Nasty

Capítulo 47

Era diciembre.

Copos diminutos de nieve bailaban alrededor del contenedor de aluminio que Daryel había comprado. Yo tenía las manos escondidas dentro de una frazada. Llevaba el diario conmigo, pero no se lo dije a ninguno de los presentes. Mi madre acababa de retirarse a dormir.

Sam se sentó junto conmigo, en una tumbona que estaba cubierta de otra manta; mi gorro de lana me protegía las orejas del frío, pero mi nariz estaba helada como una paleta.

Siloh estalló en una carcajada en ese momento. Ella y Shon no habían regresado todavía. Mi mejor amiga estaba cada día más feliz; se veían a diario, iban a comer conmigo y charlaban de forma civilizada. Por las vacaciones de invierno, Sam había podido pasar un par de días con nosotras.

Queríamos festejar su cumpleaños número veinticinco —que ya había pasado.

—¿Qué llevas allí? —me preguntó él, que empujó mi hombro con su brazo.

Cada día me parecía más atractivo; en ese instante, su piel se iluminaba por las llamas del fuego dentro del bote, que crecían conforme Dary y las chicas lo alimentaban. Dudé para poder suspirar y abrir la frazada.

Llevaba guantes puestos, pero aun así tenía los dedos entumecidos. Le ofrecí el diario a Sam, que abrió la tapa y leyó el nombre del propietario. Se volvió a mirarme con gesto de reprobación. Chasqueé la lengua para indicarle que se callara.

—No quería que nadie más leyera lo que escribió sobre mí —dije—. Quiero deshacerme de él, obviamente, pero me costaba mucho. —Me encogí de hombros—. Fueron cinco páginas nada más. Suficientes para comprenderlo un poquito.

—Lo que le pasó no fue tu culpa, Pen —sentenció Sam.

—Lo sé —dije.

Abrí por la mitad el diario. En la página que tenía fecha de un octubre de 2011, leí la primera frase.

—Sam tiene razón. —Miré al hombre a mi lado, que clavó la vista en el fuego; se había metido las manos en los bolsos del abrigo—. Pero estoy seguro de que él no se dio cuenta del enorme lunar rojizo que Penélope tiene en la clavícula. —Sonreí, preguntándome si las ganas de llorar al recordar aquel pasaje, se irían algún día—. Resulta casi imposible mirarla y no sentir deseo por ella. Él sabe que tiene novio; pero, si a pesar de ello le ha gustado, creo que vale la pena. No cualquiera hace que el perfecto Samuel Mason quiera romper tan valiosas reglas de la sociedad…

—Cabrón —refunfuñó Sam a mi lado.

Mi expresión cambió; me sorprendí bastante al escucharlo emitir una mala palabra.

Nash estaba equivocado respecto a él. Pero lo que hacía diferente a Sam era que se guardaba sus deseos eróticos para, tal vez, hacer uso de ellos en el momento indicado; recordé la primera vez que comimos juntos. En esa ocasión, no había hecho otra cosa que mirar mi lunar; le gustaba. Lo que quería saber era si, de tener la oportunidad, sería capaz de demostrarlo.

—Por eso quiero destruirlo —sonreí, poniéndome de pie—. A Nash se le daba bien leer a la gente y, aunque conocía muy bien mis miedos, nunca supo qué cosas me hacían feliz.

Ignoré la protesta de mi primo cuando me acerqué al fuego. Tras arrancar la primera hoja, en la que Nash había descrito mi lunar, sentí una oleada de coraje. La arrugué en mi puño, consciente de que no tenía que explicar nada.

Mis amigos guardaron silencio. Salvo por el aire y su violencia, solo escuchaba el crepitar de las ramas mientras las llamas se las tragaban una a una.

—¿De dónde la sacaste? —inquirió Shon, arrancándome la fotografía de las manos (la llevaba en mitad del diario).

—Me olvidé; quería preguntarte por qué la tenía Nash —dije, sonriendo.

Las hojas y la piel del diario estaban en mitad del fuego.

Qué ironía… Así como al dueño le gustaba vivir.

Shon regresó a sentarse conmigo y examinó a conciencia la foto. Resopló, tratando de recordar, supuse. Pero como no lo consiguió me devolvió la hoja y se cruzó de brazos. Estaba bebiendo algún licor para calentarse, lo mismo que Daryel y Siloh.

La miré, esperanzada.

—Lo siento mucho, cariño —dijo ella—. Si la tuvo, no sé por qué.

—Da igual —respondí.

Nos sentamos junto con Sam. Él se llevó una bebida a los labios y me miró por el rabillo del ojo. Su expresión era serena, pero había algo raro en su manera de estar callado; como siempre, sus silencios hablaban más que cualquiera de sus palabras.

Le di un codazo a Shon, que lo miró unos instantes y luego, tras entornar la mirada, se levantó para volver con Daryel.

A través de esos meses, mis comentarios sobre lo sucedido habían quedado reducidos a simples vaguedades; mi madre no podía entenderlo. Daryel… él se limitaba a consentirme como si fuera una niña pequeña. Incluso mi tía Maggs y Ashton trataban de convivir sin querer asesinarse para que pudiéramos cenar como una verdadera familia.

Siloh se había mudado del campus. Yo vivía con mi madre en un departamento de renta, cerca de Stiles Hall. Pero ella sabía que tendría que volver a Nueva Orleans tarde o temprano. Su negocio y su vida estaban allá. Lo único que la retenía aquí éramos mi absurdo silencio y yo.

Hablar con Linda no me ayudaba mucho por estos días. Por el contrario, sus preguntas eran como un puñal clavado en el pecho que solo me hacía recordar las cuatro tajadas que Nash recibió en la espalda, donde sufrió el dolor de un pulmón perforado; una herida tan profunda que le causó la muerte.

Lo que me distraía era asistir a clases (la escuela no había hecho nada para ayudarme, salvo despedir a Clarisa); tratar de normalizar mis horarios, sentir que la vida corría su curso normal; si me detenía en la biblioteca, el edificio me daba la bienvenida como si fuera un santuario.

Después de que Sam volviese a San Diego, charlábamos por correo electrónico; me gustaba escribirle. Una que otra vez escribí entre líneas que lo extrañaba mucho y que, gracias a su apoyo, no me sentía perdida en las tinieblas.




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