Náimon y el estigma

Capítulo 1

El silencio de la noche había sido usurpado por el grito de la reina. Era la segunda semana del cuarto mes, cuando en el palacio de Blenheim, el llanto de un recién nacido se escuchó como eco entre las paredes. Alec permanecía en una esquina de la habitación observando al rey Charles Elvard sosteniendo por primera vez a su primogénita. Era la primera vez que ponía aquella expresión, sintió una pacífica calidez con solo admirar la escena. Alec nunca había presenciado un nacimiento, y aquello le había resultado increíble por el simple hecho de traer una nueva vida al mundo.

Alec deseaba algún día tener el mismo privilegio. Sonrió.

Entonces algo lo inquieto, un hecho que posiblemente arruinaría el maravilloso momento. Sus celestes ojos se posaron en la reina, Eillen Stone. La mujer exhausta por el parto respiraba cada vez con más dificultad.

Nadie se imaginaría que era la reina, parecía haber perdido mucho peso y su piel ahora era mucho más pálida. Los ojos avellana reflejaban cansancio, dolor y un sinfín de abrumados sentimientos. Hace tan solo unas semanas que había recaído en su totalidad, las criadas tenían que alimentarla, limpiarla y vestirla. Era como si fuese siendo consumida lentamente desde el interior. Parecía una delicada flor que podría ser arrasada con un soplo.

El pecho subía y bajaba demasiado lento, con mucha dificultad.

El rey se acercó a su esposa dejando en brazos de una criada a su hija, se arrodillo al lado de la cama sosteniendo las delgadas y huesudas manos de Eillen.

—Mi reina —dijo—. Es una niña, tan hermosa como lo eres, mi sol.

El aura había adquirido un drástico cambio, lo que empezo como felicidad estaba por ser destruido, como el corazón del rey. Alec lo sabía, de hecho, todos en la habitación presentían lo que sucedería, pero notaba que el rey se rehusaba a aceptarlo.

Por los delgados brazos de la reina las venas comenzaban a tornarse oscuras. Alec sentía la tristeza y el dolor que la consumían lentamente.

—Amado mío —habló la reina con dificultad—. Perdóname.

El momento se acercaba, el rey derramaba lágrimas sosteniendo con más fuerza las manos de su amada reina.

—No hay nada que perdonar —su voz era quebrada—. Por favor, no me dejes. No nos dejes.

Fue un verdadero esfuerzo el de Eillen cuando acaricio el rostro de su rey y observó a la infante entre los brazos de la criada. Su mirada era desgarradora, seguramente de haber podido detener el tiempo para enmendar las cosas, lo habría hecho. Habría dado lo que fuera. Pero el tiempo no daba segundas oportunidades.

—Sé fuerte, quiero que la protejas-suplicó—. No permitas que suceda, ella es lo único que tendrás para recordarme. Por favor, cuídala por mí.

—Lo haré, no permitiré que nada malo le suceda —prometió—. Y cuando llegue el momento iré a ti. Mi querida reina, mi brillante sol —sollozó.

Los celestes ojos de Alec observaron a la humana cuya alma y cuerpo se estaban desvaneciendo. Asintió ante la mirada de la reina, él también era parte de aquella promesa.

Eillen sonrió con tranquilidad.

Era más de media noche cuando Alec fue testigo del inmenso dolor del rey ante la pérdida de su amada reina.

El ambiente era de lo más gris y doloroso posible. Y las cosas solo empeoraron cuando notó como la esencia que había acabado con la reina se incrustaba en uno de los brazos de la infante creando un peligroso estigma. Lo único que se entendía era la figura de un tridente y llamas de ardiente fuego.

El rey era un desastre, lleno de lágrimas sin fuerzas para levantarse aun sostenía la mano helada de su amada. Solamente levanto la mirada para ver a su hija, quien permanecía tranquila, ignorante a lo que sucedía a su alrededor.

—He prometido protegerte con mi vida, pero no creo ser suficiente para lograrlo —dijo el rey con un nudo en su garganta.

El rey Charles Elvard estaba asustado, no tenía ni la más remota idea de que es lo que debería de hacer. El corazón le palpitaba aceleradamente, una parte dentro de él aún se negaba a aceptar lo que estaba sucediendo. Buscaba anhelosamente una esperanza. La tenía en aquella habitación, muy cerca de él.

—Alec, os suplico que me brindes tu ayuda. No podré soportar que me arrebaten la otra mitad de mi herido corazón.

El rostro de Alec permanecía apacible, pero le daba cierta seguridad al rey.

—No os turbéis mi rey, me encargaré de que su promesa no sea en vano al igual que la muerte de la reina.

Las palabras eran reconfortantes, idóneas para hacerle sentir tranquilidad. Alec se estaba comprometiendo, quizás ni él podría proteger a la princesa del mal que se avecinaba.

Se dio media vuelta y atravesó un portal que lo condujo a lo que parecía otro palacio, pero más elegante. Los portales eran únicamente autorizados para algunas criaturas, como los arquideos. Seres hermosos creados para la protección de la diversidad de mundos. No todos los humanos eran conocedores de tal régimen, pero la familia real Elvard había sido una de las excepciones desde tiempos antiguos.

Y aunque eran ajenos a la mayoría de los ojos humanos, en sus creencias eran nombrados ángeles.

Una enorme puerta de un reluciente dorado fue abierta permitiéndole el paso. Las paredes del lugar eran demasiado blancas y cada borde era impregnado con oro. Aunque pareciera un museo egipcio, no había ningún adorno o reliquias a la vista. Solamente pasillos largos de relucientes materiales.

Alec había meditado mucho en cuanto a lo que debería de hacer para poder cumplir la promesa a su humano. Solo había encontrado una solución; sabiduría.

Cinco tronos dorados había frente a Alec, en donde cinco seres estaban observándolo. Sus vestimentas eran de un rojo oscuro, la piel blanca como leones albinos apenas era visible. Pero lo que más destacaba en aquellos seres era sus miradas doradas, sin pupilas.




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