Es Nash, Penélope —refunfuñó Dary, mi primo.
Entorné los ojos y seguí leyendo; no tenía ninguna prisa por oír sus quejas (un intento de consejo culposo, tal vez).
Quizás sus intenciones fueran buenas; era uno de los pocos parientes que se preocupaban por mí de manera genuina. Por lo que, segura de que mi negación no sería de gran ayuda, levanté la mirada y negué con la cabeza, suspirando.
—No importa —mentí.
Por supuesto que me importaba; las miradas acusadoras, los chismes, las burlas. Todo estaba convirtiéndose en una cruz; no me gustaba cargarla, y ahora parecía mi penitencia. Daryel se encontraba preocupado por mí porque, aunque estudiaba leyes, y su edificio se hallaba bastante lejos del mío, había llegado la noticia hasta su habitación.
Mi hallazgo con Nash era de contenido público para entonces. Me obligué a mostrar una expresión indiferente.
—¿Te molesta a menudo? —insistió.
—¡No! Dios, Daryel. Déjame en paz con eso. ¿Por qué yo no puedo dormir con un chico si se me da la gana?
Mi primo enarcó una de sus cejas de color castaño.
Sacudí la cabeza. Me fingí indignada.
—Bueno, porque no es tu estilo —se rio—. Y además sí puedes, pero ¿por qué con Nash?
—Estaba disponible —me justifiqué.
Daryel arrugó la frente.
—Eres increíblemente cínica, ¿sabes? —dijo—. A ver, ¿y si se entera mi tía? Vas a estar en serios problemas.
—¿Tú le vas a decir? —inquirí.
Yo sabía que él no iba a hacerlo. Pero me sentí con la obligación de tantearlo. A lo mejor hubiera sido prudente que le contara sobre la fotografía y que, con ella, Nash pretendía coaccionarme para que… para que estuviera disponible también. Sin embargo, hice todo lo contrario a lo que una buena chica hubiese hecho.
Con gesto meditabundo, Dary se levantó del asiento de concreto en el que había estado sentado, observándome leer; me contó que sus compañeros le habían relatado mis aventuras del sábado. Según él, al principio había sentido vergüenza y luego una oleada de coraje: porque me quería mucho y eso es lo que sienten las personas que te quieren.
Sí, impotencia pura cuando no pueden cuidar de ti.
—Estoy bien —volví a mentir—. Fue solo una noche. No pretendo repetir. Y, si se pone duro con los rumores, te aviso. ¿Está bien así, papá?
—No es una broma, Pen —se quejó, aun mirándome con desdén—. Sabes que no estoy en contra de la libertad sexual. Es simplemente que, con Nash… —Miró en derredor como si en los jardines del campus, en esta época del año secos a causa de las bajas temperaturas, fuese a encontrar cómo describir a la Calamidad—. Pues es insondable. El tipo de chicos del que querrías mantenerte alejada.
—Parece que le sabes algo —le reproché.
Había sido un mero impulso. Daryel no era una persona cuya opinión propia tuviera que ver con los rumores, por eso me extrañó que hablara de Nash con tanta convicción. Aunque hubiera querido que se explicase, todo lo que hizo fue encogerse de hombros y ajustarse la gabardina que llevaba puesta.
Lo quería mucho, sí, pero contarle sobre la foto…
No.
De ninguna forma.
—Sé lo que todo mundo acá: que no se toma a nadie en serio y que, por lo regular, le gusta humillar a la gente.
—Me ha quedado claro —dije.
Daryel asintió, contorneó la mesa en la que me hallaba estudiando y, una vez a mi lado, me plantó un beso en la mejilla.
—Como sea —dijo al retirarse—. Si ocurre algo, por favor, llámame, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Aquello también era una mentira.