Nasty

Capítulo 12

Si diciembre y enero fueron meses fríos, febrero llegó y se fue con todo su ímpetu. Los estragos de su temperatura aún se hallaban repartidos por todos lados, a modo de nieve, aunque ya comenzaba a retirarse (pero las nubes no habían cedido del todo).

Habíamos decidido ir al bar donde trabajaba Shona.

Mi compañera de cuarto estaba muy interesada en conocer aquel sitio, y no me pude resistir a acompañarla. También había ido porque tenía ganas de salir de mi habitación, tras permanecer escondida allí varios días con el pretexto de la cruel acumulación de tareas.

De Nash había solo las señales pertinentes; sus miradas en literatura, sus ataques orales cuando me tocaba responder a algo de lo que yo no tenía la menor idea. Y así hasta que la hora con Clarisa terminaba.

El bar se llamaba Moon in Water. Era más bien un restaurante de proporciones mayúsculas; con terraza, luces doradas y adornos acorde al resto de la decoración. Las mesas de madera demostraban un orden meticuloso y soberbio, y la gente que se encontraba allí, hundidos en sus mundos, aparentaba llevar encima —a modo de ropa— lo que otra persona podría considerar el costo de su comida mensual.

Tragué saliva en seco, y dejé, junto con Siloh y como Shona nos indicó, el abrigo en manos de otro sujeto; aunque no íbamos vestidas como vagabundas, la ropa que traíamos puesta tampoco se sentía adecuada.

—¿Esto es una especie de broma? —le pregunté a Shon, que nos indicó una mesa en la terraza, después de que subimos las escaleras.

—Lo siento —sonrió la chica—. No me imaginé que el clima…

—¡Shon! —la silenció Siloh y carraspeó antes de agregar—: Creímos que era un sitio más… modesto.

—Lo es —dijo ella—. Sucede que el auge de este lugar ha venido junto con los estudiantes que lo frecuentan. Se sirven platillos muy deliciosos, y tenemos precios de risa. Así que, al estar bien ambientado, los ricos creen que…

—Ya —dije, apenada—. Es una tristeza que las apariencias vendan tanto.

Shona sonrió, como si aquello de verdad fuera divertido. Para mí no lo era porque implicaba mucha de la realidad de mi vida: la superficialidad de las personas, incluso a la hora de comer.

—Se van de aquí satisfechos y recomiendan el sitio, porque al final todos comemos o nos morimos de hambre —sentenció—. Los ricos no quieren aceptarlo, pero sus menús son… —Ladeó la cabeza, tratando, quizás, de buscar una palabra en concreto— miserables.

Permanecí en silencio y analicé sus palabras. Nos sonrió a ambas y se marchó para traernos un par de bebidas que, según sus palabras, nos iban a calentar. Por lo que Siloh y yo aguardamos en la mesa, observamos las decoraciones y las tonalidades ambarinas que rodeaban el balcón.

Había dos mesas más ocupadas por grupos pequeños de amigos. Al fondo se encontraban dos personas muy ocultas por la falta de iluminación. Agucé la mirada e intenté ver si, como los otros aquí, también eran miembros de algún campus.

Pero pronto me di cuenta de que no alcanzaba a verlos muy bien desde de mi lugar.

Pasados varios minutos, Shon regresó ya sin su delantal de trabajo. Esta vez venía acompañada por Sam, al que habíamos invitado también y que nos había pedido que lo adelantáramos; ambos se sentaron y otro mesero se encargó de traernos las bebidas.

A mí no se me quitó el frío del todo. Aun así, adopté mi mejor careta e intenté responder a lo que se me preguntaba sin parecer lejana a la conversación. Para cuando me di cuenta de quién ocupaba aquel rincón oscuro de la segunda planta del bar, Sam se había sentado a mi lado, y hablaba animosamente de cómo habían salido los resultados de su concurso.

Nash se recargó en su asiento cuando notó que lo miraba de nuevo. Ahora, porque una luz más había sido encendida en la calle, su rostro quedaba parcialmente oculto en las sombras; no obstante, su silueta se formaba a la perfección en contra de la mesa, sumergido en quién sabe qué cosas.

La chica con la que estaba no era distinguible, y me hice la temerosa pregunta de si no se habría dado cuenta de aquel escrutinio.

—¿Pen? —Shon llamó mi atención al chasquear sus dedos frente a mis ojos.

Pestañeé varias veces antes de depositar mi mirada primero en ella y luego en Siloh, que tenía el ceño fruncido. Yo miraba la superficie en parota de la mesa —mucho después de haber acosado, con los ojos, a la Calamidad—, los vasos cristalinos, mi reloj de pulsera regalo de mi madre por navidad; todo se me antojó irreal en ese instante.

Me planteé la idea de que Nash se encontraba solo en mi imaginación. Él tenía el poder de parecer una visión del subsuelo; lo gobernaban los colores negros, los infernales. No había grises a su lado; todo significaba lo mismo: destrucción.

Mi destrucción deliberada.

—Lo lamento —dije, con voz trémula. Traté de sonreír, pero por las muecas de mis amigos, comprendí que mi expresión era preocupante—. Tengo frío.

No era del todo mentira, pero también… También era cierto que el frío ya no se debía a la baja temperatura. Aquel entumecimiento les correspondía a mis emociones. Estaba estática y pendiente del temblor a causa del miedo; negándome a mirar de nuevo hacia el fondo.

Y, a pesar de estar convencida de que era un error garrafal, repetí el movimiento y clavé la vista en el rincón.

—Usualmente no está por aquí —admitió Shon, en un hilo de voz, casi disculpándose—, pero hoy algo le incrustó la intención de esperar a su padre. Se irá pronto. Lo prometo.

Arrugué la piel de la frente, y sentí cómo las mejillas se me encendían en vergüenza.

Con una fuerte inspiración, tomé el valor para preguntar—: ¿A qué te refieres con que usualmente no está por aquí?

—Es que su papá es el dueño. Bueno, la familia Singh es la dueña de la cadena —dijo.

Sacudí la cabeza dos o tres veces y, tras dar un largo sorbo a mi bebida, empujé mis pensamientos al oscuro hoyo que era mi interior por aquellos días. Nadie dijo nada mientras yo volvía a la normalidad.




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