Nasty

Capítulo 4

 

 

 

Nash era un amante de la literatura; si tenía que ver con libros, se transformaba por completo. Se lo veía concentrado, lejano al mundo, pendiente de la clase; yo había aceptado tomarla porque era extracurricular, y además el decano me había sugerido hacerlo para que mis modales sociales mejoraran un poco. Pero no la entendía en lo absoluto, y la gente a mi alrededor, que eran en su mayoría estudiantes de arte, podían darse cuenta.

Me senté al fondo del aula, como siempre; sabía que él estaría en su lugar habitual (al frente de la clase). En el salón había al menos una treintena de alumnos. Pertenecían a todos los campus; cada uno de ellos tenía su atención puesta en la profesora Danvert.  

—¿Señorita Watson? ¿Me ha escuchado? —preguntó la mujer que impartía la clase.

Había estado tan ensimismada tratando de comprender por qué una persona paga por estudiar aquello, que no fui capaz de oír si la docente me había hablado, de modo que me sentí avergonzada y le clavé la mirada, decidida a responder con mi mejor sonrisa. Pude percibir el entumecimiento en mis mejillas, seguramente por el rubor.

—Disculpe, ¿qué me ha preguntado? —Uno o dos alumnos me observaron, divertidos. De inmediato volvieron la vista al frente.

La maestra me sonrió; era una mujer agradable, de cuerpo delgado y ademanes calculados; sin problemas de carácter y mucho menos con problemas para disculpar a los distraídos como yo.

—¿Ha leído alguna obra de Shakespeare? —Enarqué ambas cejas.

Busqué si en mi repertorio de lectura tenía cosas fuera de lo pretensioso de las lecturas de medicina.

—Hamlet —respondí al final. 

La profesora asintió, conforme, pero después, con la mirada directa hacia mí, volvió a preguntar:

—¿Le gustó? —Indagué rápidamente en mis memorias.

Hamlet, el príncipe de Dinamarca con el ego del tamaño del mundo, que no supo valorar las intenciones de Ofelia.

—No —dije—. Recuerdo que me produjo repelús.

Cometí el error de buscar las miradas de mis compañeros. Pero la única que encontré en el camino fue la de Nash; me observaba con los ojos entrecerrados, la boca curvada al lado izquierdo. Tenía una pluma negra entre los dedos. Estudió mi rostro desde su posición, con la cabeza ladeada.

Su asiento estaba ubicado en la curva del aula, por lo que obtuve una vista completa de su escrutinio. Me removí en mi sitio, recelosa.

—Totalmente comprensible —sugirió, en tono mordaz. La profesora lo miró (al igual que el resto de los presentes, incluyéndome)— si tenemos en cuenta que su vida ya es una tragedia.  

Me obligué a permanecer en silencio, no sin dirigirle una mirada asesina que él correspondió con una sonrisa más burlona que la anterior. Lo examiné mientras se arrellanaba y se pasaba una mano por el pelo; castaño oscuro, tan largo que le llegaba al mentón.

—Es muy interesante el punto de vista de Penélope, Nash —lo retó la docente, también divertida.

Traté de no sentirme entre la espada y la pared. Mordí el interior de mi mejilla con la esperanza de que con esa acción mi lengua se limitara a quedarse en su lugar.  

—El tipo llevó al límite a Ofelia con su discurso de amor propio —aseguré, sin levantar la mirada, pero lo suficientemente alto como para que todos oyeran.

Clarisa Danvert, que era el nombre de mi profesora, se limitó a sonreír. Hizo un asentimiento de aprobación, y se dio media vuelta a su escritorio.

—¿Algo más, Nash? —inquirió ella.  

Él se acomodó en su asiento. Cuando volvió a mirarme, aparté la vista y la concentré en la pizarra del frente. Clarisa se recargó en el escritorio, cruzándose de brazos.

—No puedes culpar a un tercero por su baja autoestima. Hamlet no la obligó a nada. —Tragué saliva. Miré en su dirección, sin ganas de seguirlo oyendo, pero a sabiendas de que no tenía salida—: Pero tú ya tienes que estar familiarizada con Ofelia, ¿verdad?

Nash… —le advirtió Clarisa.

—No. No lo hago. Un cabrón así no puede valer tanto la pena como para quitarte la vida. Es decir, ¿qué hizo especial a Hamlet? Tal vez él nunca le prometió nada, pero eso no le daba derecho de humillarla. A veces la gente se confunde entre lo que son la certeza y los bajos escrúpulos, o bien la ausencia de estos.

—Tómatelo con calma, Pen —se rio la Calamidad—. Esto no es una evaluación psiquiátrica.

—En tu caso, tendría que serlo.

—¡Está bien, chicos! —exclamó Clarisa; regresó al frente de la clase, pero ahora con un puñado de hojas en las manos.

Nash entrecerró los ojos otra vez, analizándome. Negó con la cabeza minutos después y bajó la mirada a su cuaderno, adonde se perdió el resto de lo que duraba la materia.




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