Ni soy una dama, ni él un caballero

CAPÍTULO 3

Diego

Las Vegas, la ciudad del pecado.

Así la conocen muchos. Yo la conozco como el lugar que torció mi vida de una forma inesperada, porque mientras observo a mi competencia en el puesto que soñé desde que entré a la empresa, no puedo creer que Catalina Green luzca como una mujer decente por primera vez en los cinco años que llevamos siendo enemigos mortales.

¿Qué puedo decir de ella?

Es una mujer que no madura, loca, arriesgada, incomprensible y con un talento especial para hacerme enojar más rápido que un semáforo en rojo en hora pico. Además, se burla de mi cabello con súper fijador —como si el orden capilar no fuera un arte—. Es insoportable, y ella en sí es un estorbo con patas.

Por eso, verla esta noche con un vestido plateado que ilumina su piel pálida me hace darme cuenta de que quizá Catalina no es tan terrible como parece. Porque mientras se abre paso entre la multitud, analizo cómo la seda se le pega al cuerpo bonito que tiene, cómo su cabello castaño le cae sobre el hombro izquierdo y cómo esa sonrisa pintada de rojo es llamativa, digamos.

Cuando me percato de que estoy mirando a Catalina como a una mujer y no como a una paciente psiquiátrica, me golpeo el rostro y vuelvo al modo normal: verla como lo que es, una arpía con tridente en mano y la malicia tatuada en la expresión.

Se supone que esta noche debemos ser los mejores amigos porque, al llegar esta mañana, descubrimos la verdad: la razón por la que todos huyeron de este proyecto es porque, básicamente es una mierda.

Ya, lo dije.

El proyecto es tan malo que no entiendo cómo el jefe lo aprobó. No tiene pies ni cabeza, solo un destino asegurado: fracasar. Está rodeado de los mejores hoteles, así que ¿quién demonios va a querer hospedarse en un hotelucho teniendo lujo a la vuelta de la esquina?

El proyecto es malísimo. Y como es malísimo, nuestra misión es casi imposible de cumplir.

—Estamos jodidos —me suelta mi némesis como palabras de bienvenida. Estamos en el bar del hotel, esperando la cena con los inversionistas—. Estuve viendo el perímetro, es horrible. Estamos jodidos. Así que despídete de tus corbatas caras, porque vas a tener que venderlas todas para sobrevivir los próximos meses.

Pongo cara de asco cuando se inclina hacia mí y el olor de su cabello se mete en mi nariz.

Definitivamente estoy drogado si creo que esta mujer huele bien.

Frunzo el ceño mirándola, y luego reviso el único trago que he tomado mientras esperaba a la loca y al inversor. Pero no, el trago estaba buenísimo, no tenía nada raro.

—Si no hay otras personas, no tengo por qué conversar contigo —respondo, y ella rueda los ojos antes de girarse hacia un grupo que charla más allá, donde la música apenas se escucha.

La veo levantarse y caminar hacia la barra.

Mis ojos la siguen. Luego miro mi vaso, lo levanto y lo examino, buscando una explicación lógica a por qué demonios estoy viendo a Catalina, la lunática, como alguien atractiva.

Niego con la cabeza apartando esos pensamientos cuando ella regresa a la mesa, sentándose a mi lado justo en el momento en que nuestro invitado aparece. Claro que no llega solo, no, llega con tres hombres enormes que me doblan en tamaño y que tienen tantos músculos que estoy seguro de que se bebieron todos los esteroides del planeta en batido de desayuno.

—Así que ustedes son los que creen que este proyecto vale la pena—dice el hombre, mientras sus gorilas cruzan los brazos al mismo tiempo, como si lo hubieran practicado frente al espejo. Yo trago en seco.

Esos músculos no hablan, gritan: “te podemos romper el cuellito como si fueras una ramita seca”.

Y mientras yo me siento intimidado, la lunática que tengo al lado les lanza una mirada apreciativa, como si en lugar de gorilas fueran modelos de perfume. Casi pongo los ojos en blanco porque, obviamente, ella nunca entiende la alarma de “PELIGRO, SAL CORRIENDO”.

Yo, en cambio, no sé ni dónde poner las manos. ¿En la mesa? ¿En mi regazo? ¿En posición de defensa por si alguno de esos músculos decide aplastarme como un mosquito? Opto por lo más maduro: cruzar los brazos y fingir que no me estoy orinando del miedo.

El hombre principal se sienta, y sus tres gorilas quedan detrás, de pie, con cara de “nadie se mueve o lo convierto en puré humano”. Me sudan las palmas.

—Bien —dice el tipo, acomodándose—. Quiero escuchar cómo piensan salvar este desastre.

Yo abro la boca para hablar, pero Catalina se adelanta, se inclina hacia la mesa y sonríe como si estuviera vendiendo galletas para recaudar fondos.

—Oh, no se preocupe, tenemos un plan brillante —responde ella.

¿Plan brillante? ¿Qué plan brillante? La última vez que revisamos notas, lo único que teníamos era un dibujo mío de un patito en la libreta porque estaba aburrido.

Los gorilas asienten como si hubieran escuchado la palabra mágica: plan brillante. Mientras tanto, yo los observo y pienso que si juntamos todos esos bíceps podríamos construir un puente con ellos.

Catalina sigue hablando como si estuviera en una charla que cambiará el mundo:

—El proyecto es innovador, único y, aunque rodeado de hoteles de lujo, nosotros ofreceremos… autenticidad.

Yo casi me atraganto con mi propia saliva. Autenticidad. Sí, claro. Es como vender agua salada frente al mar y decir que es premium.

El inversor parece interesado, y yo me limito a asentir, aunque por dentro quiero gritar: ¡No le creas, está loca, ella desayuna café con caos!

Y para rematar, Catalina sonríe y dice:

—Además, Diego aquí es un genio en números.

Todos los ojos, incluidos los de los gorilas, se clavan en mí.

Genio. En números. Yo que todavía necesito contar con los dedos para calcular la propina en un restaurante.

Sonrío nervioso, levanto el vaso y solo atino a decir:

—Dos más dos son cuatro. Confirmado.



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En el texto hay: comediaromatica, enemiestolover, romcom

Editado: 22.09.2025

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