Nasty

Capítulo 40

Samuel Mason era común y corriente, el promedio de hombre en sus veinticinco años, educación superior, trabajo estable, convicciones fuertes, manos delicadas y ásperas al mismo tiempo; sus labios se sentían como algodón de azúcar en la boca. O quizás era que llevaba demasiado imaginando cómo sería recibir una caricia íntima por su parte.

Él acunó mi rostro en sus manos, atrayéndome con más ímpetu. Y eso me gustó mucho. Me gustó que tuviera ganas de besarme, porque, demonios, había pensado —casi desde que lo conocí— que entre nosotros solo existía una de esas amistades cuya línea nunca lograría difuminarse.

Sentí que, con su lengua, acariciaba la mía, y que dejaba mi mejilla para apretar con su palma mi cuello. La sensibilidad de mi piel aumentó cuando se retiró un poco, los labios entreabiertos, la respiración acelerada.

La mirada perdida en mí.

—Pasos de bebé, Sam —murmuré, a punto de reírme.

—Los justos. Nada más. —Volvió a dejar un beso en mis labios y luego se separó por completo.

Vi cómo miraba la extensión frontal del estacionamiento, porque tal vez quería verificar que nadie nos hubiese observado. Nadie nos había observado; Sam sonrió levemente y encendió el auto de nueva cuenta.

El ruido del motor acabó por sacarme del trance en el que me había sumergido gracias a sus besos. Me acomodé, bajé la mirada a mis manos vacías y recordé que no había desayunado nada. En la cabeza comenzaba a sentir los estragos de esa particularidad, pero decidí no hacer mención de ello.

Sam me indicó que debía ir al despacho de Dary para acabar los trámites de la compra; le pedí que me dejara en mi edificio y que me recogiera después. No le dije que quería revisar cómo se encontraba Siloh. Me imaginé yendo a buscarla a la biblioteca; apenas habían transcurrido un par de horas y, por lo regular, ella se quedaba mucho tiempo a admirar los detalles en las ventanas del memorial.

Sentí la mano cálida de Sam apretar la mía, una vez que aparcó en mi residencia.

Su silencio volvió. Este era incluso más ruidoso.

—Te llamo —dijo él.

Mis sienes hicieron una pulsación simultánea. Tragué saliva para darme un poco de valor antes de salir del auto.

Sujeté la manija, cerré los ojos y aspiré muy hondo. Escuché el eco de un ruido; de pronto, Sam estaba abriendo mi puerta y se encontraba frente a mí. Estiró sus brazos para sujetarme el rostro. Traté, dos veces, de espabilar. Pero me dolía mucho la cabeza. Logré bajarme del auto y asirme de los brazos de Sam. Sonreí, mareada por completo.

—Recuérdame no besarte de nuevo en un espacio tan reducido —dijo Sam.

—Sí, bueno, es que… —Me llevé una mano a la cabeza, todavía mareada. Mis piernas no podían con mi peso entero—. Eres irresistible y magnético, además.

Volví a sonreír.

Soplé por encima de su hombro y dejé que me abrazara. Él me apretó un poco y luego me dejó en el suelo completamente.

—¿Te cargo hasta tu habitación? —se rio.

Negué con la cabeza, al tiempo que cerraba los ojos. Cuando los abrí, Sam estaba a mi lado y manteniéndome en pie; su mano sostenía mi cuerpo.

Debajo de mí, el mundo giraba más a prisa.

Vaya efecto.

—Pensándolo bien —acepté—. Creo que…

Pero no acabé la oración porque la lengua se me hizo nudo en el paladar; todo mi alrededor se difuminó como la luz en una computadora al ser bloqueada. Fui consciente de las pinzas en mis extremidades que me afianzaban para no dejarme caer al suelo.

Lo último de lo que tuve consciencia, fue de que iba a provocar que Sam le quedase mal a mi primo.

 

*

 

Las madres son paranoicas. Pero la mía era la líder de las paranoicas. Se sentó en mi cama vistiendo ropa que jamás en mi vida le había visto; el cárdigan se le había arrugado de tanto abrazarme. Y su voz, que era una colección de susurros lastimeros y rotos, no cesaba de pedirme que entrara en razón.

En mi defensa, podía objetar que no me olvidaba de comer, sino que comía cualquier cosa, mientras andaba de un lado para otro en los edificios del campus, hacia la biblioteca; reuniones para proyectos, búsqueda de créditos extra; yo estaba en la universidad para estudiar y, a veces, las comidas en horas correctas, se salían de mi atribulado itinerario.

—Ya dije que estoy bien —murmuré.

Le di un mordisco al sándwich que me había traído Siloh. Se encontraba sentada frente a mí, un libro en el regazo y, aparentemente, muy divertida por el comportamiento de mi madre.

Nunca había sentido que fuera tan insoportable tratándose de algo sencillo como un desvanecimiento; además, era medio día. Mis ideas chocaron unas contra otras al tratar de evocar el recuerdo antes de los mareos.

Cuando la pelea de las chicas, ni siquiera había terminado mis deberes, también sustanciales. Era un descuido cualquiera.

—Tenemos que ir al médico —insistió mi madre.

—Eso digo yo —coincidió Sam. Miró su reloj de pulsera y levantó la vista, encontrando la mía en el curso—. Todavía tengo que ir a ver a Dary. Podría acompañarlas.

—Ustedes son tan exagerados —repuse.

Sacudí la cabeza.

Di un salto de la cama y me moví junto a mi madre, para quedar en medio de ella y Sam.

—Está bien —susurré—, iré al médico. Solo…

Me volví a degustar en mis náuseas e interrumpí lo que estaba a punto de espetarles. Al final, mi madre se quedó un poco más tranquila porque le aseguré que Sam me llevaría al médico. Siloh se iba con nosotros.

Suzanne se marchó tras indicarme que me llamaría más tarde, para ver que todo hubiera salido bien. Me quedé mirando la puerta, confundida por mi debilidad, y al mismo tiempo segura de que el mundo sí había colapsado durante un par de minutos al menos.

Después de jurarme a mí misma que iba a tomar en serio mis horarios alimenticios, me volví hacia Siloh, que estaba colocándose un suéter. Su hermano nos indicó que esperaría en el estacionamiento.




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