Cuando cometes un error grave, la mayoría de las personas a tu alrededor lo notan. Sobre todo si los errores tienen nombre y apellido. La gente que conformaba mi círculo social, aunque no eran cercanos a mí ni mucho menos, me miraba de forma extraña. Lo hacía mientras yo miraba en otra dirección, o mientras charlaba con alguien más.
A estas alturas sentir el escarnio en carne propia había dejado de importar. Mucho más estando frente a la madre de Sam y Siloh, que era una mujer cálida, sonriente y despreocupada; también era igual de glamorosa que mi madre y mi tía, pero en ella los lujos no parecían obscenos.
La observé al tiempo que me llevaba el vaso a la boca, para fingir beber un poco de agua. No había querido hablar mucho porque estaba embelesada con el trato de la señora Mason, cuyos modales se parecían en cierto modo a los de Holly Golightly.
También tenía aspecto de haber vivido muchísimo tiempo en Malibú pues su tez estaba bronceada y cada vez que la luz le tocaba los hombros desnudos me daba la impresión de que alguien le había esparcido cosillas doradas allí. Pero eran solo sus lunares.
Descubrí que me gustaba la mujer apenas me preguntó por qué había decidido estudiar psicología, y no hacer lo mismo que había venido haciendo toda mi familia; dedicarse a los bienes raíces. A mí me encantaba repetir que mi mayor anhelo era no depender de nadie en lo absoluto. Ni económica ni sentimentalmente.
Justo en ese instante, una vez que pedimos la comida, ella insistió en hablar de cómo se había casado con el señor Mason, que había muerto de un infarto unos cuantos años antes de que Sam ingresara en la universidad. Así, me hizo saber que no era la única en el mundo dejando los estigmas del sexo atrás.
Ella poseía un negocio de cáterin. Era repostera y le encantaba el océano. Por eso había decidido mudarse a Malibú tras la muerte de su esposo.
El resto de la plática se centró en Sam; orgullosa de su hijo, Katherine Mason comentó cuán feliz estaba de que él se fuera a hacer cargo de las cosas pendientes que había dejado su padre. Personalmente, era de lo que había huido, pero en Sam se veía correcto, usual, incluso necesario.
Era tan analítico y seguro de sí mismo, que no me extrañó que se fuera a marchar de Connecticut luego de graduarse. Y, como yo no estaba enterada de ese detalle en particular, sus miradas se volvieron más furtivas que de costumbre. Yo, por mi parte, no paraba de recordar lo que le había prometido a Daryel.
Ahora la primavera estaba cerca, y con ella el verano se volvía más próximo. Lo que quería decir que Sam se marcharía a San Diego sin importar que yo le dijera si me interesaba en serio o solo me gustaba su pasividad.
Dejamos a Kathy en su hotel, y nos marchamos al campus; Siloh texteaba animosamente en su móvil, sentada en el asiento del pasajero. Afuera, a través de la ventana, había un paisaje tremendo; New Haven era famoso por este tipo de escenarios. Casas construidas para comodidad y lujo, edificios del siglo pasado y árboles de tonalidades vivas.
—¿Vas a aceptar? —le escuché preguntar a Sam mientras conducía por la calle de la facultad de arquitectura.
Clavé la mirada en la edificación brutalista al otro lado de un campo de pasto que comenzaba a ser verde, y respiré hondo. Aquella conversación ocasionó un vaivén de emociones en mí, sin que pudiera controlarlo.
La madre de los muchachos me había pedido que los visitara en Malibú. Yo sabía que era muy mala idea. Por más razones de las que podía enumerar.
—Mi madre es imposible, Sam —le dije. No era que estuviera mintiendo del todo, pero no quería decirle la razón por la que me sentía reacia a permanecer un mes bajo su mismo techo. Ya me provocaba suficiente confusión como para terminar de finiquitar las cosas. No estaba lista para él, y esa era mi única verdad—. Y recuerda que voy a hacer un curso de verano.
—Sí, bueno —dijo, y apretó las manos la volante para virar en una callejuela—, podrías tener mejores excusas. Tu promedio ya es excelente.
—No es por los créditos, bobo —refuté—. Mi currículo estudiantil tiene que ser impresionante si quiero ese máster. ¿Lo olvidaste?
—Ajá —musitó, con voz sardónica—. Literatura y todo eso. ¿Qué tiene que ver con Psicología?
—Mis modales huraños —recité las palabras del decano y luego repetí lo que mi tutor me había dicho—. Necesito las cartas de recomendación. Para el doctorado.
Durante años, había decidido no dejar entrar a nadie en ese espacio que a veces se me antojaba utópico. Pero al rechazar la solicitud de Sam, no me embargó el sentimiento de suficiencia que solía, sino que me sentí tonta, cobarde y pusilánime. Parecía que le tuviera miedo, a él, que no era más que un muchacho de buenas intenciones.
Buenas y claras intenciones, para variar.
—Ven solo por dos semanas —insistió, una vez que aparcó delante de nuestro dormitorio—. ¿Me vas a hacer suplicar?
—Me acabo de dar cuenta de que tú también eres imposible —le dije. Siloh se había bajado del auto y me esperaba al inicio de las escaleras. Por otro lado, Sam se inclinó para darme un beso en la mejilla y, al resentir la suavidad de sus labios y recordar cómo me había besado antes, supe que no podría cumplir mi promesa con Dary—. Nos vemos por ahí, Samuel.
Él se limitó a esbozar una sonrisa ufana, pero esta se desvaneció cuando volvió su atención al frente.
Allí, en la escalinata de concreto del edificio en el que llevaba viviendo cerca de un año, se encontraban Nasty y Cristin. Los brazos de él estaban laxos a los lados de su cuerpo, pero sus puños se encontraban cerrados. Ella, por el contrario, estaba engatusada de manera posesiva a su cuello, con las manos.
El beso no parecía ser amistoso. Tampoco se veía como si Nash estuviera muy animado; además, mi intuición me dijo que era bastante obvio que lo habían hecho con el fin de que yo viera todo.