Nasty

Capítulo 1

Fui la prueba viviente de que las mentiras piadosas no existen. Y con ello, aprendí que el dolor por un engaño te afecta en la misma medida en la que importa. A mí me dejaron de importar las mentiras. Quizás porque mamá las usaba a menudo o quizás porque con ellas la realidad era un poco más fácil.

Las mejillas me ardían. El clima de la ciudad era crudo ya que diciembre se encontraba a la vuelta de la esquina. Gracias al cielo no había llovido, así que entré en la fraternidad, de nuevo ignorando las miradas de los presentes: algo me decía que yo era la causa del más fresco de los chismorreos.

Pasé saliva mientras atravesaba el corredor del fondo y sorteé la barahúnda de gente muy ebria. Un par de chicos me miraron antes de romper en risas fulminantes. Los ignoré tanto, que pronto volvieron a su, seguramente, interesante plática. Aquel lugar podía no ser el más indicado para mí, dadas mis intenciones, pero me prometí que no huiría.

Ya no.

Fred, mi novio desde la secundaria, a quien había seguido como un perro fiel durante tres largos años, ahora estaba más interesado en universitarias experimentadas dispuestas a todo. Acababa de decírmelo minutos antes y yo quería demostrarle que también podía ser osada como ellas.

El motivo de mi mentira de esa noche se encontraba recargado en contra de un parapeto en la planta alta cuando al fin subí en su búsqueda. Sus ojos verdes se posaron en los míos, observándome sin el menor atisbo de pudor. Luego torció lo que hubiera podido ser una sonrisa. Tras entrecerrar los ojos y estudiarme unos momentos, volvió la vista al frente. Yo hundí las manos en los bolsos de la sudadera que llevaba puesta y miré en la misma dirección que él.

Nasha Singh tenía fama de ser una calamidad andante. Cada vez que me miraba, lo sentía penetrar en mis pensamientos, como si de verdad pudiera leerme con un gesto. En el campus se decía que era un genio horripilantemente devastador y, comprobándolo por mí misma, me di cuenta de que, además, poseía un talento innato a la hora de avergonzarme.

Nadie en su sano juicio se le acercaba con intención de fraternizar, y ese era el motivo de que estuviera asustada.

—¿Qué se siente? —preguntó—. Lo de tu novio, quiero decir —se rio.

Coloqué los brazos en el barandal y miré hacia la calle, a donde, muy a lo lejos, se alcanzaba a ver la corola de los dormitorios norte de la universidad.

—A veces me da la impresión de que lo haces a propósito —dije.

Por el contrario de mí, que había bebido unos tragos para darme valor, Nash tenía en las manos un vaso con un líquido transparente; lo cual indicaba que estaba bebiendo algo que no era alcohol —o quizás, sí—. Dirigí la mirada a la imagen del tatuaje que se asomaba en su muñeca, medio oculto bajo el inicio de su manga de tela negra.

—Eres un genio, Penélope —respondió él con total parsimonia—. ¿Viniste para conocer el infierno o para que hablemos sobre tus humillantes relaciones afectivas?

Si no hubiera estado tan aterrada por la vorágine de emociones que vibraba en mi pecho, tal vez habría podido diferenciar entre la excitación particular de un coqueteo y el miedo. Pero, en ese instante, conforme Nash acortaba la distancia entre nosotros, aparentando que sabía lo que yo hacía allí, me quedó claro que él no era como todos los demás creían.

Era mucho peor.

Se comportaba tan seguro de sus movimientos que me provocó terror del más puro: el de saber a qué te enfrentas y no tener idea de cómo evitarlo.

Él susurró unas palabras en mi oído y, acto seguido, se dio media vuelta. Caminó de regreso hacia el corredor aledaño, a donde se encontraban las habitaciones dispuestas esa noche para... para eso. Eso. Sexo.

Únicamente sexo.

Esta era una de mis mayores mentiras; me juré que nunca haría nada que perjudicara mis ideales, como hizo mi madre al arruinar lo poco que quedaba de nuestra desvencijada familia. Así que allí estaba yo, dando pasos meditabundos hacia el umbral del mismísimo infierno. Nada más y nada menos que con Nash.

Únicamente sexo, volví a repetirme. Pero en derredor no había alma alguna a la que tuviera que engañar; salvo a mí misma. Con Nash me era imposible fingir; él sabía muy bien el porqué de aquella decisión. Sí, elegí disfrutar de una noche en su compañía porque eso era lo que hacían las chicas de mi edad. Era normal, lógico y fácil. Acostarse con alguien que ya te lo ha propuesto varias veces.  

Por desgracia, la única manera en la que logré justificarme, fue diciéndome que a lo mejor Nash sí podía leerme el pensamiento.




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