—Eíza no me hizo ningún daño que yo sepa. Fue su hijo el que tomó las decisiones.
—Como sea —repuso Maggs, desdeñosa—, si hubiéramos sabido de quiénes se trataba tal vez habríamos tenido idea de en lo que te metiste.
El Moon in Water había acumulado más fama en aquellos dos años. Era el cumpleaños de mi madre y mi tía había decidido festejarlo en aquel lugar. Sin decirme. Así que fuimos hasta allá conmigo en la ignorancia de saber el nido de víboras al que iríamos a caer durante la velada. Ambas mujeres estaban enojadas conmigo por no haberlo dicho antes.
Eíza Singh se había aproximado a nuestra mesa, con gesto ufano y una sonrisa de comercial; mi madre, que no era indiferente a los halagos que resaltaban su belleza joven, le sonrió sin saber que el tipo era el padre de una persona a la que a mí no me gustaba traer a colación sin sentir náuseas.
En veinticuatro meses, Nash se había atravesado por mi camino en más de una ocasión; no bajaba la vista, no se amedrentaba, no parecía avergonzado por haber mostrado mi fotografía; por suerte, ya no me importaba mucho la ruina social, ni sus miradas. Trataba de hacerle caso a la terapeuta: expresar mis verdaderos sentimientos.
—Si quieres nos vamos a otro lugar —propuso mi madre y miró alrededor—. Tampoco me siento cómoda al aceptar que nos perdonen la cuenta; no somos amigos de esta gente, y que dios me libre antes de tener que darles las gracias por algo.
Por supuesto que, cuando vimos mi foto en todas las redes sociales habidas y por haber, tratamos —mi madre— de aminorar la afrenta pública. Con la escuela me fue muy fácil lidiar porque mis compañeros sentían más lástima de mí que ganas de burlarse. Después de todo, Nash ya poseía un currículum despreciable antes de haberme conocido.
Especialmente con Cristin, había mantenido una relación llena de actitudes enfermizas. Control, celos, humillaciones. Y ella, como yo, había aceptado eso.
—Estoy bien —admití.
No mentía. Hacía ya un tiempo que no me permitía pensar demasiado en Nash, salvo si los recuerdos del verano de hacía dos años, después de haber abandonado el campus sin decirle a nadie, me embargaban. Una de mis profesoras, de las pocas a las que les tenía la suficiente confianza, decía que era correcto y normal echar un vistazo de vez en cuando (al pasado).
Lo que no me recomendaba era estar allá mucho tiempo como si fuera más importante que mi presente. Y hasta cierto punto había comenzado a hacerle caso. Algunos meses antes de que se terminara el tercer año de mi carrera, Siloh me lo había preguntado directamente: ¿de qué cosas te arrepientes ahora que lo tienes más claro?
Ella se refería a mis sentimientos. Se refería a lo que pensaba sobre mí, sobre mi madre y sobre Nash. Principalmente a lo que pensaba sobre Nash. Pero cada vez que la plática se desviaba por esos rumbos, yo quería encarrilar mi mente por el lado más sano posible: aceptar que nada que te haga sufrir, por muy adictivo e intenso que sea, puede traer buenas consecuencias.
Mi madre entendía que no quisiera hablar mucho sobre el tema, pero siempre había insistido que dejara de vivir en el complejo estudiantil perteneciente a la universidad. Por lo que, hacía como seis meses, le pedí a mi terapeuta que hablara con ella y le explicara la magnífica importancia que tenía el que ella respetara mi decisión de seguir adelante en ese aspecto.
De cualquier manera, a pesar de que Nash rondaba muy seguido la biblioteca —estaba con lo de su máster—, siempre supuse que le bastó con ver mi cara de vergüenza por todos lados. Pocos amigos, ninguna salida por diversión, cero planes de comenzar a tener una vida social más amplia.
—Ve por partes —había comentado mi psicóloga—. Entender que nada de esto fue tu culpa es la primera. Y tómate el tiempo que necesites —acabó por decir.
Mi tía Margaret había hecho hincapié en algunas maneras de ayudarme, pero las suyas siempre tenían que ver con la supuesta superioridad de su estatus en la sociedad. Lo cual me causaba acidez.
Al terminar de cenar —juraron nunca volver—, las seguí a la salida del restaurante, sumergida en el silencio que solo los recuerdos te proporcionan. Ambas mujeres a mi lado discutían qué tanto les tomaría distribuir entre sus amistades la mala calaña del dueño del sitio a nuestras espaldas.
—Les acabo de decir que Eíza no tuvo nada que ver con lo que su hijo y yo hicimos —dije, acomodándome en el asiento del pasajero del coche—. Además, me imagino que todo este tiempo fue suficiente para que comprendieran que ya no hay nada peor que pueda suceder.
—Perdona —intervino mi madre, que me miraba por encima de su hombro. Estaba sentada en el asiento del acompañante del auto—. ¿Insinúas que tú tuviste parte de la culpa? ¿Por las cosas que te hicieron?
No me atreví a responder. Tampoco me fijé en la expresión de mamá, pero, por el suspiro que le escuché después de mi silencio, me sentí dispuesta a apostar por su decepción.
Aquella no era la primera vez que se me escapaba sugerir que los problemas con Nash también habían sido mi culpa. Sin embargo, no estaba dispuesta a aceptarlo a todas luces frente a dos personas que vivían a través de las apariencias.
Porque no podían ver en mi interior.
Sí, yo creía que parte de lo ocurrido había sido mi culpa, aun cuando no poseía ni la menor información acerca del gato muerto. Pero con la fotografía, yo sentí que era más que suficiente.
Maggs condujo hasta su casa. Afortunadamente, no preguntaron nada más ni hablaron sobre derruir la reputación de un sitio que, en realidad, no le pertenecía a Nash, sino a su padre. Y por muy extraño que me pareciera, la sensación de tranquilidad era vigorizante.
*
Era la cuarta vez que oía la voz de Siloh en un día, preguntándome a qué hora llegaba a su casa —dos antes de subir al avión, dos apenas bajar de él—. Después de estar encerrada en casa de mi tía, durante toda una semana tras la partida de mi madre a Nueva Orleans, tomé una decisión bastante difícil.