Suzanne Watson era una mujer fría, pero era mi madre. Desde la muerte de papá, ya casi una década atrás, nadie le había preguntado nunca cómo se sentía. Tampoco yo. Tampoco comprendí ni su lucha ni sus silencios; tampoco me pregunté si extrañaba al que había sido el amor de su vida.
Actualmente, llevaba las riendas de sus monstruos interiores; cuidaba de mis intereses, aunque para mí fuera bastante frívolo el pensar que el dinero lo es todo. Tal vez no provee la felicidad, dijo mi tía Maggs, pero si se gana con trabajo duro, ¿por qué te vas a avergonzar por gastarlo?
Por primera vez en muchos años, abandoné el orgullo y me hice un ovillo en el sofá. Recargué la cabeza en el regazo de mi madre. Tenía las manos tibias y muy suaves; las sentí cuando me acarició la cara y me apartó los cabellos del rostro, porque lo llevaba suelto.
Y me permití llorar. No fue un llanto desgarrador, ni desconsolado, fueron lágrimas derramadas por el vacío de mi interior, por la ausencia de ese algo que había perdido y que quería recuperar.
La tarea no parecía fácil, pero en cuanto admití que necesitaba ayuda —aun cuando hacerlo resultaba extraño e inverosímil— mi madre me miró con un gesto de culpa. Más temprano, luego de recogerme en el campus, lo primero que le dije fue que la quería. Y era una de las pocas verdades que me quedaban.
Si bien no estaba de acuerdo con su manera de vivir, me había cansado de malinterpretar su valentía y juzgarla todo el tiempo. Me sentía avergonzada de que Shon (su madre era una mujer que permitía que sus hijos vivieran bajo las garras de su marido, un tipo alcohólico y violento) hubiera podido plantar frente a la vida con todas sus desgracias a cuestas.
—Si no quieres denunciar —dijo mamá, removiéndose en el sofá quizás porque se había cansado—, al menos deberías salirte del campus.
La casa de mi tía Margaret se encontraba en un fraccionamiento de lujo a las afueras de New Haven, por eso Daryel había vivido tres años en la residencia estudiantil de la que estaba provista la universidad. Mamá se quedaba con ella cada vez que venía de visita y concluyó que permanecería allí hasta que el ciclo escolar acabara.
No se lo agradecí porque de cierto modo sentía que los estaba metiendo en algo que solo yo podía reparar, pero de igual forma, tampoco me negué a que fungiera su papel de madre; luego de no haberlo usado en muchos años por completo.
—Él se va de la universidad este año —me excusé—. No tendría caso.
—Él —replicó mi madre.
Probablemente se había cansado de que lo llamara de esa forma, pero delante de ella, no tenía valor para pronunciar su nombre. Lo había protegido con cerrojo dentro de mi corazón, a donde seguían anidados muchos de mis sentimientos para él. Sanos o no, continuaban allí y, hasta que el tiempo quisiera, permanecerían como un virus.
Mi primo entró en la sala con una bandeja; llevaba servidos vasos y tazas con té frío. Mi madre y yo lo adorábamos. Era una cosa que teníamos en común, pero que yo no había aceptado porque estaba ocupada juzgándola.
Había pasado tanto tiempo temerosa por sus cosas terribles, que no descubrí lo que había debajo de su pantalla hasta que le pedí en voz alta que escuchara lo que tenía que decirle desde siempre: me bastó un simple no puedo, para que ella respondiera con un acto de comprensión.
No compartía mi decisión de dejar las cosas como estaban, pero guardó silencio, y terminó aceptándolo.
—Tía —Dary le extendió su té. Y ella sujetó el vaso para, de inmediato, llevárselo a los labios. Mi primo, que se sentó frente a nosotras, se sirvió en un vaso más largo y se bebió el contenido. Luego se dirigió a mí—: ¿A qué hora quedamos?
Miró su reloj de pulsera, pero yo no me moví, sino que me limité a cerrar los ojos y espetarle—: A las seis.
Íbamos a cenar con Sam y las chicas. Aquella era la última semana de clases, y no nos quedaba mucho tiempo para pasarlo en compañía de Samuel, que tendría que irse a seguir una maestría en San Diego mientras su madre lo incursionaba en los pendientes del negocio de su familia.
—¿Sam irá? —preguntó Daryel, insistente.
Abrí los ojos y los clavé en él. Ya sabía que lo mencionaba para ver la reacción de mi madre, por lo que suspiré y aguardé a que las interrogantes fluctuaran a mi alrededor.
Estaba tan abrumada por mis propias emociones, que no había tenido tiempo de preguntarme qué ocurriría con Sam. Con lo que sentía por mí y con lo que yo no me permitía sentir por él.
—¿Sam Mason? —inquirió mamá—. ¿El de…?
De un movimiento brusco, me senté en el sofá y flexioné las piernas hasta dejarlas encima de los cojines. Mamá me observó con atención al tiempo que yo negaba con la cabeza.
Ella era buena poniéndole etiquetas a la gente, por eso no había querido decirle quién era Nash.
—Sí, mamá, el mismo —gruñí—. Es hermano de mi compañera; ya te había hablado de él. —Suspiré, cansada por la falta de sueño. Mi madre se peinó el cabello castaño a los lados de la cara y alzó las cejas—. No estoy en nada con él —le dije.
—Qué bueno —espetó ella—. No sería prudente para ninguno —agregó, con tono apesadumbrado.
Yo no quería decirlo en voz alta, pero mi madre tenía razón; eso que yo me negaba a sentir por Sam, era algo similar a lo que viene después de que tienes un orgasmo: languidez, tranquilidad, satisfacción pura.
No estaba lista para sentir nada por nadie. Mi corazón sangrante me pedía a gritos que le diera un descanso, y con Sam alrededor, eso era imposible. Así que, mientras le contaba a mi madre qué clases extra iba a tomar el siguiente año, y le explicaba los cursos, decidí que a veces un adiós dice mucho más que un te quiero forzado.
*
Una persona es bella, como Sam, cuando puedes diferenciar sus defectos de sus virtudes, cuando no te pierdes en sus actitudes bonitas ni sientes que flotas a su alrededor; la belleza de querer a una persona como Sam, de sentirlo junto a mí, estaba en el hecho de que había cosas que me molestaban de él —como el que fuera un poco altanero— y, aun así, hacía que me olvidara de todo lo demás.