My sad life

V|

Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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VI  
El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió  
todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno  
tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a  
catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una  
carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del  
Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas  
revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por  
el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le  
ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en  
su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió  
se la produjo él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso término a casi  
veinte años de guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por  
la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su  
nombre en Macondo. Sin embargo, según declaró pocos años antes de morir de viejo, ni siquiera  
eso esperaba la madrugada en que se fue con sus veintiún hombres a reunirse con las fuerzas del  
general Victorio Medina.  
-Ahí te dejamos a Macondo -fue todo cuanto le dijo a Arcadio antes de irse-. Te lo dejamos  
bien, procura que lo encontremos mejor.  
Arcadio le dio una interpretación muy personal a la recomendación. Se inventó un uniforme  
con galones y charreteras de mariscal, inspirado en las láminas de un libro de Melquíades, y se  
colgó al cinto el sable con borlas doradas del capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de artillería  
a la entrada del pueblo, uniformó a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas  
incendiarias, y los dejó vagar armados por las calles para dar a los forasteros una impresión de  
invulnerabilidad. Fue un truco de doble filo, porque el gobierno no se atrevió a atacar la plaza  
durante diez meses, pero cuando lo hizo descargó contra ella una fuerza tan desproporcionada  
que liquidó la resistencia en media hora. Desde el primer día de su mandato Arcadio reveló su  
afición por los bandos. Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la  
cabeza. Implantó el servicio militar obligatorio desde los dieciocho años, declaró de utilidad  
pública los animales que transitaban por las calles después de las seis de la tarde e impuso a los  
hombres mayores de edad la obligación de usar un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la  
casa cural, bajo amenaza de fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar las campanas como no  
fuera para celebrar las victorias liberales. Para que nadie pusiera en duda la severidad de sus  
propósitos, mandó que un pelotón de fusilamiento se entrenara en la plaza pública disparando  
contra un espantapájaros. Al principio nadie lo tomó en serio. Eran, al fin de cuentas, los  
muchachos de la escuela jugando a gente mayor. Pero una noche, al entrar Arcadio en la tienda  
de Catarino, el trompetista de la banda lo saludó con un toque de fanfarria que provocó las risas  
de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespeto a la autoridad. A quienes protestaron, los  
puso a pan y agua con los tobillos en un cepo que instaló en un cuarto de la escuela. «¡Eres un  
asesino! -le gritaba Úrsula cada vez que se enteraba de alguna nueva arbitrariedad-. Cuando  
Aureliano lo sepa te va a fusilar a ti y yo seré la primera en alegrarme.» Pero todo fue inútil.  
Arcadio siguió apretando los torniquetes de un rigor innecesario, hasta convertirse en el más  
cruel de los gobernantes que hubo nunca en Macondo. «Ahora sufran la diferencia -dijo don  
Apolinar Moscote en cierta ocasión-. Esto es el paraíso liberal.» Arcadio lo supo. Al frente de una  
patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles, vapuleó a las hijas y se llevó a rastras a don  
Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrumpió en el patio del cuartel, después de haber atravesado el  
pueblo clamando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque alquitranado, el propio Arcadio  
se disponía a dar la orden de fuego al pelotón de fusilamiento.  
-¡Atrévete, bastardo! -gritó Úrsula.  
Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. «Atrévete,  
asesino -gritaba-. Y mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la  
vergüenza de haber criado un fenómeno.» Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondoCien años de soledad  
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del patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol. Don Apolinar Moscote estaba inconsciente,  
amarrado en el poste donde antes tenían al espantapájaros despedazado por los tiros de entrena- 
miento. Los muchachos del pelotón se dispersaron, temerosos de que Úrsula terminara  
desahogándose con ellos. Pero ni siquiera los miró. Dejó a Arcadio con el uniforme arrastrado,  
bramando de dolor y rabia, y desató a don Apolinar Moscote para llevarlo a su casa. Antes de  
abandonar el cuartel, soltó a los presos del cepo.  
A partir de entonces fue ella quien mandó en el pueblo. Restableció la misa dominical,  
suspendió el uso de los brazales rojos y descalificó los bandos atrabiliarios. Pero a despecho de su  
fortaleza, siguió llorando la desdicha de su destino. Se sintió tan sola, que buscó la inútil  
compañía del marido olvidado bajo el castaño. «Mira en lo que hemos quedado -le decía,  
mientras las lluvias de junio amenazaban con derribar el cobertizo de palma-. Mira la casa vacía,  
nuestros hijos desperdigados por el mundo, y nosotros dos solos otra vez como al principio.» José  
Arcadio Buendía, hundido en un abismo de inconsciencia, era sordo a sus lamentos. Al comienzo  
de su locura anunciaba con latinajos apremiantes sus urgencias cotidianas. En fugaces  
escampadas de lucidez, cuando Amaranta le llevaba la comida, él le comunicaba sus pesares más  
molestos y se prestaba con docilidad a sus ventosas y sinapismos. Pero en la época en que Úrsula  
fue a lamentarse a su lado había perdido todo contacto con la realidad. Ella lo bañaba por partes  
sentado en el banquito, mientras le daba noticias de la familia. «Aureliano se ha ido a la guerra,  
hace ya más de cuatro meses, y no hemos vuelto a saber de él -le decía, restregándole la espalda  
con un estropajo enjabonado. José Arcadio volvió, hecho un hombrazo más alto que tú y todo  
bordado en punto de cruz, pero sólo vino a traer la vergüenza a nuestra casa.» Creyó observar,  
sin embargo, que su marido entristecía con las malas noticias. Entonces optó por mentirle. «No  
me creas lo que te digo -decía, mientras echaba cenizas sobre sus excrementos para recogerlos  
con la pala-. Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y ahora son muy felices.» Llegó a  
ser tan sincera en el engaño que ella misma acabó consolándose con sus propias mentiras.  
«Arcadio ya es un hombre serio -decía-, y muy valiente, y muy buen mozo con su uniforme y su  
sable.» Era como hablarle a un muerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance  
de toda preocupación. Pero ella insistió. Lo veía tan manso, tan indiferente a todo, que decidió  
soltarlo. Él ni siquiera se movió del banquito. Siguió expuesto al sol y la lluvia, como si las sogas  
fueran innecesarias, porque un dominio superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado  
al tronco del castaño. Hacia el mes de agosto, cuando el invierno empezaba a eternizarse, Úrsula  
pudo por fin darle una noticia que parecía verdad.  
-Fíjate que nos sigue atosigando la buena suerte -le dijo-. Amaranta y el italiano de la pianola  
se van a casar.  
Amaranta y Pietro Crespi, en efecto, habían profundizado en la amistad, amparados por la  
confianza de Úrsula, que esta vez no creyó necesario vigilar las visitas. Era un noviazgo crepus- 
cular. El italiano llegaba al atardecer, con una gardenia en el ojal, y le traducía a Amaranta  
sonetos de Petrarca. Permanecían en el corredor sofocado por el orégano y las rosas, él leyendo y  
ella tejiendo encaje de bolillo, indiferentes a los sobresaltos y las malas noticias de la guerra,  
hasta que los mosquitos los obligaban a refugiarse en la sala. La sensibilidad de Amaranta, su  
discreta pero envolvente ternura habían ido urdiendo en torno al novio una telaraña invisible, que  
él tenía que apartar materialmente con sus dedos pálidos y sin anillos para abandonar la casa a  
las ocho. Habían hecho un precioso álbum con las tarjetas postales que Pietro Crespi recibía de  
Italia. Eran imágenes de enamorados en parques solitarios, con viñetas de corazones flechados y  
cintas doradas sostenidas por palomas. «Yo conozco este parque en Florencia -decía Pietro Crespi  
repasando las postales-. Uno extiende la mano y los pájaros bajan a comer.» A veces, ante una  
acuarela de Venecia, la nostalgia transformaba en tibios aromas de flores el olor de fango y  
mariscos podridos de los canales. Amaranta suspiraba, reía, soñaba con una segunda patria de  
hombres y mujeres hermosos que hablaban una lengua de niños, con ciudades antiguas de cuya  
pasada grandeza sólo quedaban los gatos entre los escombros. Después de atravesar el océano  
en su búsqueda, después de haberlo confundido con la pasión en los manoseos vehementes de  
Rebeca, Pietro Crespi había encontrado el amor. La dicha trajo consigo la prosperidad. Su  
almacén ocupaba entonces casi una cuadra, y era un invernadero de fantasía, con reproducciones  
del campanario de Florencia que daban la hora con un concierto de carillones, y cajas musicales  
de Sorrento, y polveras de China que cantaban al destaparías tonadas de cinco notas, y todos los  
instrumentos músicos que se podían imaginar y todos los artificios de cuerda que se podían con- 
cebir. Bruno Crespi, su hermano menor, estaba al frente del almacén, porque él no se dabaCien años de soledad  
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abasto para atender la escuela de música. Gracias a él, la calle de los Turcos, con su des- 
lumbrante exposición de chucherías, se transformó en un remanso melódico para olvidar las  
arbitrariedades de Arcadio y la pesadilla remota de la guerra. Cuando Úrsula dispuso la rea- 
nudación de la misa dominical, Pietro Crespi le regaló al templo un armonio alemán, organizó un  
coro infantil y preparó un repertorio gregoriano que puso una nota espléndida en el ritual  
taciturno del padre Nicanor. Nadie ponía en duda que haría Amaranta una esposa feliz. Sin  
apresurar los sentimientos, dejándose arrastrar por la fluidez natural del corazón, llegaron a un  
punto en que sólo hacia falta fijar la fecha de la boda. No encontrarían obstáculos. Úrsula se  
acusaba íntimamente de haber torcido con aplazamientos reiterados el destino de Rebeca, y no  
estaba dispuesta a acumular remordimientos. El rigor del luto por la muerte de Remedios había  
sido relegado a un lugar secundario por la mortificación de la guerra, la ausencia de Aureliano, la  
brutalidad de Arcadio y la expulsión de José Arcadio y Rebeca. Ante la inminencia de la boda, el  
propio Pietro Crespi había insinuado que Aureliano José, en quien fomentó un cariño casi  
paternal, fuera considerado como su hijo mayor. Todo hacía pensar que Amaranta se orientaba  
hacia una felicidad sin tropiezos. Pero al contrario de Rebeca, ella no revelaba la menor ansiedad.  
Con la misma paciencia con que abigarraba manteles y tejía primores de pasamanería y bordaba  
pavorreales en punto de cruz, esperó a que Pietro Crespi no soportara más las urgencias del  
corazón. Su hora llegó con las lluvias aciagas de octubre. Pietro Crespi le quitó del regazo la  
canastilla de bordar y le apretó la mano entre las suyas. «No soporto más esta espera -le dijo-.  
Nos casamos el mes entrante.» Amaranta no tembló al contacto de sus manos de hielo. Retiró la  
suya, como un animalito escurridizo, y volvió a su labor.  
-No seas ingenuo, Crespi -sonrió-, ni muerta me casaré contigo.  
Pietro Crespi perdió el dominio de sí mismo. Lloró sin pudor, casi rompiéndose los dedos de  
desesperación, pero no logró quebrantarla. «No pierdas el tiempo -fue todo cuanto dijo  
Amaranta-. Si en verdad me quieres tanto, no vuelvas a pisar esta casa.» Úrsula creyó  
enloquecer de vergüenza. Pietro Crespi agotó los recursos de la súplica. Llegó a increíbles  
extremos de humillación. Lloró toda una tarde en el regazo de Úrsula, que hubiera vendido el  
alma por consolarlo. En noches de lluvia se le vio merodear por la casa con un paraguas de seda,  
tratando de sorprender una luz en el dormitorio de Amaranta. Nunca estuvo mejor vestido que en  
esa época. Su augusta cabeza de emperador atormentado adquirió un extraño aire de grandeza.  
Importunó a las amigas de Amaranta, las que iban a bordar en el corredor, para que trataran de  
persuadirla. Descuidó los negocios. Pasaba el día en la trastienda, escribiendo esquelas  
desatinadas, que hacía llegar a Amaranta con membranas de pétalos y mariposas disecadas, y  
que ella devolvía sin abrir. Se encerraba horas y horas a tocar la cítara. Una noche cantó.  
Macondo despertó en una especie de estupor, angelizado por una cítara que no merecía ser de  
este mundo y una voz como no podía concebirse que hubiera otra en la tierra con tanto amor.  
Pietro Crespi vio entonces la luz en todas las ventanas del pueblo, menos en la de Amaranta. El  
dos de noviembre, día de todos los muertos, su hermano abrió el almacén y encontró todas las  
lámparas encendidas y todas las cajas musicales destapadas y todos los relojes trabados en una  
hora interminable, y en medio de aquel concierto disparatado encontró a Pietro Crespi en el  
escritorio de la trastienda, con las muñecas cortadas a navaja y las dos manos metidas en una  
palangana de benjuí.  
Úrsula dispuso que se le velara en la casa. ~ padre Nicanor se oponía a los oficios religiosos y  
a la sepultura en tierra sagrada. Úrsula se le enfrentó. «De algún modo que ni usted ni yo  
podemos entender, ese hombre era un santo -dijo-. Así que lo voy a enterrar, contra su voluntad,  
junto a la tumba de Melquíades.» Lo hizo, con el respaldo de todo el pueblo, en funerales  
magníficos. Amaranta no abandonó el dormitorio. Oyó desde su cama el llanto de Úrsula, los  
pasos y murmullos de la multitud que invadió la casa, los aullidos de las plañideras, y luego un  
hondo silencio oloroso a flores pisoteadas. Durante mucho tiempo siguió sintiendo el hálito de  
lavanda de Pietro Crespi al atardecer, pero tuvo fuerzas para no sucumbir al delirio. Úrsula la  
abandonó. Ni siquiera levantó los ojos para apiadarse de ella, la tarde en que Amaranta entró en  
la cocina y puso la mano en las brasas del fogón, hasta que le dolió tanto que no sintió más dolor,  
sino la pestilencia de su propia carne chamuscada. Fue una cura de burro para el remordimiento.  
Durante varios días anduvo por la casa con la mano metida en un tazón con claras de huevo, y  
cuando sanaron las quema duras pareció como si las claras de huevo hubieran cicatrizado  
también las úlceras de su corazón. La única huella ex-terna que le dejó la tragedia fue la venda  
de gasa negra que se puso en la mano quemada, y que había de llevar hasta la muerte.Cien años de soledad  
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Arcadio dio una rara muestra de generosidad, al proclamar mediante un bando el duelo oficial  
por la muerte de Pietro Crespi. Úrsula lo interpretó como el regreso del cordero extraviado. Pero  
se equivocó. Había perdido a Arcadio, no desde que vistió el uniforme militar, sino desde siempre.  
Creía haberlo criado como a un hijo, como crió a Rebeca, sin privilegios ni discriminaciones. Sin  
embargo, Arcadio era un niño solitario y asustado durante la peste del insomnio, en medio de la  
fiebre utilitaria de Úrsula, de los delirios de José Arcadio Buendía, del hermetismo de Aureliano,  
de la rivalidad mortal entre Amaranta y Rebeca. Aureliano le enseñó a leer y escribir, pensando  
en otra cosa, como lo hubiera hecho un extraño. Le regalaba su ropa, para que Visitación la  
redujera, cuando ya estaba de tirar. Arcadio sufría con sus zapatos demasiado grandes, con sus  
pantalones remendados, con sus nalgas de mujer. Nunca logró comunicarse con nadie mejor que  
lo hizo con Visitación y Cataure en su lengua. Melquíades fue el único que en realidad se ocupó de  
él, que le hacía escuchar sus textos incomprensibles y le daba instrucciones sobre el arte de la  
daguerrotipia. Nadie se imaginaba cuánto lloró su muerte en secreto, y con qué desesperación  
trató de revivirlo en el estudio inútil de sus papeles. La escuela, donde se le ponía atención y se le  
respetaba, y luego el poder, con sus bandos terminantes y su uniforme de gloria, lo liberaron del  
peso de una antigua amargura. Una noche, en la tienda de Catarino, alguien se atrevió a decirle:  
«No mereces el apellido que llevas.» Al contrario de lo que todos esperaban, Arcadio no lo hizo  
fusilar.  
-A mucha honra -dijo-, no soy un Buendía.  
Quienes conocían el secreto de su filiación, pensaron por aquella réplica que también él estaba  
al corriente, pero en realidad no lo estuvo nunca. Pilar Ternera, su madre, que le había hecho  
hervir la sangre en el cuarto de daguerrotipia, fue para él una obsesión tan irresistible como lo  
fue primero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar de que había perdido sus encantos  
y el esplendor de su risa, él la buscaba y la encontraba en el rastro de su olor de humo. Poco  
antes de la guerra, un mediodía en que ella fue más tarde que de costumbre a buscar a su hijo  
menor a la escuela, Arcadio la estaba esperando en el cuarto donde solía hacer la siesta, y donde  
después instaló el cepo. Mientras el niño jugaba en el patio, él esperó en la hamaca, temblando  
de ansiedad, sabiendo que Pilar Ternera tenía que pasar por ahí. Llegó. Arcadio la agarró por la  
muñeca y trató de meterla en la hamaca. «No puedo, no puedo -dijo Pilar Ternera horrorizada-.  
No te imaginas cómo quisiera complacerte, pero Dios es testigo que no puedo.» Arcadio la agarró  
por la cintura con su tremenda fuerza hereditaria, y sintió que el mundo se borraba al contacto de  
su piel. «No te hagas la santa -decía-. Al fin, todo el mundo sabe que eres una puta.» Pilar se  
sobrepuso al asco que le inspiraba su miserable destino.  
-Los niños se van a dar cuenta -murmuró-. Es mejor que esta noche dejes la puerta sin tranca.  
Arcadio la esperó aquella noche tiritando de fiebre en la hamaca. Esperó sin dormir, oyendo los  
grillos alborotados de la madrugada sin término y el horario implacable de los alcaravanes, cada  
vez más convencido de que lo habían engañado.  
De pronto, cuando la ansiedad se había descompuesto en rabia, la puerta se abrió. Pocos  
meses después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de revivir los pasos perdidos en  
el salón de clases, los tropiezos contra los escaños, y por último la densidad de un cuerpo en las  
tinieblas del cuarto y los latidos del aire bombeado por un corazón que no era el suyo. Extendió la  
mano y encontró otra mano con dos sortijas en un mismo dedo, que estaba a punto de naufragar  
en la oscuridad. Sintió la nervadura de sus venas, el pulso de su infortunio, y sintió la palma  
húmeda con la línea de la vida tronchada en la base del pulgar por el zarpazo de la muerte.  
Entonces comprendió que no era esa la mujer que esperaba, porque no olía a humo sino a  
brillantina de florecitas, y tenía los senos inflados y ciegos con pezones de hombre, y el sexo  
pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia exaltada. Era virgen y  
tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta  
pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio  
la había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había  
fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno.  
Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora  
de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra  
mitad de sus ahorros. Más tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron del local, se  
amaban entre las latas de manteca y los sacos de maíz de la trastienda. Por la época en que  
Arcadio fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una hija.Cien años de soledad  
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Los únicos parientes que se enteraron, fueron José Arcadio y Rebeca, con quienes Arcadio  
mantenía entonces relaciones íntimas, fundadas no tanto en el parentesco como en la com- 
plicidad. José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo matrimonial. El carácter firme de Rebeca,  
la voracidad de su vientre, su tenaz ambición, absorbieron la descomunal energía del marido, que  
de holgazán y mujeriego se convirtió en un enorme animal de trabajo. Tenían una casa limpia y  
ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las  
ventanas y salía por las puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles  
curtidos por el salitre de los muertos. El hambre de tierra, el doc doc de los huesos de sus  
padres, la impaciencia de su sangre frente a la pasividad de Pietro Crespi, estaban relegados al  
desván de la memoria. Todo el día bordaba junto a la ventana, ajena a la zozobra de la guerra,  
hasta que los potes de cerámica empezaban a vibrar en el aparador y ella se levantaba a calentar  
la comida, mucho antes de que aparecieran los escuálidos perros rastreadores y luego el coloso  
de polainas y espuelas y con escopeta de dos cañones, que a veces llevaba un venado al hombro  
y casi siempre un sartal de conejos o de patos silvestres. Una tarde, al principio de su gobierno,  
Arcadio fue a visitarlos de un modo intempestivo. No lo veían desde que abandonaron la casa,  
pero se mostró tan cariñoso y familiar que lo invitaron a compartir el guisado.  
Sólo cuando tomaban el café reveló Arcadio el motivo de su visita: había recibido una denuncia  
contra José Arcadio. Se decía que empezó arando su patio y había seguido derecho por las tierras  
contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza  
de los mejores predios del contorno. A los campesinos que no había despojado, porque no le  
interesaban sus tierras, les impuso una contribución que cobraba cada sábado con los perros de  
presa y la escopeta de dos cañones. No lo negó. Fundaba su derecho en que las tierras usurpadas  
habían sido distribuidas por José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y creía posible  
demostrar que su padre estaba loco desde entonces, puesto que dispuso de un patrimonio que en  
realidad pertenecía a la familia. Era un alegato innecesario, porque Arcadio no había ido a hacer  
justicia. Ofreció simplemente crear una oficina de registro de la propiedad para que José Arcadio  
legalizara los títulos de la tierra usurpada, con la condición de que delegara en el gobierno local el  
derecho de cobrar las contribuciones. Se pusieron de acuerdo. Años después, cuando el coronel  
Aureliano Buendía examinó los títulos de propiedad, encontró que estaban registradas a nombre  
de su hermano todas las tierras que se divisaban desde la colina de su patio hasta el horizonte,  
inclusive el cementerio, y que en los once meses de su mandato Arcadio había cargado no sólo  
con el dinero de las contribuciones, sino también con el que cobraba al pueblo por el derecho de  
enterrar a los muertos en predios de José Arcadio.  
Úrsula tardó varios meses en saber lo que ya era del dominio público, porque la gente se lo  
ocultaba para no aumentarle el sufrimiento. Empezó por sospecharlo. «Arcadio está construyendo  
una casa -le confió con fingido orgullo a su marido, mientras trataba de meterle en la boca una  
cucharada de jarabe de totumo. Sin embargo, suspiró involuntariamente: No sé por qué todo esto  
me huele mal.» Más tarde, cuando se enteró de que Arcadio no sólo había terminado la casa sino  
que se había encargado un mobiliario vienés, confirmó la sospecha de que estaba disponiendo de  
los fondos públicos. «Eres la vergüenza de nuestro apellido», le gritó un domingo después de  
misa, cuando lo vio en la casa nueva jugando barajas con sus oficiales. Arcadio no le prestó  
atención. Sólo entonces supo Úrsula que tenía una hija de seis meses, y que Santa Sofía de la  
Piedad, con quien vivía sin casarse, estaba otra vez encinta. Resolvió escribirle al coronel  
Aureliano Buendía, en cualquier lugar en que se encontrara, para ponerlo al corriente de la si- 
tuación. Pero los acontecimientos que se precipitaron por aquellos días no sólo impidieron sus  
propósitos, sino que la hicieron arrepentirse de haberlos concebido. La guerra, que hasta en- 
tonces no había sido más que una palabra para designar una circunstancia vaga y remota, se  
concretó en una realidad dramática. A fines de febrero llegó a Macondo una anciana de aspecto  
ceniciento, montada en un burro cargado de escobas. Parecía tan inofensiva, que las patrullas de  
vigilancia la dejaron pasar sin preguntas, como uno más de los vendedores que a menudo  
llegaban de los pueblos de la ciénaga. Fue directamente al cuartel. Arcadio la recibió en el local  
donde antes estuvo el salón de clases, y que entonces estaba transformado en una especie de  
campamento de retaguardia, con hamacas enrolladas y colgadas en las argollas y petates  
amontonados en los rincones, y fusiles y carabinas y hasta escopetas de cacería dispersos por el  
suelo. La anciana se cuadró en un saludo militar antes de identificarse:  Cien años de soledad  
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Llevaba malas noticias. Los últimos focos de resistencia liberal, según dijo, estaban siendo  
exterminados. El coronel Aureliano Buendía, a quien había dejado batiéndose en retirada por los  
lados de Riohacha, le encomendó la misión de hablar con Arcadio. Debía entregar la plaza sin  
resistencia, poniendo como condición que se respetaran bajo palabra de honor la vida y las  
propiedades de los liberales. Arcadio examinó con una mirada de conmiseración a aquel extraño  
mensajero que habría podido confundirse con una abuela fugitiva.  
-Usted, por supuesto, trae algún papel escrito -dijo.  
-Por supuesto -contestó el emisario-, no lo traigo. Es fácil comprender que en las actuales  
circunstancias no se lleve encima nada comprometedor.  
Mientras hablaba, se sacó del corpiño y puso en la mesa un pescadito de oro. «Creo que con  
esto será suficiente», dijo. Arcadio comprobó que en efecto era uno de los pescaditos hechos por  
el coronel Aureliano Buendía. Pero alguien podía haberlo comprado antes de la guerra, o haberlo  
robado, y no tenía por tanto ningún mérito de salvoconducto. El mensajero llegó hasta el extremo  
de violar un secreto de guerra para acreditar su identidad. Reveló que iba en misión a Curazao,  
donde esperaba reclutar exiliados de todo el Caribe y adquirir armas y pertrechos suficientes para  
intentar un desembarco a fin de año. Confiando en ese plan, el coronel Aureliano Buendía no era  
partidario de que en aquel momento se hicieran sacrificios inútiles.  
Arcadio fue inflexible. Hizo encarcelar al mensajero, mientras comprobaba su identidad, y  
resolvió defender la plaza hasta la muerte.  
No tuvo que esperar mucho tiempo. Las noticias del fracaso liberal fueron cada vez más  
concretas. A fines de marzo, en una madrugada de lluvias prematuras, la calma tensa de las  
semanas anteriores se resolvió abruptamente con un desesperado toque de corneta, seguido de  
un cañonazo que desbarató la torre del templo. En realidad, la voluntad de resistencia de Arcadio  
era una locura. No disponía de más de cincuenta hombres mal armados, con una dotación  
máxima de veinte cartuchos cada uno. Pero entre ellos, sus antiguos alumnos, excitados con  
proclamas altisonantes, estaban decididos a sacrificar el pellejo por una causa perdida. En medio  
del tropel de botas, de órdenes contradictorias, de cañonazos que hacían temblar la tierra, de  
disparos atolondrados y de toques de corneta sin sentido, el supuesto coronel Stevenson  
consiguió hablar con Arcadio. «Evíteme la indignidad de morir en el cepo con estos trapes de  
mujer -le dijo-. Si he de morir, que sea peleando.» Logró convencerlo. Arcadio ordenó que le  
entregaran un arma con veinte cartuchos y lo dejaron con cinco hombres defendiendo el cuartel,  
mientras él iba con su estado mayor a ponerse al frente de la resistencia. No alcanzó a llegar al  
camino de la ciénaga. Las barricadas habían sido despedazadas y los defensores se batían al  
descubierto en las calles, primero hasta donde les alcanzaba la dotación de los fusiles, y luego  
con pistolas contra fusiles y por último cuerpo a cuerpo. Ante la inminencia de la derrota, algunas  
mujeres se echaron a la calle armadas de palos y cuchillos de cocina. En aquella confusión,  
Arcadio encontró a Amaranta que andaba buscándolo como una loca, en camisa de dormir, con  
dos viejas pistolas de José Arcadio Buendía. Le dio su fusil a un oficial que había sido desarmado  
en la refriega, y se evadió con Amaranta por una calle adyacente para llevarla a casa Úrsula  
estaba en la puerta, esperando, indiferente a las descargas que habían abierto una tronera en la  
fachada de la casa vecina. La lluvia cedía, pero las calles estaban resbaladizas y blandas como  
jabón derretido, y había que adivinar las distancias en la oscuridad. Arcadio dejó a Amaranta con  
Úrsula y trató de enfrentarse a do8 soldados que soltaron una andanada ciega desde la esquina.  
Las viejas pistolas guardadas muchos años en un ropero no ;f~½cionaron. Protegiendo a Arcadio  
con su cuerpo, Úrsula intentó arrastrarlo hasta la casa.  
-Ven, por Dios -le gritaba-. ¡Ya basta de locuras!  
Los soldados los apuntaron.  
-¡Suelte a ese hombre, señora -gritó uno de ellos-, o no respondemos!  
Arcadio empujó a Úrsula hacia la casa y se entregó. Poco después terminaron los disparos y  
empezaron a repicar las campanas. La resistencia había sido aniquilada en menos de media hora.  
Ni uno solo de los hombres de Arcadio sobrevivió al asalto, pero antes de morir se llevaron por  
delante a trescientos soldados. El último baluarte fue el cuartel. Antes de ser atacado, el supuesto  
coronel Gregorio Stevenson puso en libertad a los presos y ordenó a sus hombres que salieran a  
batirse en la calle. La extraordinaria movilidad y la puntería certera con que disparó sus veinte  
cartuchos por las diferentes ventanas, dieron la impresión de que el cuartel estaba bien  
resguardado, y los atacantes lo despedazaron a cañonazos. El capitán que dirigió la operación se  
asombró de encontrar los escombros desiertos, y un solo hombre en calzoncillos, muerto, con el
-Soy el coronel Gregorio Stevenson.Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
51  
fusil sin carga, todavía agarrado por un brazo que había sido arrancado de cuajo. Tenía una  
frondosa cabellera de mujer enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario  
con un pescadito de oro. Al voltearlo con la puntera de la bota para alumbrarle la cara, el capitán  
se quedó perplejo. «Mierda», exclamó. Otros oficiales se acercaron.  
Miren dónde vino a aparecer este hombre -les dijo el capitán-. Es Gregorio Stevenson,  
Al amanecer, después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue fusilado contra el muro  
del cementerio. En las dos últimas horas de su vida no logró entender por qué había desaparecido  
el miedo que lo atormentó desde la infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar  
su reciente valor, escuchó los interminables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa  
hora debía estar bajo el castaño tomando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de  
ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que iba a nacer en agosto, Pensaba en Santa Sofía  
de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y  
añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba  
en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a  
comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado. El presidente del  
consejo de guerra inició su discurso final, antes de que Arcadio cayera en la cuenta de que  
habrían transcurrido dos horas. «Aunque los cargos comprobados no tuvieran sobrados méritos - 
decía el presidente-, la temeridad irresponsable y criminal con que el acusado empujó a sus  
subordinados a una muerte inútil, bastaría para merecerle la pena capital.» En la escuela  
desportillada donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del  
cuarto donde conoció la incertidumbre del amor, Arcadio encontró ridículo el formalismo de la  
muerte. En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que  
experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia.  
No habló mientras no le preguntaron cuál era su última voluntad.  
-Díganle a mi mujer -contestó con voz bien timbrada- que le ponga a la, niña el nombre de  
Úrsula -hizo una pausa y confirmó-: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a  
nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo.  
Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de asistirlo. «No tengo nada de qué  
arrepentirme», dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de tomarse una taza de  
café negro. El jefe del pelotón, especialista en ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era  
mucho más que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la llovizna  
persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La nostalgia  
se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar una inmensa curiosidad. Sólo cuando le  
ordenaron ponerse de espaldas al muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un vestido de  
flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que le reconociera. En  
efecto, Rebeca miró casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo  
reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la mano. Arcadio le contestó en la  
misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles y oyó letra por letra  
las encíclicas cantadas de Melquíades y sintió los pasos perdidos de Santa Bofia de la Piedad,  
virgen, en el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le había  
llamado la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. «¡Ah, carajo! -alcanzó a  
pensar-, se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran Remedios.» Entonces, acumulado en  
un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio  
la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza sin  
comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos.  
-¡Cabrones! -gritó-. ¡Viva el partido liberal!Cien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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fusil sin carga, todavía agarrado por un brazo que había sido arrancado de cuajo. Tenía una  
frondosa cabellera de mujer enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario  
con un pescadito de oro. Al voltearlo con la puntera de la bota para alumbrarle la cara, el capitán  
se quedó perplejo. «Mierda», exclamó. Otros oficiales se acercaron.  
Miren dónde vino a aparecer este hombre -les dijo el capitán-. Es Gregorio Stevenson,  
Al amanecer, después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue fusilado contra el muro  
del cementerio. En las dos últimas horas de su vida no logró entender por qué había desaparecido  
el miedo que lo atormentó desde la infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar  
su reciente valor, escuchó los interminables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa  
hora debía estar bajo el castaño tomando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de  
ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que iba a nacer en agosto, Pensaba en Santa Sofía  
de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y  
añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba  
en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a  
comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado. El presidente del  
consejo de guerra inició su discurso final, antes de que Arcadio cayera en la cuenta de que  
habrían transcurrido dos horas. «Aunque los cargos comprobados no tuvieran sobrados méritos - 
decía el presidente-, la temeridad irresponsable y criminal con que el acusado empujó a sus  
subordinados a una muerte inútil, bastaría para merecerle la pena capital.» En la escuela  
desportillada donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del  
cuarto donde conoció la incertidumbre del amor, Arcadio encontró ridículo el formalismo de la  
muerte. En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que  
experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia.  
No habló mientras no le preguntaron cuál era su última voluntad.  
-Díganle a mi mujer -contestó con voz bien timbrada- que le ponga a la, niña el nombre de  
Úrsula -hizo una pausa y confirmó-: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a  
nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo.  
Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de asistirlo. «No tengo nada de qué  
arrepentirme», dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de tomarse una taza de  
café negro. El jefe del pelotón, especialista en ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era  
mucho más que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la llovizna  
persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La nostalgia  
se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar una inmensa curiosidad. Sólo cuando le  
ordenaron ponerse de espaldas al muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un vestido de  
flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que le reconociera. En  
efecto, Rebeca miró casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo  
reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la mano. Arcadio le contestó en la  
misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles y oyó letra por letra  
las encíclicas cantadas de Melquíades y sintió los pasos perdidos de Santa Bofia de la Piedad,  
virgen, en el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le había  
llamado la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. «¡Ah, carajo! -alcanzó a  
pensar-, se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran Remedios.» Entonces, acumulado en  
un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio  
la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza sin  
comprender de dónde fluía el líquidoCien años de soledad  
Gabriel García Márquez  
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fusil sin carga, todavía agarrado por un brazo que había sido arrancado de cuajo. Tenía una  
frondosa cabellera de mujer enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario  
con un pescadito de oro. Al voltearlo con la puntera de la bota para alumbrarle la cara, el capitán  
se quedó perplejo. «Mierda», exclamó. Otros oficiales se acercaron.  
Miren dónde vino a aparecer este hombre -les dijo el capitán-. Es Gregorio Stevenson,  
Al amanecer, después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue fusilado contra el muro  
del cementerio. En las dos últimas horas de su vida no logró entender por qué había desaparecido  
el miedo que lo atormentó desde la infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar  
su reciente valor, escuchó los interminables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa  
hora debía estar bajo el castaño tomando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de  
ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que iba a nacer en agosto, Pensaba en Santa Sofía  
de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y  
añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba  
en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a  
comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado. El presidente del  
consejo de guerra inició su discurso final, antes de que Arcadio cayera en la cuenta de que  
habrían transcurrido dos horas. «Aunque los cargos comprobados no tuvieran sobrados méritos - 
decía el presidente-, la temeridad irresponsable y criminal con que el acusado empujó a sus  
subordinados a una muerte inútil, bastaría para merecerle la pena capital.» En la escuela  
desportillada donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del  
cuarto donde conoció la incertidumbre del amor, Arcadio encontró ridículo el formalismo de la  
muerte. En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que  
experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia.  
No habló mientras no le preguntaron cuál era su última voluntad.  
-Díganle a mi mujer -contestó con voz bien timbrada- que le ponga a la, niña el nombre de  
Úrsula -hizo una pausa y confirmó-: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a  
nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo.  
Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de asistirlo. «No tengo nada de qué  
arrepentirme», dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de tomarse una taza de  
café negro. El jefe del pelotón, especialista en ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era  
mucho más que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la llovizna  
persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La nostalgia  
se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar una inmensa curiosidad. Sólo cuando le  
ordenaron ponerse de espaldas al muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un vestido de  
flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que le reconociera. En  
efecto, Rebeca miró casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo  
reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la mano. Arcadio le contestó en la  
misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles y oyó letra por letra  
las encíclicas cantadas de Melquíades y sintió los pasos perdidos de Santa Bofia de la Piedad,  
virgen, en el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le había  
llamado la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. «¡Ah, carajo! -alcanzó a  
pensar-, se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran Remedios.» Entonces, acumulado en  
un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio  
la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza sin  
comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos.  
-¡Cabrones! -gritó-. ¡Viva el partido liberal! ardiente que le quemaba los muslos.  
-¡Cabrones! -gritó-. ¡Viva el partido liberal!



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En el texto hay: soledad y sobre la vida misma

Editado: 26.04.2021

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