Me perdí las últimas cuatro clases de literatura, y la quinta, a la que me había encaminado hacía más de tres horas, finalizó con una advertencia del rector si no acababa con esa extracurricular. Había dicho que mi madre se daría por enterada.
Suzanne, como se llamaba ella, me visitaba los fines de mes sin falta; pero como las vacaciones invernales habían pasado, se encontraba en la ciudad, aún de visita con mi tía Margaret.
Nuestros encuentros siempre habían sido fríos, sin charlas sentimentales en las que yo le resumía qué tan bien me iba con las clases. Luego se marchaba: altiva, egoísta, y ausente como siempre. O al menos fingiendo que su única hija no le importaba en lo absoluto.
Esta tarde, al ver a Nash de nuevo, entendí que no quería tener frente a mí a la mujer que había enfrentado la muerte de mi padre de forma tan extraña; en relaciones con personajes a los que les doblaba la edad, tertulias de chismes que me daban asco, y una vida vacía.
Así como me sentía yo en este instante, lejos del campus, sentada bajo un árbol cuya especie me era desconocida.
Cuando vi que Sam se dirigía hacia mí, me pregunté si un día podría encontrar un sitio dónde esconderme sin ser demasiado obvia. Nadie me observaba y, aun así, me removí en el suelo hasta doblar las piernas, casi abrazándome de ellas.
—Me preguntaba dónde podías estar —señaló Sam, poniéndose en cuclillas mientras dejaba su mochila a un lado—, y resulta que estás escondida.
Yo tenía varios de mis libros regados en el césped, junto con el maletín escolar. Tragué saliva e imaginé cuál mentira sería buena para evitar una explicación.
Sam observó los alrededores; había una pareja cerca del edificio de medicina, al que le había dado la espalda. Fuera de ellos, el lugar estaba vacío.
—La universidad puede ser muy ruidosa —suspiré—. Me gusta mi soledad. Nunca he tenido miedo de ella.
—Eso es bueno —dijo él, sin sentarse.
Quería entablar una conversación; quería que me ayudara a sacarme todas estas cosas raras de la cabeza, pero el mero hecho de tener que dar cuentas de por qué me encontraba allí, me provocó náuseas.
El letargo de Nash se había prolongado durante todos esos días, y mis sueños en su favor aumentaban en intensidad y terror. Aun así, había hecho todo lo posible por no encontrármelo en ningún lado.
Pero hoy, tras mirarlo frente a frente, supe que una parte de mi cuerpo comenzaba a reaccionar con él en mi campo visual.
—¿Está todo bien? —inquirió Sam, y en ese momento me percaté de la intensidad de su mirada.
Negué con la cabeza, reacia a decirle una mentira a él.
No supe por qué, pero al ver que mis cuerdas vocales se encontraban agarrotadas, hice aquello rebelándome en contra de mi mecanismo de defensa. Con Sam lograba mantener la estabilidad; las cosas eran tan sencillas, que su compañía allí fue adecuada.
Nada más adecuada.
— ¿Tiene que ver con Nash? —preguntó.
Acongojada por lo que significaba aceptarlo, terminé por decir—: Supongo que sí. No sé, la verdad.
Me froté el rostro con ambas manos.
Sam esbozó una sonrisa de dientes perfectos. Sus ojos, examinándome a detalle, brillaban en contra de la luz solar. Bajé la vista para observar mis dedos, que se me apetecían delgados y débiles.
Tras volver mi atención a él, me di cuenta de que mi ritmo cardíaco se estabilizaba si me concentraba en su imagen, y se volcaba totalmente al evocar un mínimo pensamiento sobre Nash.
No me gustaba esta última emoción. Dolía demasiado como para desearla.
—¿Sabes una cosa? —dijo él, ahora sí sentándose muy cerca de mí.
También miró a los jardines. La pareja de antes se había ido, y los colores de la luz solar estaban tornándose rojizos y naranjas.
—Obvio, no —me reí.
—Probablemente Nash esté fuera de tu alcance sentimental —susurró, mirándome—, pero eso no quiere decir que sea inmune a ti.
—Eso me tiene sin cuidado —admití—. Si te soy sincera, y como le dije a Siloh, las mentiras de la gente no me importan; estoy acostumbrada a ellas. Pero, Nash… algo le sucede. Estoy segura de ello.
—No puedes ayudarlo, Pen. Ni se te ocurra pensar…
—Sam, tú y tu hermana me confunden mucho.
Levantándome de mi sitio, luego de recoger mis utensilios escolares (Sam me ayudó con los libros), resoplé gracias al hastío que me causaba el tema con referencia a la Calamidad. Por supuesto, si no se lo decía a Sam, pues nadie lo haría. Sin embargo, mis ganas de hablar acababan de ser sepultadas por el nudo en la garganta.
Iba a marcharme sin decir nada, pero Sam me lo impidió. Se plantó delante de mí, con todo su cuerpo a manera de obstrucción entre el camino empedrado y yo.
—Estás actuando extraño, Penélope.
—Apenas me conoces —le dije—. Y esto… No exageres. Solo trato de entender.
—Te conozco casi nada, sí —comentó, con cara de circunstancias—, pero tienes que aceptar que esto se te está yendo de las manos.
Lo hacía. Se me había ido de las manos al ver las heridas cicatrizadas en los nudillos de Nash, durante la clase. Había cruzado el límite que hay entre lo sano y lo perjudicial con él, y de cualquier manera no me lo podía sacar de la mente.
Aquello dio inicio de una forma turbia, su futuro no parecía ser diferente, pero mi voluntad, día a día, se caía como si fueran los pilares de una construcción muy antigua.
En el fondo, era bastante consciente de que tenía que dejar las cosas por la paz. Pero…
—Tú mismo dijiste lo que pasó con sus padres —repliqué, mirando hacia otro sitio que no fueran sus ojos—. Es normal que me pregunte si eso tiene algo que ver con su personalidad.
—¿O sea que quieres psicoanalizarlo y todo eso? —se interesó.
El dejo horrorizado de su rostro fue mi colmo. Me llevé una mano a la frente y, confiada en que era lo mejor para mí, dije—: En realidad no tienes de qué preocuparte. La última vez que… lo vi, me dejó claro que entre nosotros no había nada.