Nasty

Capítulo 39

Shon y Siloh terminaron. Las escuché discutir hacía un par de minutos; la sensación en mi pecho era la misma que cuando estaba confundida por las mañanas, antes de ir a clases. Mientras caminaba por el patio de mi edificio, le envié un mensaje a Sam para pedirle que me recogiera.

Aún no había respondido. Así que me senté en una banca y abrí el libro que llevaba en las manos. Tenía un plan —no muy bueno—. Tras ver a Nash frente a su padre, me descubrí interesada en una cosa más sobre él: la razón por la que quería ser un chivo expiatorio en su relación padre-hijo.

Me hice a la idea de que a ninguno de mis seres queridos les resultaría coherente —o sana—, pero mi interior aún me exigía un par de explicaciones. No quise decirle a Siloh que me ausentaría toda la tarde, pero sí le dije a Shon que tendría que pedirle de vuelta Los Miserables. El humor de mi roommate decayó por obvias razones, de manera que se limitó a informarme que pasaría el resto del día en la biblioteca.

Sonreí ante la similitud de nuestras excusas; si me estresaba, muchas veces solía encerrarme en algún cubículo de la misma biblioteca: había paz en ese sitio —siempre que Nash no rondara los corredores.

Y desde que le había escuchado con Clarisa, ni siquiera me detuve a estudiar en ninguna de las mesas; tal vez por miedo, o quizás porque el olor de los libros me recordaba a él.

El auto que Sam conducía se aparcó en la acera, afuera de mi edificio. Antes de levantarme de la banca, y percibiendo un ligero temblor en mis rodillas, apreté Los Miserables entre mis dedos. Llevaba una bandolera colgada del hombro, donde había guardado mis objetos íntimos; pero no quería guardar el libro de Nash.

No se sentía como si fuera mío; el pretexto era que quería devolvérselo. Ahora solo se lo tenía que contar a Samuel Mason, cuyas intenciones para conmigo eran lo suficientemente claras como para necesitar —por mi parte— darle una explicación.

Él se bajó del coche al verme; se ajustó las solapas de la cazadora y, apenas estar frente a mí, se inclinó para besarme en la mejilla. Agaché la mirada al libro y él siguió la dirección, confuso.

Alzó una ceja al encontrar el título…

—No sabía que te gustara Víctor Hugo —dijo y cruzó los brazos.

—No me gusta —acepté. Alcé el libro para repasar sus hojas; la textura de las tapas hizo que las yemas de mis dedos vibraran—. Quiero devolvérselo a su dueño. ¿Me llevas?

—¿Adónde? —preguntó él, siguiéndome hacia la puerta del pasajero. La abrió. Yo me quedé en mitad de él y la puerta y lo observé un par de segundos.

Lo siguiente que hizo, interpretando mi silencio y mi mirada de tortura, fue observar la calle a lo largo de la acera; los árboles estaban iluminados en colores rojizos y naranjas, recibiendo al otoño como buenos anfitriones. Incluso la repentina ausencia del soplido del viento habitual en la zona acompañó al semblante oscuro que empañó su rostro.

—Quizás no sea buena idea que yo vaya —musitó, la voz ronca.

Se guardó las manos en la chaqueta. Yo leí la dedicatoria que tenía el libro; cuando la vi por primera vez, supe que se trataba de la caligrafía de la madre de Nash. Su inicial era la firma.

En mi mente, estaba a punto de decirle adiós también a E.

—Si no eres tú, entonces, ¿quién?

—Penélope, es descabellado; ¿para qué se lo devuelves? —inquirió. Estaba impacientándose.

—¿Somos amigos o no? —pregunté. Él me escrutó sin decir nada. Me encogí de hombros y suspiré—. Lo que quiero decir es que no puedo hacer esto sola. Siloh está muy ocupada. —Le dirigí una mirada de cautela, preguntándome si él ya sabría. Pero descarté el pensamiento al imaginar que era muy pronto. Además, su hermana no tenía ganas de hablar con nadie—. Si te lo estoy pidiendo es porque necesito que confíes en mí. Esta es mi manera de cerrar un ciclo. ¿Comprendes?

—No, no lo hago —farfulló él. Abrió los ojos, expectante y al parecer a punto de ceder a su enojo—. Pero igual te llevo.

Intenté sonreír, pero el gesto feneció en mi estómago, mientras me hacía más consciente de que poner pretextos en situaciones como esa, no era uno de mis mayores talentos. Sam cerró la puerta del pasajero, contorneó el auto y se metió en su lugar sin fingir; no tenía buena cara.  

Condujo en silencio y, dadas las circunstancias, no sentí la menor intención de exprimirle conversaciones que solo nos llevarían a un callejón sin salida. La única vez que se volvió hacia mí, fue para preguntarme la dirección; en el GPS del auto, coloqué las indicaciones que había logrado obtener por medio de la bibliotecaria, con la que tenía buenas migas gracias a las horas extensas que pasaba allí, estudiando o escondiéndome.

El edificio era ostentoso. Tenía parking subterráneo. Sam detuvo el automóvil cerca de la rampa de acceso, e hizo ademán de bajarse para abrirme la puerta. Tiré de su antebrazo antes de que pusiera el pie en el asfalto. Con la mano todavía en la manija, se volvió a mirarme.

—No hace falta que lo hagas —dije. Respiré hondo mientras él se reacomodaba—. Solo… —Cerré los ojos. No sabía qué era lo que iba a decir para que Nash comprendiera mi visita—. Espérame, ¿sí? No tardo.

—Sé que no es una buena idea, pero… Adelante.

Tras mirarlo a los ojos unos segundos, me confundí más todavía.

Un par de horas atrás, cuando ayudé a Siloh a que preparara un ensayo —coincidíamos en una materia sobre toxinas—, le conté que su hermano no se atrevía a decirme nada sobre ninguna posible relación entre nosotros.

Este era mi último año, y mis ganas de realizar un máster en la misma universidad, se habían vuelto obsoletas; San Diego parecía ser mejor idea. Sam parecía ser la mejor idea que hubiese tenido en mucho tiempo. Pero, por alguna razón, él y yo no estábamos sincronizados en ese aspecto.

Siloh, después de enfurruñarse en sí misma y sentarse en el suelo con las piernas cruzadas —yo frente a ella y en medio de una montaña de libros—, sacudió la cabeza. Se la veía divertida a mis costas, por lo que esperé intranquila hasta que por fin se dignó a hablar.




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