Una semana después, Mónica y mi padre estaban divorciados. Ella no había logrado sacar nada en el divorcio, y había abandonado la casa malhumorada y despotricando contra mi padre y, de paso, contra todos sus hijos, especialmente contra mí. Ella me culpaba del divorcio. Mis hermanos me daban las gracias por haber alejado de ellos a aquella mujer y a su hijo Gonzalo, que no se había dirigido a mí desde que había descubierto quién era en realidad.
Patrick, que continuaba yendo a trabajar cada día, me advertía de que el ambiente en la comisaría estaba tenso, pues no habían recibido todavía noticias de Natalia, y lo único que sabían de mí era que, según Patrick, estaba «bien».
—Es posible que se presenten aquí para comprobarlo, o algo similar —me advirtió un día, antes de marcharse al trabajo.
Todos sabíamos que la Policía podía llegar en cualquier momento, por lo que todo estaba planeado. No había ninguna prueba de que la familia estuviese relacionada con el asesinato de Natalia. Esperábamos que no encontrasen el sótano pero, por si lo hacían, habían convertido las habitaciones en pequeñas bodegas donde mi padre había guardado lo que, según él, eran sus mejores vinos.
—Van a saber que algo extraño sucede cuando me vean aquí —había dicho yo.
—Diremos que vas a dejar la Policía porque te has enamorado —dijo mi padre, sin darle importancia—. Tal vez te consideren una traidora o piensen que te hemos amenazado, pero no importa.
Habían pasado nueve días desde la muerte de Natalia (a quien yo seguía echando de menos por las noches), y esperábamos que la Policía se presentase en nuestra casa aquel día. Patrick nos había enviado un mensaje advirtiéndonos de que lo harían.
Pero no fue la Policía la primera en llegar a casa aquella mañana. Las primeras personas en llegar fueron un hombre y su hijo mayor, ambos en busca de explicaciones. Querían saber qué había sucedido con su hijo y hermano. Eran los Medina, la familia de Pablo.
—No sé cómo han sabido que estaba aquí —dijo Pablo cuando nos dijeron que lo estaban buscando.
Bajé con él hasta la entrada. Su padre y hermano eran muy parecidos físicamente a él, por lo que no cabía duda de quiénes eran. No habían ido hasta allí con ninguno de sus hombres. Un acto de valentía o de insensatez, según por dónde se mirase. Nadie se presentaba solo en casa de un enemigo.
—¿Por qué estás aquí? —fue lo primero que preguntó el padre, Rafael—. ¡Pensábamos que te habían hecho algo!
Al verlo sano y salvo, tanto él como Saúl, su primogénito, se habían tranquilizado un poco. Pero, como era normal, no comprendían qué estaba sucediendo y por qué Pablo estaba en una casa que no era la suya, con una familia que se suponía que era enemiga.
—Veréis, yo... no quería deciros nada todavía porque aún es pronto, pero...
—Vamos a ser abuelos, Rafael —dijo una voz detrás de nosotros. Mi padre.
Ambos hombres se miraron fijamente durante unos cuantos segundos. Ninguno de los dos había imaginado nunca que sus familias fuesen a estar unidas de aquella manera.
—Mi hijo nunca se acostaría con Leonor... —comenzó a decir Rafael. Pero entonces lo comprendió todo, y palideció—. Dime que no ha sido con Dani.
—Sí, ha sido conmigo —confirmé.
—Joder... no sabía que estuviesen acostándose; te lo habría contado —le dijo Rafael a mi padre—. Sabía que la estabas buscando.
De nuevo, aquel extraño respeto por la familia. Los Medina y los Beltrán éramos así. Podíamos ser enemigos, pero las familias eran intocables. Porque éramos conscientes de que, si se les hacía algún daño a los hijos de alguien, o a su esposa o esposo, o a sus padres, aquello podía convertirse en un baño de sangre donde todos saldríamos perdiendo.
—No le demos más vueltas al pasado —dijo mi padre—. Lo importante es que tendremos un nieto o una nieta. Y tendremos que ser buenos abuelos. Y, para ello, supongo que deberemos coordinarnos y estar en contacto.
Se miraron mutuamente como si fuese la idea más absurda del mundo. Nadie allí presente podía imaginar a aquellos dos hombres hablando por teléfono para ponerse de acuerdo para cuidar a su nieto o nieta.
—Sería una buena idea —comentó Pablo—. No queremos que nuestro hijo vea a su familia separada y con discusiones continuas y amenazas de muerte. Supongo que podríamos hacer una tregua... ¿verdad?
Saúl y Rafael asintieron, y mi padre hizo lo propio. No tenía ningún sentido seguir enfrentados como hasta el momento cuando pronto serían familia. Olvidar las viejas rivalidades sería complicado, no imposible, y debíamos comenzar cuanto antes.
Pero acababan de decidir que harían una tregua cuando volvieron a llamar a la puerta. Y, esta vez, todos sabíamos quiénes serían.
—Es la Policía —les expliqué rápidamente a los familiares de Pablo—. Deberíais marcharos.
—Nos quedaremos —decidió Rafael—. En caso de que haya algún problema, es posible que podamos ayudaros utilizando nuestras influencias. Juntos, con nuestros colaboradores en la Policía, no podrán llegar muy lejos.
Mi padre recibió a la Policía mientras los demás permanecíamos en el salón, fingiendo que veíamos la televisión o jugábamos una partida de cartas. Una mañana relajada y tranquila en familia.
Nos hicimos los sorprendidos cuando los agentes de la Policía entraron en el salón, y yo me levanté al instante, junto a Izan.
—Lara —me llamó uno de los agentes—. ¿Va todo bien?
—Por supuesto —respondí.
—En esta casa, todo va bien —le dijo Izan—. Debo rogarle que no moleste a mi novia. No comprendemos qué es lo que está sucediendo.
A pesar de que Patrick había insistido en que me encontraba bien y que no me habían hecho ningún daño, tampoco esperaban encontrarme en el salón de la familia Beltrán, viendo con ellos la televisión mientras Izan decía que era su novia.
—¿Dónde está Natalia? —preguntó el mismo agente.
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Editado: 08.01.2022