Recibí una noticia ayer; fue como dar por sentado el hecho de que los cobardes no se acabarán nunca. Eíza Singh consiguió una libertad que nadie puede explicarse. El fiscal a cargo alcanzó una orden de alejamiento e, insomne, descubrí que no le tenía miedo. Lo vi durante un careo; con él, me enfrenté a la peor de mis realidades. Sus facciones eran horriblemente parecidas a las de Nash. Sin embargo, el distanciamiento entre ambos era muy notorio.
Quizás logró evadir a la justicia —gracias al poder de su familia—, pero las sombras lo acabaron esta mañana. Uno de sus empleados lo encontró en su despacho, con un tiro de bala directo en su sien izquierda. Cuando Dary me lo contó, antes de marcharse a su trabajo, le llamé a mi madre para tranquilizarla.
Después comencé a preparar mi equipaje; me iba a mudar al departamento de Siloh y, como Sam estaba de visita para mi cumpleaños, que había sido hacía dos semanas, aprovechamos para vaciar la habitación en el campus (la que contenía cosas mías aún) y la que usé en la casa de renta de mamá.
Tomé otra decisión importante y eso fue mucho antes de saber lo ocurrido en la familia Singh. Por supuesto, los demás integrantes de tan oscuro seno de parientes, no se materializaron; logré ver a un par de hombres en las noticias locales: pero no dijeron mucho. No es un secreto para nadie que, luego de la muerte de un ser como Eíza, la comunidad entera se pregunta si debe sentir lástima o gusto. En mi caso, preferí quedarme en mitad de un sentimiento y otro.
Dudé de que un día pudiera saber lo que era amar realmente a una persona. Y, si de verdad amó a su hijo, su suicidio solo comprobó que nunca aceptó el daño que le hizo. Lo hubiera dicho en la corte; pero, en cambio, todo lo que dijo fue que yo había tenido la culpa; me llamó puta, ofrecida y un sinfín de cosas más para justificar el hecho de que quería tener a Nash como a un prisionero dentro de su vida.
La pena me embargó unos instantes, pero al siguiente escuché el aporreo de un puño sobre mi puerta. De inmediato, oí las voces de Sam y Siloh, que entraban con el resto de mis cosas; las iba acomodar en mi nueva habitación.
Después de todo, no iba a tomar el máster en California. Quería continuar pendiente en aquella universidad; tomaría los seminarios de verano y los que necesitaba para el doctorado; no se lo conté más que a Sam y Siloh: si Upsilon volvía a tomar entre sus garras a alguna chica becada, por mi cuenta corría que saliera a la luz.
Aida se unió a mí una mañana de enero; antes de que yo dejase Stiles Hall, me ofreció su palma para indicar que estaba de mi lado. La acepté de buena gana: de todos modos, su papá iba a ganar la gubernatura.
—Es todo, Penny —dijo Siloh, tras dejar una caja junto a la cama nueva.
Eché un vistazo hacia ellos. Sam iba vestido con desgarbo; acababa de llegar tan solo hacía seis horas. Su pelo estaba tan despeinado que no conseguí evitar reírme y aproximarme hasta él para estirar la mano, y pronto sujetar sus hebras entre mis dedos.
Se agachó, negando y evitó seguirme el juego. Su mirada auguraba una de sus pláticas serias —la verdad era que a Sam se le había dado siempre la seriedad, pero yo tardaba mucho en acostumbrarme a ella—. Se quitó el suéter, dejó a un lado un pañuelo y arrojó su móvil y su cartera sobre la cama —sin edredón.
—Suéltalo —le exigí—. No te hagas el interesante.
Me crucé de brazos. Él negó con la cabeza de nuevo, pero se limitó a darme un beso en la coronilla. Últimamente estaba extraño… mucho. Hablábamos demasiado todos los días mientras él se iba a California. Aun sí, me era insuficiente.
—Dary me contó —dijo.
—Ah, no ahora, por favor —lo silencié—. Esto de hacer un desastre y arreglarlo todo de nuevo es mucho mejor que la terapia.
Cuando me giré en los talones para abrir una de mis maletas, la sonrisa que había esbozado se esfumó por completo. La sensación de déjà vu hizo que mis intestinos se revolvieran. Había un dolor agudo en mi cerebro, previo a la jaqueca.
Sin que Sam me viera tomé un poco de aire, rascándome la frente para ignorar el aturdimiento.
—Yo no te pido que lo olvides. Sé que es algo duro, pero habla conmigo, Pen —dijo Sam, a mis espaldas.
Sonaba desesperanzado. Por mi culpa.
Sonaba como sonaban Daryel, mi madre y Siloh. Esta última, con menos frecuencia, me exigía resultados; hablábamos de mis sentimientos, de mis fallos, de mi falta de concentración y de los somníferos que me habían prescrito para que pudiera dormir.
Ninguno me culpaba por nada, pero estaban preocupados y yo los entendía.
—Hablamos mucho, tonto —dije.
—Sabes a lo que me refiero —refutó él—. Lo que hizo Eíza…
—¡Que no quiero mencionarlo! —grité—. ¿Por qué, con un demonio, es tan difícil que lo entiendan?
Me di la vuelta para enfrentarlo. Siloh entró de golpe en la habitación en ese momento, se cruzó de brazos y me hizo una seña. Abandoné la pieza sin pensármelo dos veces.
Comprobé que no estaba dispuesta a charlar sobre nada que residiera en mi interior; no porque ellos no me importaran, sino porque… porque decirlo, repetirlo, pensarlo… era como volver a estar presente.
Oí cómo Siloh reprendía a su hermano por ser tan torpe, y oí también cómo Sam se disculpaba. Me metí en el baño y pegué la espalda en la puerta. Mientras me deslizaba hacia el suelo, cubriéndome la cara con las dos manos, contuve el aire para que mi cuerpo, al menos por un segundo, dejase de sentir.
Cuando necesité de oxígeno, ya tenía el rostro cubierto de lágrimas.
*
Fui la prueba tangible de que el mundo no te ayudará a resolver tus errores; fui mi propia manera de comprobar que la soledad es tu mejor amiga para encontrarte. También me sentí la mejor de las razones por las cuales uno debe de enfrentar la realidad.