—¡Te juro que a veces no te comprendo! —exclamó Siloh aun con el ceño fruncido.
Se puso frente a mí y se cruzó de brazos. Torció un gesto al notar que yo no iba a responder ni a cambiar de opinión acerca de ir a la habitación de Nash.
—Espero que al menos estés tomando las precauciones necesarias —bufó.
Esbocé media sonrisa; expresión que pareció enfurecerla más pues chasqueó su lengua contra sus dientes y se tiró sobre la cama.
—Las tomo. No te preocupes.
Me levanté y caminé en dirección del armario. Lo primero que hice fue buscar una prenda que se quitara fácil; aquella noche hacía mucho frío, y por eso la tarea resultaba un poco contradictoria. Aun así, me las arreglé para vestirme de manera decente y ligera al mismo tiempo.
Eran cerca de las diez de la noche de ese mismo día. Apenas Siloh hubo dejado de gritarme, me advirtió que estaba corriendo muchos riesgos y al fin me dijo que tratara de llegar antes de que ella se durmiera.
Me costó demasiado encaminarme hasta el ala sur el campus, donde se ubicaba el edificio de la Calamidad —y de Sam—, pero llegué sin dejar de pensar en los reclamos de mi compañera. Al final, acabé por empujar el recuerdo de sus palabras y me planté frente a la puerta de la habitación. Estaba entreabierta, así que asomé levemente la cara; para mi sorpresa, Nash no se encontraba solo, sino con Shona, que llevaba puesto un conjunto para dormir. O esa impresión me dio, al menos.
—Perdón —dije con la intención de regresar por donde había venido.
Como relámpago, Shona me alcanzó, me tomó por el brazo y me hizo parar. Yo observé primero su mano, que rodeaba mi delgada extremidad; luego clavé mis ojos en ella con una mirada que se sentía tan glacial que hasta a mí me provocó frío.
A ella, por otro lado, ni siquiera le importó que le arrancara mi mano, como si fuera a quemarme.
—Yo ya me iba —espetó.
Asentí, sintiéndome como una tonta, y me volví sin quitar la mirada de ella.
Cuando se fue, y al entrar en la misteriosamente ordenada habitación de Nash, este me observó un momento y luego sonrió, bastante despreocupado. Estaba sentado en su cama, con un libro de Dickinson en las manos; lo dejó de lado y se puso de pie.
Se quedó parado frente a mí pocos segundos después. Esbozó una sonrisa y, pasando de largo, dio un fuerte golpe a la puerta, cerrándola. Luego puso las manos en mis hombros, dio un paso conmigo a cuestas y me pego en contra de la pared, que estaba fría.
La prenda que llevaba como suéter no me cubría de los nervios, ni me protegía de la mirada fulminante de aquel ser de cabellos oscuros. Tampoco me aseguraba que fuera a ser efectiva si más tarde necesitaba sentirme… cubierta.
—Te estaba esperando —dijo.
—Pues ya estoy aquí —sentencié.
Él ladeó la cabeza, inspeccionándome. La caricia que perpetró a continuación fue mi colmo: porque no estaba acostumbrada a que la gente se aprovechara tan descaradamente de mis inseguridades. Nash lo hacía con frecuencia, tanta que cada vez me sentía más vulnerable.
Tocó, con la yema de su dedo índice, el lunar rojizo de mi clavícula, y parecía extasiado con la imagen de un defecto en la piel tan marcado. El resto de mi cuerpo era de tono blanquecino caucásico, lleno de lunares cafés, y cicatrices de la infancia.
Esa maldita marca, en cambio, era el motivo de que no utilizara blusas de tirantes o tops. Nash tenía el talento incomprensible de hacer que mis más profundos miedos salieran a flote; ni siquiera había necesidad de que dijera nada. Era por eso que las caídas con él se sentían fuertes y dolorosas.
De pronto estaba en silencio, mirándome, como si en mí hubiera perdido algo, y luego, sin más…
—Tienes un exceso de melanina muy inspirador, Pen —susurró—. El color es muy llamativo. —Su mirada verdosa, como el aceite de oliva extra virgen, se posó en la mía. La sensación que me provocó el contacto de nuestras miradas, equivalió a haberme tomado una buena cantidad de café—. ¿Cuántas veces has intentado cubrírtelo? —preguntó, demostrándome que el halo encantador y romántico que casi siempre lo rodeaba, era pasajero.
O que él se negaba a dejarlo salir por más de treinta segundos.
Tras observarme con mucha atención, echó la cabeza atrás, miró el techo por varios instantes y se dio la vuelta, soltándome para que lo siguiera.
Se sentó en su cama, donde comenzó a quitarse los zapatos.
—¿Tienes ganas hoy o me vas a dejar todo el trabajo a mí de nuevo? —inquirió, en tono mordaz.
Y aún a pesar de sus burlas, seguía pareciéndome un seductor experimentado, que sabía usar su carrera en favor de las cosas que deseaba.
—¿Qué tiene de malo el dejar que tú hagas todo? Pensé que te gustaba tener el control —le dije.
—¿Y eso lo acabas de descubrir? —continuó.
—Me di cuenta cuando insististe en ponerte el preservativo tú solo la última vez. Si quiero tocarte por mi cuenta está mal, y te paralizas; lo cual demuestras enojándote. Así que no es difícil comprender que no consientes que yo haga o diga algo sin tu permiso. —Me mordí el labio inferior, y le dije en cuanto lo liberé—: Te sobrepasa que la gente sepa algo sobre ti porque entonces no parecerías impenetrable.