Elly
Cuando aparté la mirada de los expedientes que se encontraban sobre el antiguo escritorio de nogal. Vi a Atlas inmóvil, con la mano alzada en un puño, como si estuviese a punto de golpear la puerta y algo lo hubiese detenido. Me estaba observando y de buenas a primera no pude definir su expresión.
Aunque sí reparé en la pequeña mancha de chocolate que se encontraba en su barbilla. Supe, entonces, que había estado comiendo esos confites de chocolate de muchos colores que escondía en el fondo de la alacena de la cocina compartida.
Años de contemplación silenciosa, también me hicieron entender que los comía cada vez que estaba nervioso.
Por un instante, me sentí demasiado aturdida para decir nada y esperé que él fuese el primero en hablar.
Nervioso, se aclaró la voz.
—La puerta estaba abierta —. Dijo a modo de disculpa y asentí.
Teresa tenía la costumbre de salir sin cerrarla como si tuviese una enorme cola y yo nunca recordaba hacerlo cuando se iba.
Parecía alterado y por un momento creí tontamente que me recordaba. Que estaba allí para decirme que no había logrado olvidar lo ocurrido en aquel estacionamiento y había esperado ansioso para verme.
Sentí un vacío en el estómago y la sensación asfixiante que se experimente cuando esperamos algo que hemos aguardado durante mucho tiempo ocurra.
Hacía un mes que no lo veía y estaba tan atractivo como lo recordada, incluso más. Porque lucia un tono dorado que resaltaba el verde oscuro de sus ojos.
De pronto me pareció más alto y fuerte. No puede evitar que mis ojos divagaran por su pecho musculoso bajo la camisa inmaculada, sus manos fuertes y caderas estrechas.
Sentí que la piel me ardía por los recuerdos y me di cuenta de que me estaba sonrojando cuando escuché su risa masculina. Por lo que aparte la mirada fingiendo volver a los expedientes.
—Lamento haberte asustado —lo escuché decir con fingida amabilidad —. Creo nunca nos hemos presentado apropiadamente. ¿Eres Eleonor Pizzino, cierto?
«No me recuerda». Pensé sintiendo el peso definitivo en mis entrañas.
Mis cimientos se desmoronaron y percibí como caían con el peso de la decepción. Toda la expectativa acumulada durante esas semanas, se esfumó en un suspiro doloroso que escapó de mis labios.
¿Qué esperaba?
¿Acaso creía que aparecería en la puerta de mi despacho con un ramo de flores, para decirme que estaba enamorado de mí?
—La misma, y tú eres Atlas Lentton —mi voz se escuchó tensa y cínica.
Desee poder gritar que esperaba más de alguien a quien le había dado una de las cosas más importantes que tenía.
—Exacto, es una suerte que me reconozcas, eso simplifica las cosas de alguna forma — me puse rígida en mi sitio —. Lamento no haberme presentado en los tres años que hemos trabajado juntos —. No eran tres años, aunque no lo dije —. Para ser honesto, no recuerdo haberte visto antes —. Observó su entorno con una mirada ceñuda y desdeñosa —. Pero como tú ya me conoces y sabes mi manera de trabajar, será menos incómodo decir lo que pienso sin tantos rodeos —. Puso sus ojos sobre los expedientes y sonrió —. Es una pena que no exista cierta camaradería. Eso simplificaría las cosas aún más —. Fruncí los labios y él crispó las cejas negras.
—Todavía no entiendo que es lo que estás haciendo aquí y me parece que estás dando demasiadas vueltas para jactarte de directo —. Escupí intentando lastimarlo como él lo había hecho.
La media sonrisa que forzaba se transformó en un gesto hostil.
—Así que, trabajas, una hora del día a cada expediente para poder ingresar más horas —. Enmarcó una ceja —. Un buen truco, muy astuto e imagino que fue Meyer quien lo compartió directamente contigo —. Fruncí el ceño porque aunque parecía un cumplido, no lo era —. Entonces imagino que lo que dicen es cierto. Querías que fuese aún más directo. Pues bien, lo seré.
—No tengo idea de lo que dicen —repliqué.
—Que eres su protegida —. Me dedicó una sonrisa engreída e irritante —. Puede que algo más… Solo mira este sitio: sillones de cuero, un escritorio antiguo, una alfombra de pelo de lana virgen. Es mucho para una integrante de un equipo de quince personas.
Di un respingo como si hubiese visto algo horrible y hablé con voz sibilante por el desprecio que me provocaba su insinuación.
—No me gusta una pizca lo que acabas de insinuar y quiero que me des el nombre de tu supervisor.
Tomé el bolígrafo con los dedos temblorosos y me animé a mirarlo a los ojos con expresión fría y acusadora.
—Yo no me reporto a nadie —se sentó y supe que aquella visita no era otra cosa que una declaración de guerra —. ¿Puedo?
—¡No…No puedes! —Exclamé señalándolo con un gesto hostil.
Me lanzó una mirada desafiante y luego abrió las piernas, apoyó los codos en las rodillas y dejó que los brazos colgasen flojamente. Fue tan masculino que sentí un leve cosquilleo en el bajo vientre, seguido de una oleada de calor tan inesperada que me sentí sofocada.
—Escúchame, Eleonor —su voz se tornó ronca cuando dijo mi nombre despacio —. Hoy he comenzado a trabajar y si mis vacaciones fueron malas, mi primer día es peor. Déjame descansar solo un momento.
—Mejor dime lo que viniste a decirme y vete a descansar a tu oficina —. Repuse con aspereza e intenté perforarlo con mis ojos negros.
—No tan mansa como dicen, ¿no? —Sus labios se curvaron en una sonrisa —. Iré al grano —. Se inclinó más —. Ambos sabemos que yo soy el candidato natural a ocupar el puesto de Meyer cuando se retire. Sin embargo, el viejo obstinado está empecinado en que se te considere a pesar de que no tienes ni la talla, ni los clientes. Lo más honorable sería que hables con él y le pidas que retire tu nombre de la mesa.
Experimenté una frustración tan abrumadora que mi campo de visión se tiñó de rojo. No tenía idea de si me molestaba más el chasco que me llevé con él o su arrogancia. Era tan diferente al hombre que le regalé mi primera vez que quería arrancarme el pelo de la cabeza y chillar como una loca.
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Editado: 30.09.2024