Nasty

Capítulo 33

Bajé los peldaños de la biblioteca, mientras leía uno de esos mensajes en la red de la universidad; la propaganda para las fraternidades se encontraba en su auge por esas fechas. Cuando vi el emblema de Upsilon, no pude reprimir una sonrisa de estupefacción. Año con año, aquella casa de resguardo permitía que muchos hijos de familias acaudaladas se salieran con la suya. 

Por eso Sam había estado tan pensativo al enterarse del usufructo en favor de Aida, una chica que apenas hubiera comenzado su segundo año en el campus de Artes. 

Nadie que supiera quiénes eran los miembros de aquella fraternidad se atrevía a decir nada en su contra; poseían favoritismos antiguos por su fundación. En lo personal, nunca había estado tan consciente del poder que tenían para acallar la voz de una víctima de sus burlas.

Antes de poder llegar al estacionamiento frontal, y adentrarme en el crucero que guiaba a los dormitorios, una mano fuerte, de dedos suaves y largos, rodeó mi brazo en un tirón delicado que me obligó a detenerme. Con un gesto de incomprensión, me giré para mirar a la persona que trataba de llamarme.

Nash llevaba el pelo más corto que nunca; ya no dejaba que los mechones ondulados de su fleco le cayeran sobre la frente. Por la luz solar, sus ojos rutilaban con mayor fuerza y le daban la apariencia de un lince surgiendo desde la oscuridad. Apreté mi cuaderno con los nudillos y las yemas de los dedos, tragando saliva para poder plantarle cara a la presencia demoníaca que tenía al frente. 

Me gustó saber que ya no me causaba terror el tenerlo dentro de mi espacio personal; sentí que había penetrado en él como un mosquito por la noche, incapaz de hacer más daño que el leve pinchazo sobre la piel. 

—Myers —musitó primero, y me soltó para cruzarse de brazos—, ¿qué te dijo?

—Nada que vaya a importarte —respondí en tono indiferente. 

Quería demostrarle la poca gracia que me hacía el estar en mitad de un lugar público, charlando con él, pero sentí que, si me ponía hostil, iba a darle más importancia de la que en realidad tenía. Suspiré para tratar de apacentar mi estómago, que se removió, violento, al notar que Nash me observaba con paciencia; cosa que, dos años atrás, no hubiera hecho ni para concederme el beneficio de la duda. 

Él observó lo largo del estacionamiento, circunspecto.

—La cosa es que te va a preguntar por mí tarde o temprano —musitó. 

—Y no quieres que te mencione, me imagino —mascullé. 

Dejé escapar el aire poco a poco, a través de mis labios entreabiertos. Nash pestañeó un par de veces y puso su mirada sobre la mía. 

—Puedes mencionarme. Me da igual —dijo—. A quien no quiero que menciones es a Clarisa. 

Asentí y di un paso atrás por instinto y para alejarme de su aroma, que no había cambiado en lo absoluto. Siempre lo había tenido cerca, pero en este momento, era como caminar sobre un túnel que yo misma intenté cubrir con tabiques. Él estaba en un extremo y yo en el otro. 

—¿Por qué no? —pregunté, en voz baja.

—Perderá su trabajo si lo haces —se limitó a responder. Su voz era igual de altiva que siempre; aún en medio de palabras que actuaban en defensa de un tercero, me di cuenta de que no podía evitar ser... él. 

—Ese no es asunto mío —dije. 

Era la verdad. Si el decano me preguntaba qué relación había entre Nash y yo, una vez que le contase lo de mi fotografía, la información nos llevaría de un modo u otro a Clarisa; su falta de ética, favoreciendo a su sobrino, merecía una pena. 

Por eso no sentí remordimiento al plantearme la idea de dar a conocer su participación dentro de las fechorías de Nash. 

—Puede que no —dijo él, una sonrisa ufana en sus labios—, pero también saldrán a relucir viejas historias que no te conviene que nadie conozca. 

—A mí no... 

—Penélope, Upsilon está involucrada en la ruina de Aida —me interrumpió, enarcando una ceja—. Tendrás que hablarles al decano y al rector de por qué tú y yo tuvimos que ver. Y, al final, también tendrás que hacer mención de Samuel Mason. 

Hay personas en esta vida que te convencen de creer lo que ellos quieren, en apenas unas palabras. Eso había hecho Nash conmigo cuando yo pensaba que, de alguna forma, su padre le obligaba a vivir bajo su yugo. Pero aquella criatura de ademanes pulcros, no poseía ningún rasgo de los seres que se atormentan a sí mismos. Él era un simple y vil manipulador que quería vivir con base en las desgracias. Una sanguijuela, por llamarle de algún modo. 

Conocía a su padre de pocas veces; Eíza Singh parecía ser un hombre perturbado por sus propios pensamientos. Mientras que el hijo daba pena por pertenecer a su línea de sangre, el padre me provocó una lástima inigualable. Era el autor original de los modales narcisistas de Nasha. La persona a la que se debía de inculpar por hacerle creer a su hijo que, a pesar del daño provocado, no merecía un castigo. 

—¿Qué quieres decir, exactamente? —inquirí. 

—Upsilon jamás dejará que tu ángel abra la boca —musitó él, acercándose a mí—, pero si prometes no decir nada sobre Clarisa, Sam no saldrá a colación. 

—Todavía se te dan de maravillas las vendettas —dije, sin saber qué otra cosa hacer para calmar mi interior que bullía en rabia—. No puedes ser más patético. 

—Llámale como quieras; no me importa —sonrió. 

Estaba por darse la media vuelta, pero le dije para detenerlo—: Cristin me dejó una muy buena cantidad de recuerditos en la habitación. ¿Qué se supone que le voy a decir al decano sobre eso? 

—De Cris, como hago siempre, me encargo yo —murmuró Nash.

Vi que me escudriñaba unos segundos antes de darse la vuelta por completo y empezar a caminar de regreso a la biblioteca. Examiné el contorno de su cuerpo, que era delgado. Los años estaban colocándose sobre él cada día que pasaba. Nash era sofisticado de una forma brutal; podía pasar por alguien decente, pero al hablar, cualquier atisbo de modales limpios se volvían... obsoletos. 




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