Nasty

Capítulo 17

Un túnel sin salida. Eso era aquello. Nash, con sus yemas ásperas y en medio de un silencio tenebroso, me desvistió rápido, ayudándome a no caer; me quité los pantalones. Él hizo que mis poros respiraran sus caricias, que mi cuerpo se alimentara de su cercanía y del temblor extraño de sus manos.

Poco a poco, en su compañía, me desvencijé como una maquinaria usada hasta el cansancio; le repetí muchas veces que teníamos que parar de una vez por todas. Y, al recostarme —por fin— en la cama para que él tomara la posición correcta en medio de mí, permaneció varios segundos mirando mi rostro.  

La luz atravesaba un poco la cortina que cubría la única ventana en la habitación. Todo, como siempre, estaba acomodado; en su sitio, sin moverse y alrededor de nosotros. Sin embargo, la armonía de los muebles, de las paredes de estuco, y de mi cuerpo amoldado debajo del suyo, no rompían el ruido y la obsesión que se cernía en la pieza.

Volví a removerme para darle paso a través de mí, y como todo un experto en el arte de conocer mis pliegues, penetró no solo en mi cuerpo, sino que, con el control que solía tener sobre sus ademanes, partió en piezas diminutas la contención que guardaba para los casos extremos. Casos que ya no se prolongaban salvo si era con él.

Con cada envestida se hizo más presente, más real. Y deambulé en la sensación de ahogo; ese sentimiento agobiante que reduce a una persona a la nada. El reconocimiento de lo que hacía llegó como un ramalazo, una lengüetada de lo que podía ser el destino: cruel, inclemente y burlón.

Aún después de terminar se quedó adentro de mí, extasiado y al borde de la fatiga. Pero por primera vez cometió un error: realizó una serie de círculos sobre mi pecho, así tendido como estaba sobre mi abdomen, después de arrastrarse hacia abajo.

 —¿Cuándo se va a terminar esto? —inquirí.

Hablaba para mí, en un monologo que se parecía muchísimo a Hamlet. Toda la habitación olía a nosotros, a los fluidos; al terror. Olía a lo que Nash desprendía siempre que quería dejarme en vilo: su fragancia despertaba mis bajos instintos, los primitivos que me daban vergüenza.

Continuó haciendo caricias —que lo dejaron en evidencia— en mi abdomen. Y ascendió hasta la cima de mi seno derecho. Entonces alzó la vista. Se movió hacia arriba otra vez y, con los brazos a los lados de mi cabeza, puso la mirada en mis ojos.

—Esta es la última vez —susurró, la voz enronquecida—. Te toqué, te tuve y te dejé ir. Así son las heridas, algún día se cierran.

—Un paradigma, ¿no? —musité.

Nash hizo una inspiración de aire.

—Es la realidad —dijo—. Vamos por caminos diferentes. Es solo que no quieres darte cuenta.

Como siempre. Viviendo en una mentira.

Una ilusión para evadir la realidad.

Lo miré con detenimiento. Nash no se quitó de encima de mí y cerró los ojos; su rostro parecía tallado grácilmente por un escultor enfocado en temas religiosos: era como echar un vistazo en el averno. Mirarlo y saber que estabas así, se podía sentir como colgar de un acantilado.

—No somos tan diferentes como tú crees —murmuró luego, dejándose caer a un lado. Yo me recosté y, desnuda todavía, admiré su perfil—. La regla de la vida dice que no hay mal que por bien no venga. Pues bien, aquí estoy. Ahora busca tu bien.

Mantuvo la vista fija en el techo; mientras tanto yo me perdí buscándole un significado a sus palabras. Nash no era una criatura pasiva. Pero eso tampoco le quitaba la humanidad. No le quitaba las cosas que lo volvían de carne y hueso, con errores y virtudes.

Y estaba obstinado con la idea de ser diferente del resto.

—Soy propenso a odiarte —dijo. Ladeó el rostro sobre la almohada para poder mirarme. En respuesta acorté la distancia y me coloqué a un lado de su rostro. Le rocé los labios apenas. Ambos teníamos los ojos abiertos—. Contigo, pierdo el rumbo de lo que quiero. Me niego a aceptarlo. Tengo que elegir, Pen. Tú o mi futuro.

—Trato de entenderte, pero no puedo.

Él parpadeó varias veces. Tragué saliva, a punto de decirle que yo sí lo prefería en lugar de mi futuro.

¿Lo hago?

Me visualicé enfrentando todo lo que llevaba dentro, las cosas que no podía decirme, las que cargaba en la mirada como un torrente de vivencias. Y luego comparé las probabilidades; todo apuntaba a una sola cosa.

 Me estoy apegando a él.  

Se acabó —dijo.

Tras sentarse en la cama, se pasó la mano por el pelo. Su desnudez quedó a mi vista otra vez al tiempo que me erguía y me pegaba a él. Le di un beso en el hombro, y murmuré—: Gracias.

Acaricié el tatuaje de su hombro, sintiendo el relieve de una cicatriz debajo. El corazón me dio un vuelco. Y Nash me miró, suspicaz.

—Ya vete.

Esta vez no dije nada. Me levanté de la cama, recogí mis prendas y comencé a vestirme. Tenía miedo. Estaba por ponerme la blusa y el abrigo, cuando él, solamente vestido con los calzoncillos, se aproximó a mí.

Acabé por sujetar mi prenda contra el frío en una mano, y aceptar mi bolsa de manos de Nash. No lo miré a los ojos. Salí disparada de su habitación y procuré no alzar la vista en ningún momento.

Recorrí el tramo desde su edificio al mío a una velocidad impresionante para mí. Pero quería meterme en un lugar fuera del ojo público. Me encontraba excitada en emociones, con las arterias fulminadas por la presión y las venas cansadas de mi flujo sanguíneo.

Una vez dentro de mi pieza, me dejé caer en la cama, y solté la bolsa al suelo. El timbre de mi móvil se escuchó dentro justo en cuanto tocó el piso alfombrado.

Nash me pedía, en un texto, que revisara el interior de mi bolsa. Lo hice. Y de la nada sus anteriores palabras cobraron sentido. Saqué el ejemplar de en medio de mis carpetas, y lo observé unos instantes.

Era un libro de tapas duras (el que le había visto varias veces). Una edición muy especial y vieja —pero muy cuidada— de Los Miserables. De Víctor Hugo. Dentro, al hojearlo, me di cuenta de que tenía una cantidad exuberante de marcadores; unos traspuestos, otros nuevos, otros antiguos.




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