Comí con mi madre ayer. Y hoy, con dedos trémulos, y la cabeza hecha una maraña de ideas estúpidas, le mandé un mensaje de texto a Nash; acepté. Le dije que nos veíamos en la fiesta que organizaba la fraternidad de la que Sam había sido miembro tan solo los primeros dos años después de su ingreso. Éramos sus invitadas, así que pensé que era una buena oportunidad para ver a la Calamidad sin levantar sospechas.
El edificio era más un palacio que una casa. Se notaba mucho que allí vivían personas con más dinero que preocupaciones. Siloh estacionó la camioneta dos calles lejos del lugar, y luego caminamos de regreso hasta las grandes puertas de acero que daban la bienvenida.
Cuando entramos, otra dimensión pareció haber sido abierta. Las luces neón jugaban a la perfección con las telas que colgaban desde el techo. Una escalera de mármol pegada a la pared; una mesa de bebidas y una de postres arrinconadas en ambos lados del salón principal. Todo estaba perfectamente distribuido y, en la parte alta, había un tipo que supuse era el DJ.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Siloh ya estando en mitad del salón y, tomándome de la mano, me condujo hasta la pista en el centro. Esa noche, por lo visto, iba a por todo; porque tiró de mí hasta que me vi obligada a seguir su ritmo, impelida por el tono trance de la música y el estruendo provocado por las bocinas.
Segura de que no quería acabar molida de pies a cabeza, arrastré a Siloh al extremo opuesto, adonde habían improvisado una barra de bebidas. Pedimos tequila. Varios conocidos de nuestra generación estaban dispersos por doquier, de manera que no nos faltó la conversación y, acompañadas por varios tragos, nos distrajimos en pláticas de todo tipo.
Un jubiloso Sam se acercó tras surgir de entre la masa de gente. Vestía vaqueros y una camisa azul, de botones, pero sin cuello. Aquel día iba especialmente despeinado, mas su cabello seguía brillante y sedoso. Como si incluso el desgarbo de sus hebras rubias fuera a juego con el resto de su vestimenta.
—¡Ey! ¡Viniste! —exclamó, sentándose a mi lado en la barra.
Los miembros de la fraternidad a los que Sam todavía llamaba amigos —eso lo había dicho él— relataron sus fechorías a Siloh y provocaron que su risa se prolongara hasta causarme más felicidad a mí.
—Te dije que vendría —le espeté. Sam le hizo una seña al barman y luego me observó, atento—. Esto es increíble, Sam. En serio —alagué.
Él se encogió de hombros al tiempo que sonreía fervientemente. Hablamos un rato acerca de mi carrera, de mis materias extracurriculares —omití la literatura—. Pero sí le hablé sobre mi familia, sobre Dary, sobre mi padre; le dije las cosas que se cuentan cuando quieres entablar una amistad sincera.
Por su lado, Sam me explicó que había dejado la fraternidad por gusto propio, excusado por la cantidad de obligaciones que tenía luego de que su padre muriera.
Estar en ese lugar, junto con él, me llevó a pensar que podía pasar horas escuchándolo; el tiempo transcurría en un parpadeo y las demás voces en derredor quedaban mitigadas por sus expresiones, de las que no conseguí apartar la mirada.
Minutos después de hablarme un poco sobre lo que pensaba hacer tras graduarse —hacerse cargo de las compañías de autos que habían sido propiedad de su padre—, se disculpó para marcharse, porque aquella fiesta era en honor de un compañero suyo que cumplía años.
Tomé un agua gasificada y me encaminé escaleras arriba para buscar un lugar dónde tomar aire fresco. Siloh estaba demasiado entretenida con un chico llamado Dylan perteneciente a la fraternidad así que preferí no molestarla. Deambulé por la enorme mansión un rato hasta dar con una terraza, cuya vista era la parte trasera de la casa. Me incliné para quedar recargada en el pretil y tener una mejor imagen del inmenso jardín.
Un día antes, Sam había tocado brevemente el tema de Nash; por lo que deduje que ya se había enterado de mis circunstancias con él. Así que lo escuché atentamente mientras decía Nash no es lo que tú crees. Y la verdad yo ya no tenía idea de qué, con exactitud, pensaba sobre la Calamidad.
Por todo lo contrario a lo que la gente imaginaba, yo tenía la sensación de que era peor. Nadie podría sacarme de aquel pensamiento. Los rumores y las afirmaciones eran las mismas: que no tenía escrúpulos, que era un ególatra, que su personalidad superaba a todos en cuanto al rechazo social.
Aún no había conocido a alguien, excepto la profesora Danvert, que tuviera buen concepto de su calidad como ser humano. Me causaba miedo genuino. Miedo de romper mis propios objetivos. Miedo del que te come por dentro y te deja hecho polvo.
—Supuse que estarías en el único lugar a donde nadie va. —Su voz era ya inconfundible.
La encrucijada volvió a mi cabeza.
Contemplé todas las posibilidades que tenía; si lo denunciaba —como había sido mi primer pensamiento— él negaría todo y los que me rodeaban iban a decir que el acto había sido consensual. Lo que derrumbaba cualquiera de mis otras opciones: incluida la de aceptar frente al rector que el error había sido mío.
En el fondo, yo sabía que no era una tortura el sucumbir a mis más bajos deseos, pero la conciencia me seguía gritando; mientras más cerca estaba de Nash, más miserable me sentía. Mientras más lo miraba en las clases, mirándome, y haciendo una vida digna de su estilo (hablar para enmudecer al resto, caminar para humillar al resto, existir para superar al resto), más atrayente resultaba.
Sexualmente, Nash sabía muy bien lo que hacía. Era un obseso del control, y sus palabras durante el acto se volvían un fetiche que acrecentaba su placer… y el de su compañera.
—Quería pensar un rato. Sin el bullicio, ya sabes. —Me recargué de espaldas en el soporte de la terraza para verlo a los ojos. Él llevaba puestos pantalones de mezclilla y una camisa gris, cuyo cuello libre de botones dejaba a la vista una camiseta blanca. Traía el cabello acomodado de forma rebelde, pero su apariencia era, hasta cierto punto, elegante—. Quiero la foto de regreso. Y tu palabra de que no hay copias. —Una sonrisa se formó en sus labios. Me tomó de la mano y me condujo a la habitación contigua.