noguera, la amarraron a un árbol de la plaza y la fusilaron sin fórmula
de juicio. El padre Nicanor trató de impresionar a las autoridades militares can el milagro de la
levitación, y un soldado lo descalabró de un culatazo. La exaltación liberal se apagó en un terror
silencioso. Aureliano, pálido, hermético, siguió jugando dominó con su suegro. Comprendió que a
pesar de su título actual de jefe civil y militar de la plaza, don Apolinar Moscote era otra vez una
autoridad decorativa. Las decisiones las tomaba un capitán del ejército que todas las mañanas re-
caudaba una manlieva extraordinaria para la defensa del orden público. Cuatro soldados al
mando suyo arrebataron a su familia una mujer que había sido mordida por un perro rabioso y la
mataron a culatazos en plena calle. Un domingo, dos semanas después de la ocupación, Aureliano
entró en la casa de Gerineldo Márquez y con su parsimonia habitual pidió un tazón de café sin
azúcar. Cuando los dos quedaron solos en la cocina, Aureliano imprimió a su voz una autoridad
que nunca se le había conocido. «Prepara los muchachos -dijo-. Nos vamos a la guerra.»
Gerineldo Márquez no lo creyó.
-¿Con qué armas? -preguntó.
-Con las de ellos -contestó Aureliano.
El martes a medianoche, en una operación descabellada, veintiún hombres menores de treinta
años al mando de Aureliano Buendía, armados con cuchillos de mesa y hierros afilados, tomaron
por sorpresa la guarnición, se apoderaron de las armas y fusilaron en el patio al capitán y los
cuatro soldados que habían asesinado a la mujer.
Esa misma noche, mientras se escuchaban las descargas del pelotón de fusilamiento, Arcadio
fue nombrado jefe civil y militar de la plaza. Los rebeldes casados apenas tuvieron tiempo de
despedirse de sus esposas, a quienes abandonaron a sus propios recursos. Se fueron al
amanecer, aclamados por la población liberada del terror, para unirse a las fuerzas del general
revolucionario Victorio Medina, que según las últimas noticias andaba por el rumbo de Manaure.
Antes de irse, Aureliano sacó a don Apolinar Moscote de un armario. «Usted se queda tranquilo,
suegro -le dijo-. El nuevo gobierno garantiza, bajo palabra de honor, su seguridad personal y la
de su familia.» Don Apolinar Moscote tuvo dificultades para identificar aquel conspirador de botas
altas y fusil terciado a la espalda con quien había jugado dominó hasta las nueve de la noche.
-Esto es un disparate, Aurelito -exclamó.