No Apto Para Matrimonio

Capítulo Diecisiete: Sin retorno

Capítulo Diecisiete

Sin retorno

UNA VEZ QUE ME ENTRAMOS ADENTRO, Nathan siguió caminando hasta el porche trasero. Me sentía extraña siguiéndolo, así que esperé, de pie, desorientada, cerca de la fría estufa de la sala principal.

Regresó unos segundos después, sin los aparejos de pesca. Encendió la luz de la cocina y una lámpara de pie en un rincón, una con una pantalla pintada con picos nevados, un lago y truchas saltando. Me observó un momento, luego bajó la mirada hacia mis pechos. Yo también bajee la mirada. A través de la camiseta mojada, pude ver mi sujetador. Era de rayas rojas y blancas. Tímidamente, volví a mirarlo.

Él me dedicó una sonrisa torcida.

—Creo que necesitamos toallas.

Como estaba haciendo un charco en el suelo, no discutí.

—Una toalla estaría genial.

Él desapareció de nuevo, esta vez en el dormitorio, y regresó con un par de toallas. Me dio una. Me froté con ella, secándome la mayor parte del agua, mientras él hacía lo mismo con la otra toalla.

—Podría hacer una fogata—, dijo el después de un minuto. —Hay mucha leña en el porche trasero.

La habitación estaba fresca; la toalla había ayudado, pero yo y mi ropa seguían mojadas. —Una fogata suena... —, me detuvo antes de pronunciar la palabra genial por segunda vez. —Perfecto.

Se dio la vuelta y se dirigió de nuevo al porche trasero. Cinco minutos después, la ventana de la estufa se puso roja al encenderse el fuego.

Nathan cerró la puerta de la estufa y señaló el sofá grande y desgastado.

—Siéntate.

Me senté.

—¿Quieres una manta?

—No. Creo que con el fuego bastará.

Nathan parecía mecerse incómodamente sobre sus talones.

—Debería, eh, limpiar el pescado que pesqué.

—Te ayudaré—. Dije poniéndome de pie de golpe.

—No. Relájate. Puedo con ello.

Me deje caer en el sofá cuando él desapareció por cuarta vez. Sentada miré la estufa, pensando que no era así como esperaba que fueran las cosas. Él era el Doctor Tentación, después de todo, y presumiblemente muy hábil para seducir mujeres.

Me había imaginado que me levantaría del suelo, Me llevaría al dormitorio y procedería, con sus besos y caricias expertas, a prenderme fuego por todo el cuerpo. En este momento, lo único que ardía era la leña de la estufa.

Poco a poco, el calor llenó la habitación. Para cuando Nathan Para cuando Nathan reapareció con una bandeja con cuatro truchas, Yo, ya no temblaba.

—¿Tienes hambre? —, preguntó.

Estaba demasiado nerviosa como para tener hambre, pero decidió no decírselo. Tragué saliva y asentí.

—Claro.

En el refrigerador, tenía una botella de Chardonnay y los ingredientes para una ensalada. Abrí el vino y preparé la ensalada, mientras Nathan empanizaba y freía el pescado en la antigua cocina eléctrica de la cabaña.

No hablamos mucho mientras preparaban la comida. Pero, si, lo observaba de reojo, notando lo bien que parecía estar sanando su muñeca. Usaba la mano casi como si ya no le doliera. Y, por supuesto, la escayola era extraíble. Incluso se la quitó durante el engorroso proceso de empanizado del pescado y luego la volvió a colocar en su lugar cuando llegó el momento de echarlo a la sartén.

Mientras estamos sumergidos en las tareas culinarias, empecé a tener la extraña sensación de que simplemente habíamos retomado nuestra amistad donde la habíamos dejado. De que él no tenía intención de hacer el amor conmigo en absoluto.

La comida transcurrió en silencio. Bebí un poco más de vino de lo debido, sintiéndome más nerviosa a cada segundo, preguntándome qué sucedería después. Cuando se acabó la comida, limpiamos. Para entonces, eran más de las diez.

Nos retiramos con el último vino al sofá frente a la estufa panzuda. Afuera, en el tejado, la lluvia seguía tamborileando: una presencia constante y susurrante, como un animal enorme y tímido, ronroneando en lo profundo de su enorme garganta.

Me quité los zapatos y junté las piernas a un lado. Mirando fijamente el fuego de la estufa, bebi un sorbo de vino. Él se acercó y me quitó la copa de vino de entre los dedos. Y me atreví a mirarlo a los ojos. Brillaban ahora como el lago bajo la lluvia tenue. Ningún hombre que solo pensara en la amistad miraba a una mujer como él me miraba. La bola de decepción que se había formado en mi estómago se convirtió en mil mariposas revoloteando de pura aprensión.

Él preguntó: —¿Crees que ya has bebido suficiente?

—¿De vino?

Solté una risita entrecortada.

—Supongo que sí. —. Lo vi dejar su copa junto a la mía, en una pequeña mesa de madera maciza aun lado de la ventana. Y girándose hacia mí, subió la pierna más cercana a la mía al sofá.

—Estás nerviosa.

No tenía sentido negarlo. Esa risa entrecortada ya me había traicionado. Por lo que solo pude asentir.

Una sonrisa se dibujó en su hermosa boca.

—Yo también.

—No, no lo estás. No puedes estarlo—. Las palabras salieron de mi boca como si me salieran de las manos, y entonces no pudo evitar explicarlas. —O sea, haces este tipo de cosas todo el tiempo, ¿verdad? Me tapé la boca con la mano. —Oh, ¿por qué dije eso?

Él no parecía molesto.

—Échale la culpa al vino, y lo dije en serio. Yo también estoy nervioso.

—¿En serio?

—En serio. —Extendió la mano, la escayolada, y deslizó un dedo por debajo del dobladillo de mi camiseta. Y contuve un grito ahogado.

Él preguntó en voz baja: —¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—Cien cosas.

—Espero que no me digas que es gratitud. Por esta tarde. Por cómo me enfrenté a Otto Cooper. —Reflexionó sobre esa idea, aunque no era fácil pensar en ese momento. Este hombre no dejaba de juguetear con el dobladillo de mi camisa.

—Te estoy agradecida. Y estuviste maravilloso. Pero no es por eso que estoy aquí.

—¿No?

—Ajá. Sobre todo, te... extrañé, supongo que podría decirse. —Sus ojos parecían tan dulces. Suaves y tiernos.




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