Tuvieron que pasar varios minutos para que yo alcanzara al menos a entender lo que ocurría. Al parecer, Sam y Nash tenían cosas pendientes. Cosas que, en el fuego cruzado, terminaron por golpearme a mí: lo cual no resultaba ni lógico ni predecible.
—Vámonos, Pen —dijo Sam.
Me sujetó el brazo otra vez.
—No vamos a ninguna parte —exclamé. Retrocedí dos pasos, poniéndome en medio de ellos. Por su lado, Nash se había cruzado de brazos y me observaba, calmado y expectante—. ¿A qué te refieres?
—Que te lo cuente él ya que está aquí —susurró, la voz ronca.
Examiné a Sam en ese momento. Pero este se limitó a negar con la cabeza y a sacudirse el flecó después. Se puso las manos en la cadera al tiempo que daba un par de zancadas atrás, cerca de la cama de Nash.
Se quedó mirándome con expresión adusta, tal vez para estudiar sus opciones o preguntándose qué tanto me había afectado lo que la Calamidad decía.
—Pasó hace mucho y no tiene nada que ver contigo. —Sam apretó la mandíbula. A través de su mirada, que seguía clavada en mí, pude ver que decía la verdad.
Quise recordar sus expresiones durante aquel tiempo. Pero ninguna me parecía extraña salvo el que supiera tantas cosas de Nash, sobre su vida. Además, al ser mi primer año en la universidad, los tiempos no cuadraban. Cualquier cosa que hubiera sucedido entre ellos no era de mi incumbencia y, por lo que pude entender, Nash lo había hecho así.
—Dile que nos deje solos —murmuró Nash, con tono apremiante. Se dejó caer en su cama y observó con parsimonia mi reacción.
Pude ver que quería probar algo frente a Sam.
Era consciente de lo que hacía; su forma de mirarme bastaba para comprobar que quería ejercer un poder sobre mí. Y, aunque mi conciencia me dijo exactamente cómo responder, de qué manera salir librada de la fuerza que imanaba, no pude dar batalla en contra de ella.
Fui perfectamente capaz de comprender lo que me aguardaba tras cruzar, de nuevo, la línea con él.
—Solo necesito unos minutos —le aseguré a Sam.
Una de sus cejas rubias se enarcó; en su rostro vislumbré la terrible decepción que le cayó encima. Y, entretanto que me hundía junto a la desesperación por saber qué rayos ocurría en la vida de Nash, vi que se me agarrotaban los músculos a causa del gesto de Sam.
En esa máscara que me mostró antes de darse la vuelta y marcharse, noté que se rompía la relación que habíamos forjado desde que yo le permití entrar en mi día a día. De manera que clavé la mirada en el suelo apenas entendí que las cosas que te iluminan no conviven nunca con las tinieblas del dolor.
Entendí que solo si admites que la necesitas, la salud viene a ti; tal vez poniéndose el nombre de Siloh, Daryel y Sam; tal vez con el nombre de un psicólogo o de mamá. Eso solo si admites que estás mal.
Yo no lo admití porque hacerlo era dar un paso lejos de Nash. Y Nash implicaba… todo: la prueba exacta de que se puede ser un demonio y un genio al mismo tiempo; la excepción a la regla; el escepticismo comprobado de los ateos; la teoría del todo de un físico; la unificación de los sentimientos que no son recíprocos pero que se entregan, aunque no tengan pies ni cabeza.
No necesitaba que nadie me entendiera. Lo que necesitaba estaba frente a mis ojos, mirándome.
—¿Qué es lo que te sucede? —pregunté.
—Ven —dijo y señaló la cama—. Necesitas escucharme.
De dos pasos llegué hasta allí y me senté a su lado, nuestras rodillas rozándose. Un par de segundos en silencio después, Nash se giró para mirarme a los ojos y escudriñar mis gestos; recorrió con su mirada cada parte de mi cara e inspiró varias veces en el proceso.
Cuando por fin agachó la vista, a mí se me habían entumecido los labios y los muslos a causa del deseo. El mismo deseo que vibraba en él y que me era perceptible al estar tan cerca.
—¿Ya te has dado cuenta de que te gusta Sam? —musitó. Miró al frente, la pared en la que se encontraba arrinconada la otra cama—. Porque, si me lo preguntas a mí, es bastante obvio.
Pestañeé varias veces. Nash continuó en silencio, a lo mejor creyendo que le iba a confesar las cosas que Sam me provocaba. Pero no iba a hacerlo. No porque me fuera difícil, sino porque yo sabía cuán ridículo iba a sonar.
Una persona nunca suena más ridícula que cuando dice una verdad y esa verdad no tiene consistencia con sus actos. De ese modo yo me veía; ridícula. Por mentirme. Por estar allí en un sitio en el que no encontraría nada bueno, y en el que, Nash personalmente, me había guardado trozos de miseria. Esos que se sacaba del alma y le daba a la gente —a mí, en lo especial— a manera de palabras.
Era todo lo que estaba dispuesto a dar y, tras todo lo vivido en aquellos meses, había comenzado a darme cuenta. Justo cuando ya era muy tarde y me encontraba revestida del imán de sus manos.
—¿Qué te hizo, Sam? —murmuré.
Nash se inclinó para poner las manos en el regazo, y cerró los ojos.
—A mí nada —confesó—. Pero teníamos que saldar una deuda.
Negué con la cabeza, más confundida que antes.
—Explícate —le dije.
—Es como un duelo donde pierdes algo que un día quitaste. Ojo por ojo, como en Mesopotamia —dijo.
—¿Y yo soy ese duelo? —pregunté.
Él se levantó de la cama. Aún me daba la espalda cuando dijo—: Lo eras de él, al principio. —Se giró en los talones y con las manos en su nuca, tal vez porque estaba muy tenso (no lo parecía), añadió—: La vida me jugó una vendetta.
—Sam y yo no tenemos nada —sentencié.
—Pero quieres —aseguró Nash. Entrecerró los ojos—. Es perfecto para ti.
—Eso lo dices tú —repliqué. También me erguí y, tras poner una mano en su pecho, le dije—: Estoy aquí, ¿no?
—¿Estás enamorada de mí? —inquirió él.
—Tal vez, Nash.
—Sí o no, Penélope. —Se acercó más y puso su palma en mi cuello. Le ejerció un apretón que me sacó un respingo.