Estoy de pie en una playa; nunca la había visto antes. Sé que no es Malibú y, por lo tanto, sé que no tiene nada que ver con Sam ni con Siloh. El océano que está frente a mí es uno oscuro, frío y lleno de tinieblas; probablemente es en alguna costa del Océano Pacífico.
Se ve tan negro desde aquí, que no dejo de compararlo con alguien de quien me enamoré una vez. Y es que es imposible no ver a Nash confundirlo con un monstruo como este: huelen a lo mismo. Por fuera son hermosos, pero en su interior provocan miedo, terror, de esos sentimientos que te arrastran y luego te ahogan. Son una vorágine de corrientes.
Por desgracia, no te matan a menos de que tú te aproximes a ellos.
Creo haber visitado un lugar como este cuando mi padre vivía; antes de que chocáramos en el auto y él dejara su vida entre el metal prensado. Yo viví. Siempre creí que esa fue la razón por la que mi madre se alejó de mí. O tal vez esa fue la razón por la que yo me alejé de ella. La cosa es que, desde entonces, quise enfrentarme en este sentido, y por eso estudié psicología. Luego conocí a Nash y el arte de interpretar los procesos mentales cambió de concepto para mí. Cambió porque yo me hundí en las emociones dañinas que provoca el letargo de la culpa. La negación, la frustración, la competitividad. Me fundí en sus brazos para experimentar en carne propia el infierno.
Fue dulce, sí. Pero en el interior es un veneno que actúa tan lento que, para el momento en el que te das cuenta, ya impregnó tu sangre. Y es muy tarde. Te encierra, te envuelve; te deja solo, en decadencia, para arrastrarte a un lugar del que no hay retorno.
Siento la arena en los pies; suave, granulosa, tibia; por la manera en la que mis pezones se rozan en contra de la tela con la que voy vestida, sé que no llevo puesto sostén y que debajo, solo me recubre una braga diminuta. Esta es, supongo, la playa en la que todos se detienen a examinar su vida antes de tomar una decisión. Al menos la mía es una playa. Una playa que me recuerda a mi padre. Me recuerda a la época en la que me sentí protegida y libre.
A mi madre también me la recuerda, porque siempre quise entender su duelo. Mientras trataba de comprenderla, me miré en el espejo, inhalé profundo y me reinicié. Encontré muchas cosas malas en el interior, cosas hilarantes. Encontré que el amor puede hacer y sanar heridas: un día las abrió y después vino a cerrarlas.