Cuando niña, mi madre me enseñó a patinar sobre hielo. Me habían bastado no más de diez caídas para aprender a manejar las navajas de mis zapatos. Y de repente, me encontré aquí, incapaz de volver a utilizar esa filosofía en mi vida.
Aún con las cosas que me había contado Sam, no dejaba de pensar en lo terrible que era todo visto desde el ángulo de Nash. Quizás era injustificable e incluso tonto que hubiera dejado caer sus ajustes conmigo, pero mi parte ilusa me decía que la foto no había sido más que un pretexto y que sí, se había convertido en otra cosa.
Tal vez otra cosa más dañina, pero también más potente.
En la sala que precedía a la oficina del rector, se encontraban su secretaria y un par de alumnos que, como yo, esperaban su turno para revisar sus currículos. Hacía como una hora que me encontraba allí. La fila que iba antes de mí era de casi cuatro alumnos, así que, acalorizada y nerviosa, salí del edificio y lo rodeé para sentarme en la pileta detrás.
Una jardinera cruzaba toda la parte trasera y más allá se extendían las construcciones del complejo habitacional en el que habitaban los alumnos. O al menos una parte de ellos. Releí mis anotaciones para un escrito muy importante, y saqué mis audífonos para así poder concentrarme más.
Cuando calculé que ya podía haber transcurrido otra hora, y que tal vez la fila ya se habría acortado, volví sobre mis pasos e hice mi camino con dirección a la rectoría. Pero, al ver el jardín delantero, en las bancas de concreto ofrecidas debajo de los árboles que adornaban la explanada, encontré a la figura de Nash que charlaba acaloradamente con un tipo. De lejos, no alcancé a distinguir sus facciones, y de todas maneras supe que era su padre.
Desde el umbral de las puertas, oculta detrás de un pilar, observé a los dos personajes que mantenían una charla que parecía muy intensa. Nash sacudió varias veces la cabeza en ese momento, y se levantó de un golpe. Intentó caminar lejos de la banca, pero el tipo no se lo permitió.
Le jaló el brazo con fuerza y lo hizo encararlo.
El corazón me dio un vuelco. Estuve a nada de salir de mi escondite. Logré mantenerme en mi sitio mientras veía, atenta, cómo el padre de Nash le apuntaba con un dedo a la cara, como si estuviera exigiéndole algo. Después de eso, se ajustó algo en su camisa y se marchó.
Noté que se dirigía al estacionamiento. Y entonces, impelida por el sentimiento de zozobra que había en mi pecho, eché a andar hacia Nash, que se había dejado caer de nueva cuenta en la banca. Tenía la cabeza agachada para cuando llegué a su lado, pero no me senté. No sabía qué esperar de él.
—¿Ese era tu padre? —le pregunté, para que reparara en mi presencia.
Como no alzó la cabeza supuse que ya me había percibido y que no quería mirarme. De modo que, con un movimiento calculado, y mirando distraída el jardín tan amplio, me coloqué en la banca, varios centímetros lejos de él.
Durante largos minutos, me quedé absorta en la imagen que ofrecía aquel día; los alumnos corrían de un lado para otro, algunos cargaban pilas enormes de libros con sus brazos y muchos otros llevaban, debajo de los ojos, marcadas bolsas de color violeta.
Yo misma estaba sometida a aquel cansancio académico, pero mi mantra era que valía la pena. En mi caso, aun así, había otra cosa que me dejaba en un estado de insomnio muy voluntario. Sam apenas y me dirigía la palabra; Siloh decía que era porque estaba avergonzado.
Pero yo no tenía nada qué reclamarle.
Al principio, luego de que me contara la razón por la que había abandonado su fraternidad, sí sentí un extraño pesar, como si de forma implícita me hubiera infligido el daño a mí. Y, gracias a eso, me obligué a enviarle un texto preguntándole si Cristin había cedido.
Pues resultó que sí. Lo que nos hacía más parecidas aún, salvo porque yo ya no tenía novio cuando sucedió.
—Se nota que tienes una relación muy estrecha con él —murmuré, echando la espalda en el descanso. Nash no se inmutó, sino que imitó mi postura y me lanzó una mirada de advertencia—. Tú lo dijiste, pero yo no lo creo así: somos muy diferentes.
Escuché que soltaba una risa de contención. No obstante, se limitó a pasarse la mano por el pelo y permaneció en silencio otro rato, para después decir—: ¿Por qué no estás con Sam?
—Porque no quiero —dije, en un gruñido tras mirarlo directamente a los ojos—. ¿Eres estúpido o qué?
—Cuida bien lo que dices. —Entrecerró los ojos.
Le sonreí. Capté la manera en la que le temblaba el labio inferior. A Nash no le gustaba perder el control de las situaciones en las que se veía envuelto, allí estaba la prueba. Descubrí que me sentía empoderada al enfrentarlo.
Aunque el gusano de lo que sentía por él me mordiera las arterias, conseguí poner cara de indiferencia.
—Es que no me explico de otra manera que trates al asesino de tu madre como si fuera el hombre más perfecto de la tierra —musité.
—No lo entenderías jamás. El cerebro no te da para tanto. —Se levantó, guardándose las manos en los bolsillos del pantalón—. ¿Qué te parece si fingimos que me importa lo que te sucede y entonces me cuentas si Sam ya te habló sobre…?
—Sobre tu exnovia acostándose con un miembro de su fraternidad, sí. Ya me contó —admití, también levantándome—. No hay problema. Sus cuentas están saldadas. Ahora él no te debe nada.
Di en el clavo. Di justo en donde él más temía, supuse. Porque, por la cara que puso, y su rostro encendido totalmente de colores rojizos, pareció haber perdido el hilo de sus propios pensamientos. Había rabia en sus facciones. Rabia de la más pura.
Segura de que ya no iba a decir cosas más hirientes, ni hacer nada para lastimarme más, me acerqué dos pasos a él. No dejó de mirarme y yo examiné a detalle el color verde de sus iris y los destellos de ira que lanzaban. Cada una de sus expresiones era de furia.