Náimon y el estigma

Prefacio

—Leandro, ¿seguro que es el camino? —preguntó Coustou mientras sacudía la nieve sobre su hombro derecho—. Deberíais saber, mejor que nadie, la poca paciencia de vuestro señor.

Leandro volteó su vista con la intención de otorgarle una respuesta, pero su señor le quitó ese privilegio.

—Lo sabe, mi buen amigo. Os pediré que no lo distraigas, mi siervo fiel nunca osa en defraudarme, confío ciegamente en su buen juicio —aseguró Ser Louis Rouvroy, un honorable noble de Aragón.

Ante la vista de cualquier hombre, Ser Louis Rouvroy era la perfecta imagen de un caballero, su linaje noble lo hacía aún más intachable. Era tan solo un joven de veinte años, esbelto de ojos verdes y un rostro atractivo. Su armamento era implacable, vestía pantalones negros de lana, botas y guantes de cuero negro. Montado sobre su corcel blanco y portando una de las armas más espléndidas y filosas que ya lo había acompañado en varios enfrentamientos.

—No os contradeciré, mi señor —intervino Denain, otro honorable hombre que acompañaban a Ser Louis, que ya se acercaba a las cuatro décadas—. Pero lo que debería preocuparnos es su buena memoria. Además de por donde hemos de caminar.

—Sé bien que enemigos pueden estar cerca, Denain, pero no es para que estés tan temeroso —dijo Ser Louis Rouvroy después de echar una mirada a su vasallo que los dirigía.

—No es por eso, mi señor.

—Demasiado tarde, Denain, ya todos hemos notado tu cobardía —dijo Coustou sin intenciones de ocultar la sonrisa burlona—. Hasta el siervo de Ser Rouvroy se ha dado cuenta.

—¡Tonterías! Los hombres no provocan en mí ningún tipo de temor, yo mismo he acabado con cientos, no, miles de ellos sin titubear. No pueden asustarme, ya que conozco lo que enfrentó —su voz resonó en aquel bosque blanco por el que cruzaban.

Había demasiado silencio en aquel lugar, tanto como para causar temor. Aunque no todos se habían percatado del pequeño detalle, pues iban muy inmersos en la conversación contra Denain.

—Entonces, ¿qué te asusta? Honorable caballero —insistió Coustou con otra apenas visible sonrisa.

—Lo desconocido —respondió casi de inmediato. No había osado caer en la trampa del hombre, además de que sabía exactamente lo que le hacía estremecerse mediante espantosas pesadillas.

—¿Qué insinúas con semejante respuesta? —pregunto Ser Rouvroy un poco curioso.

—Mi señor, me he criado bajo las buenas instrucciones de la iglesia, las sagradas palabras del Dios todopoderoso forma parte de mi vida. La fe que tengo es sincera, pero hay cosas demasiado inusitadas en este mundo, cosas que realmente desconocemos. He escuchado sobre asuntos desconcertantes, asuntos sobre el valle de Arthies el cual no está muy lejos de aquí.

—No se ofenda, señor Denain, pero no hay que creer todo lo que dicen las personas —intervino Leandro con una voz apacible pero segura, quizás debido a la experiencia.

Casi de inmediato sintió la mirada enfurecida del caballero, así como la sonrisa burlona por parte de Coustou. Al momento de haber pronunciado aquellas palabras supo que el noble no estaría de acuerdo, quiso haber permanecido en silencio, pero no pudo haberse contenido.

—Mi buen siervo tiene razón, Denain, escoge bien a quienes debes creer sus palabras o terminarás siendo burlado.

Leandro sintió cierta sorpresa por las palabras de su señor Ser Rouvroy, en el tiempo en que su amo había hecho amistad con aquellos hombres, se había dado cuenta de lo poco amigables que eran los nobles. Por esa misma razón en ocasiones le era difícil contener sus comentarios, los cuales usualmente lo metían en problemas.

Pero, en aquella ocasión era lo que menos le preocupaba. Podía percibir la extrañeza en el ambiente, los alrededores estaban conformados por largos árboles abrazados con una ligera capa de blanca nieve, era complicado intentar buscar algo más que no fuera nieve y troncos congelados, sin embargo, sabía exactamente hacia dónde se dirigía.

No podría olvidar aquel camino después de lo que había visto. Era como ser poseedor de un sentido extra que lo atraía hacia aquel lugar que tanto lo había perturbado.
La oscuridad descendía lentamente sobre ellos, el tiempo que llevaban caminando no era nada comparado a lo que habían cabalgado anteriormente con la mesnada del rey Carlos V.

Leandro aún recordaba el momento en que el rey había llamado a su señor Ser Rouvroy para pedirle que acabara con los invasores que estaban causando estragos en sus tierras. Su amo había jurado destruir a cualquier malhechor que usurpara la tranquilidad del rey, además de que había sido motivado por los rumores de las grandes recompensas que daba a quienes le servían.

«Sí tan solo Ser Rouvroy no hubiera sido tan codicioso, no tendría que estar caminando por estos bosques espeluznantes una vez más», pensaba Leandro mientras sentía el frío infiltrarse por sus botas.

—Apuesto a que los enemigos de vuestro rey superan la cobardía de Pedro —mencionó Coustou.

—No hagas suposiciones antes de tiempo, hemos de conocer su fuerza para poder destruirlos —le contradijo Denain.

Leandro notaba la ansiedad en Coustou, parecía estar ansioso por derramar sangre y eso le causo gracia.

—¿Sucede algo, Leandro? —Ser Rouvroy lo observaba.

—Nos acercamos, mi señor, os sugiero dejar los caballos.

—En caso de que nos descubran, huiríamos más rápido con los caballos —repuso Denain.

Rouvroy se detuvo un instante, mirando las expresiones de su siervo. El viento cada vez soplaba con mayor frecuencia helando la piel.

—Calla y haz lo que ha dicho. No seas cobarde pensando que hemos de ser descubiertos y huiremos como ratones —las palabras con autoridad de Ser Rouvroy lo hicieron guardar silencio.

Los nobles juntaron a sus caballos cerca de algunas ramas bajas y desmontaron.

—Cuenta lo que has visto, Leandro. Solo para darnos una idea de lo que hemos de enfrentar —dijo Coustou.
El hombre tenía dificultades para permanecer en silencio, Leandro aseguraba que le temía al vacío, pues nunca dejaba de hacer comentarios innecesarios y hasta un punto, desesperantes.




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